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Los días en el reino de Arturo transcurrían entre deberes y responsabilidades, pero las noches eran una historia completamente diferente. En la penumbra de su alcoba, el rey compartía apasionadas veladas con sus concubinas, entre las que destacaba Diana. Cada noche, Arturo llamaba a una diferente a su habitación, explorando las diversas facetas de la sensualidad que la corte tenía para ofrecer.

Diana, hija del conde Sebastián y pupila del rey, se encontraba entre las elegidas para compartir la intimidad con el monarca. Sus noches se volvían una danza de deseos y secretos, donde la joven, además de su posición filial, se sumergía en un mundo desconocido de sensualidad y seducción con el monarca.

Arturo, con su presencia dominante, guiaba cada encuentro hacia territorios inexplorados. Las habitaciones resonaban con susurros prohibidos, mientras las telas de las cortinas danzaban al compás de los secretos compartidos. La dualidad de Diana como pupila y amante del rey agregaba una capa adicional de intriga a estos encuentros nocturnos, ocultos a las miradas curiosas de la corte.

En la corte, las murmuraciones se tejían como hilos invisibles, y la elección nocturna del rey alimentaba las intrigas y las rivalidades entre las mujeres que ansiaban su favor. Las noches se volvían una competencia sutil, donde cada concubina buscaba destacar entre las sombras y ganar un lugar especial en el corazón del monarca.

La dualidad entre los días de gobernante y las noches de amante confería a Arturo un aura de misterio que mantenía a la corte en vilo. Mientras el rey lidiaba con los asuntos del reino en público, en privado exploraba los placeres que la corte le ofrecía, sumergiéndose en una espiral de pasiones prohibidas y lealtades en disputa.

La presión sobre el rey aumentaba a medida que sus concubinas tejían sus intrigas y maquinaban planes para ganar su favor. En reuniones secretas y artimañas elaboradas, cada una destacaba con sus cualidades únicas, tejendo alianzas y urdiendo estrategias para sobresalir en la competencia implícita por el afecto real. Sin embargo, entre las mujeres que luchaban por la atención del monarca, una se destacaba por su falta aparente de ambición: Diana.

Diana, en apariencia ajena a las maquinaciones de la corte, se mostraba como una figura enigmática y reservada. Aunque compartía las noches con el rey, sus motivaciones eran difíciles de descifrar para las otras concubinas. Mientras el juego de poder se intensificaba a su alrededor, ella parecía no estar interesada en manipular al rey ni en participar activamente en la competencia por su favor.

Por otro lado, Petter continuaba sus juegos de roles con el rey, cada encuentro volviéndose más perverso y desafiante. La dualidad de sus relaciones, tanto en público como en privado, creaba una tensión palpable en la corte. Mientras las concubinas conspiraban y competían, Petter y Diana permanecían como enigmas en el entramado de intrigas y pasiones.

En este escenario, donde la ambición y la seducción se entrelazaban, el rey se encontraba en el centro de una telaraña de lealtades en disputa. Las noches se volvían un campo de batalla sutil, donde cada gesto, cada palabra, se convertía en una estrategia para ganar terreno en el corazón del monarca. La corte, envuelta en secretos y rivalidades, aguardaba el momento en que el rey tomaría una decisión que cambiaría el curso de la historia del reino.

En el salón, iluminado por la luz de las antorchas, el rey Arturo convocó a una reunión para abordar las crecientes tensiones y lealtades en disputa. Ante él, sus concubinas, los nobles, el conde Sebastián, y los abanderados se alinearon en una escenografía de aparente armonía.

Arturo, con mirada penetrante, ordenó que reafirmaran sus lealtades con un juramento solemne. Uno a uno, comenzando por el conde, todos pronunciaron palabras que resonaban en el aire cargado del salón. Sin embargo, detrás de cada juramento, se escondían intenciones ocultas y agendas secretas.

—Por el reino y por su majestad, juro lealtad inquebrantable —declaró el conde Sebastián, sus palabras fluyendo con una melodiosa diplomacia.

Los abanderados siguieron el ejemplo, repitiendo fórmulas que resonaban como promesas de devoción. Las concubinas, con miradas calculadoras, también pronunciaron juramentos que apenas velaban sus verdaderas intenciones.

Diana, en medio de la asamblea, mantuvo su mirada serena, sin mostrar las cartas que guardaba en su juego. Petter, por su parte, jugaba su papel con maestría, ocultando sus verdaderos motivos detrás de cada palabra cuidadosamente elegida.

Aunque las promesas de lealtad llenaban la sala, el aura de desconfianza persistía. Arturo, observador agudo, percibía la falsedad en los juramentos, y una sombra de duda cruzaba su rostro.

—La lealtad debe ser pura y sin fisuras. ¿Están todos comprometidos con la estabilidad de nuestro reino? —inquirió el rey, su voz resonando con autoridad.

En medio del silencio que siguió a su pregunta, las miradas se cruzaron, revelando la intrincada red de lealtades y traiciones que tejían la trama de la corte. La reunión, lejos de disipar las tensiones, había dejado al descubierto las complejidades y los secretos que amenazaban con desestabilizar el reino.

En medio de la reunión, Arturo instó a uno de sus abanderados, un hombre de mirada altiva, a pasar al frente. Los presentes observaban con expectación, esperando palabras de elogio o recompensas. Sin embargo, la expresión del rey Arturo permanecía imperturbable, revelando una decisión inesperada.

El abanderado, confiado en su posición y quizás en la indulgencia del monarca, se acercó al rey. En un instante, Arturo pronunció palabras que resonaron como un trueno en la sala:

—Por traición a la corona y deslealtad al reino, tu lealtad queda en entredicho.

Antes de que el abanderado pudiera articular una respuesta, la sentencia del rey se hizo efectiva. Un destello metálico cortó el aire, y el abanderado cayó al suelo, su vida extinguiéndose en un acto de justicia real. El silencio sepulcral invadió la sala mientras los presentes procesaban la brutalidad de la ejecución.

Arturo, sin expresar remordimiento, fijó su mirada en la asamblea, recordándoles la gravedad de la traición. La ejecución, lejos de aplacar las tensiones, había enviado un mensaje claro sobre la severidad con la que el rey abordaría cualquier intento de socavar su autoridad.

Las concubinas intercambiaron miradas cautelosas, conscientes de que el juego de lealtades en la corte había cobrado un nuevo matiz de peligro. La sala, impregnada de un aire cargado, aguardaba las siguientes palabras del monarca, sabiendo que la estabilidad del reino pendía de un hilo tenso y frágil.

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