Advertencia, contenido sexual y violento. Leer bajo su propia responsabilidad
En una opulenta estancia decorada al estilo victoriano, el rey Arturo reposaba majestuosamente en su trono, con mantas de terciopelo rojo, su mirada dominante recorría el lugar hasta que se detuvo en Isolde, una de sus concubinas más hermosas.
Isolde, con su vestido de seda blanco ajustado a la perfección, caminaba con gracia hacia el rey, sabiendo que su presencia provocaba un deseo irrefrenable en él. Cada paso que daba, su cuerpo delineado se movía de manera sensual, hipnotizando a Arturo.
El rey se levantó y avanzó hasta un sofá adornado con finos bordados dorados, invitando a Isolde a acompañarlo. Ella se acomodó en el mueble de terciopelo granate, cruzando sus piernas elegantemente mientras el rey observaba cada uno de sus movimientos.
Con aguda voz, Arturo tomó la palabra, su tono exudando autoridad y dominio. —Isolde, desde el primer momento en que pusiste tus ojos en mí, supe que eras diferente. Tus encantos y habilidades exceden los límites de lo común y ahora es momento de que demuestres tu valía.
Isolde bajó la mirada, sintiendo una excitación creciente ante las palabras del rey. —Mi señor, haré todo lo que esté en mi poder para satisfacer tus más profundos deseos y servirte como mereces.
Arturo sonrió con picardía y se acercó lentamente a Isolde, con su cuerpo imponente a centímetros de ella. Sus dedos acariciaron dulcemente el rostro de la concubina, ensalzando su belleza enmarcada en cabellos oscuros. —Demuéstrame cómo te entregas, Isolde. Permíteme conocer cada rincón de tu cuerpo y desatar el fuego que arde en lo más profundo de tu ser.
La mirada de Isolde se encontró con la del Rey, su deseo reflejado en sus ojos castaños. Sus labios se acercaron sin resistencia, fundiéndose en un beso apasionado que desataba la lujuria que había sido inhibida por tanto tiempo.
Las manos de Arturo exploraron cada curva de Isolde, deslizándose con maestría bajo su vestido hasta encontrar la piel suave y cálida que ansiaba. La concubina gemía suavemente, entregada al placer que el rey le proporcionaba.
Con delicadeza, Arturo separó el vestido de Isolde, dejando al descubierto su cuerpo desnudo y perfecto. Sus ojos recorrieron cada centímetro de ella, admirando su belleza con una mezcla de dominación y respeto.
El rey la tomó con firmeza y la llevó a su cama, recubierta de satén y encajes. La hizo recostarse y, con movimientos precisos y apasionados, se entregaron al éxtasis carnal. Gritos de placer resonaron en la habitación mientras el rey dominaba con maestría a su concubina.
Durante varios minutos, Arturo e Isolde se perdieron en un mundo de deseo desenfrenado y placer inigualable. Sus gemidos de satisfacción se entrelazaban mientras la época victoriana quedaba olvidada en aquel santuario de lascivia y entrega.
Arturo se incorporó de repente. Tomó a Isolde de la mano y la guio hacia una habitación secreta dentro de su alcoba. Ella al ver el látigo se inquietó un poco.
—¿Te gustaría ser alguna vez reina? —empezó el rey.
Isolde sabía lo que aquello significaba. Debía aceptar cualquier petición que su amo exigiera. Ella asintió, temerosa. De la oscuridad emergió Ghots, con su aterradora máscara de hierro. La amarró contra una mesa con las manos extendidas y el trasero desnudo erguido, dando a Arturo una vista que lo desbordaba.
El primer latigazo del rey cortó el aire dejando en la mujer una marca permanente. Isolde sentía el dolor subir y bajar desde sus muslos hasta su pelvis. Ghots no le quitaba la vista de encima, como si aquellos ojos fríos resguardaran deseos humanos.
Los gritos encontraban ecos en la abovedada habitación secreta, dónde el látigo acometió su piel en un ritmo que parecía interminable, la sensación de placer se desvaneció en un horizonte de sufrimiento infinito.
Cuando el rey se cansó, su pene se encontraba aún erecto y entró una y otra vez en Isolde, cuando hubo terminado dejó la habitación. Isolde, adolorida y sin aliento vio como Ghots, Aquel monstruo, se quitaba los pantalones. Lo siguiente que sintió fue un dolor insoportable, una y otra y otra vez hasta causar su prematura muerte.
La habitación quedó sumida en un silencio perturbador.
Una vez consumada la tragedia, el rey, lejos de mostrar remordimientos o pesar, se deshizo del cadáver de Isolde como si fuera una molestia trivial. El precio de ser parte de la corte del rey Arturo se revelaba en su forma más cruel y despiadada.
Ghosts, de vuelta a su papel de guardián silente, regresó a la posición que le había sido encomendada. La habitación, ahora manchada por la sangre y la decadencia moral, guardó el oscuro secreto de lo que aconteció esa noche.
En el silencio que siguió, el rey Arturo volvió a su trono, satisfecho con la brutal exhibición de poder y control sobre aquellos que se atrevían a formar parte de su corte. La oscura realidad de su reinado se cernía sobre la opulenta estancia, y la sombra de la muerte y la traición se convertían en compañeras habituales en el Palacio Real.
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