Adriel, antes un arcángel, se había convertido en un ángel caído, el guardián de Sara. Kaia se llenó de furia, pues la niña de cabellos castaños había corrompido con su regalo a Adriel, por lo que él ya no podría seguirla al reino celestial, lo que llenaba de amargura su noble corazón, pues la bella joven de ojos dorados estaba perdidamente enamorada de él.
Kaia tomó su arco, apuntando de manera certera al pecho de Sara, en cuestión de segundos la flecha salió disparada y antes de dar en el blanco fue interceptada por Bernal.
El dios de la muerte la miró amenazante. Kaia sintió cómo el miedo recorría cada parte de su ser, sintió que era observada por un ser atroz que en cualquier momento tomaría su vida.
Bernal apretó su puño y los arcángeles ante sus ojos se transformaron en polvo.
- ¿No te parece, princesa, que ya te has divertido suficiente? - le dijo Bernal con voz siniestra - Irrumpiste en mi reino sin invitación alguna, saboteaste mi torneo, y como si eso fuera poco, atentaste contra la vida de mi hija. Si no fuera porque le tengo un gran aprecio a tu madre, te habría asesinado de la manera más vil. ¡Ahora lárgate! Soy un ser débil, sabes, y me puedo arrepentir.
Las piernas de Kaia temblaron, su cuerpo se paralizó, mientras sentía cómo se desplomaba en el piso. Bernal desvió su mirada para después marcharse. Sara, al ver a Kaia, sintió pena, por lo que le pidió gentilmente a Adriel que la llevara a casa, no sin antes decirle que era un ser libre, que no se molestara en volver.
Al día siguiente, al salir el sol, Sara abrió sus ojos y se sintió un poco aturdida, pero después recordó que sus abuelos estaban ausentes, por lo que plácidamente se acurrucó en sus cómodas sábanas para volver a dormir.
Cuando las manecillas del reloj marcaron las doce, se propuso a desayunar algo rico, por lo que se robó un poco de carne del refrigerador y un poco de nieve de la nevera. Después de hacer sus deberes, se sintió aburrida y al salir de su casa se topó con un cartel. Se trataba de un peculiar anuncio donde se promocionaba una presentación de danza contemporánea en el teatro del pueblo.
Sara se sintió animada, pues ella amaba las presentaciones, ya que cada año su madre la llevaba para su cumpleaños. Así que con todo el ánimo del mundo, subió a su cuarto, escogió un hermoso vestido para la ocasión, soltó su largo y castaño cabello e incluso se puso un poco de maquillaje.
Aunque ir al teatro sonaba tan fácil, realmente no era tan sencillo, pues en el campo, los autobuses pasaban cada dos horas y a veces los choferes se saltaban las rondas para terminar su jornada más temprano. En fin, el autobús no pasó, Sara se encontraba vestida y alborotada, por lo que el transporte no la detendría, así que sin dar vuelta atrás, después de mucho esperar, comenzó a caminar por el empedrado camino. En ese momento se lamentó de llevar zapatillas, pues los pies le ardían a morir, amenazando con sacar ampollas. El clima no ayudó, pues pesadas y grises nubes comenzaban a formarse en el antes despejado cielo azul. Como pudo, llegó al teatro, con sus pies descalzos, con ampollas, su ropa empapada por la lluvia y una hora después de la función.
Curiosamente, ese día, Lucas estaba a las afueras del teatro, pues se había quedado de ver con su linda hermana, pero debido a un imprevisto no pudo asistir. Los ojos de Lucas se abrieron de par en par, pues no esperaba ver a Sara en tales condiciones, aunque sin saber por qué, sintió alegría.
Sara, por su parte, al ver a Lucas, quiso desaparecer, pues no quería que la viera en un estado tan lamentable, por lo que rápidamente se dio la vuelta, rogando a todos los dioses para que el joven, de ojos color miel, no hubiera notado su presencia, cuando se dispuso a escapar, era demasiado tarde, pues el apuesto pelinegro ya la había llamado.
-¡Vaya, sí que es una sorpresa! No esperaba verte por aquí -exclamó Lucas mientras se acercaba.
-Hola, ¿cómo estás? Esperaba ver la función, pero me temo que he llegado tarde.
-Me temo que sí. Estás mojada, te resfriarás. Mi casa está a unas cuadras, si quieres, puedes darte un baño con agua caliente y mi hermana puede prestarte un cambio de ropa, en lo que la tuya se seca, ¿qué te parece?
Lucas se quitó su abrigo para después cubrir a Sara, quien no pudo evitar ruborizarse por un gesto tan caballeroso. En ese momento, una escena la paralizó, pues su padrastro caminaba alegremente con sus dos hermanos. Sara sintió cómo su corazón se partía. Al verla, sus pequeños hermanos corrieron a abrazarla, ante la sorpresa de César, quien la miró de manera despectiva.
-¡No la toquen, está sucia! -exclamó César.
-¡Hermanita, te extrañé mucho! ¿Por qué no nos visitas? ¡Hermanita, te extrañamos mucho! -dijeron sus hermanos.
-¡Yo también los extraño mucho! ¡Los amo tanto! En cuanto tenga tiempo, los visitaré, ¿está bien? Vamos, no hagan esperar a papá -exclamó Sara con una sonrisa, mientras sus ojos amenazaban con derramar lágrimas de tristeza.
Al ver partir a los seres que más amaba, sintió cómo su negro corazón se partió, mientras enormes gotas de agua salada corrían por sus mejillas. César no la miró, para él no era más que un ser sin valor. Sara se tragó su coraje, sonrió, se limpió sus lágrimas. Ella sufría, pero decidió ya no hacerlo, pues era más astuta que aquel a quien una vez llamó padre. Buscaría la forma de estar con sus hermanos y le devolvería cada experiencia amarga que le hizo pasar. Al final de cuentas, el sentirse derrotado era solo para las mentes frágiles.
Al llegar a la casa de Lucas, se quitó la ropa y se metió a la ducha. Al salir, ya había un cambio cómodo y calentito que el joven pelinegro le había escogido. Le curó las heridas en sus pies, mientras Sara miraba con admiración el gran televisor que había en la sala. Lucas la miró divertido, para después sugerir ver una película. Él esperaba que la joven de ojos castaños batallara para usar la gran pantalla, pero ella sabía usarla a la perfección, pues en su casa anterior tenían una muy parecida. A los pocos segundos, Sara se había adueñado del televisor, buscando sus series favoritas con una sonrisa de oreja a oreja. Pues en casa de su abuela, no la dejaban ver nada. Era una oportunidad entre mil que no podía dejar pasar.
El joven, de ojos color miel, no podía dejar de contemplarla, pues sin saberlo, se estaba enamorando perdidamente de ella.
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