Once
Se quedó dormido al lado del jefe, mientras cambiaba los trapos en la frente. Había sido sustituido por treinta y tres. Al volver a abrir los ojos, vio como ese chico de temperamento sentimental veía con molestía al enfermo.
Claro que los tres sentían molestia, pues a pesar de que su señora tomaba de ellos, por lo general no había ninguna emoción en su voz, más que frases cortas e impersonales pero con el enfermo era distinto.
Se llevaban muy bien, hablaban más que una simple frase, le cuidaba y estaba al pendiente.
Cómo no sentir celos por alguien con el cual no había ningún vínculo. Eran sirvientes fieles dispuestos a complacer a su señora, sus deseos eran órdenes y estaban más que ansiosos por servir.
Se acercó a treinta y tres para apretarle el hombro con suavidad y decirle que se mantuviera calmado. No podían ir en contra de la orden y el deseo específico de su señora.
Si el placer era intenso entonces también lo sería el castigo.
- Pero . . . este joven sentimental lo veía con súplica.
- No seas imprudente, acaso ¿quieres incumplir la orden de nuestra señora? - Cuestionó.
A él no le importaba, puede que así la inmortal les diera un poco más de atención o puede que también fuera castigado por no intervenir.
El otro joven negó lentamente.
Dejaron al convaleciente y salieron a alimentar sus cuerpos. Mientras estuvieran sanos, la sangre sería infinita, serían indispensables para su señora, su valor no disminuiría. Dejó a los otros dos comiendo y volvió a entrar a la tienda.
El jefe tenía los ojos muy abiertos. Tocó su frente. No estaba en peligro de muerte como la mujer creía, era cuestión de perspectiva entre dos especies diferentes.
Le puse el plato de sopa en las manos, con cuidado. Debía ser el ejemplo de los dos por ser el primero de su señora.
El enfermo bebió el caldo, sus ojos se veían caídos y cansados, pero más despierto. Le ayudó a salir de ese enrredo de mantas y el saco de dormir.
¿Que tenía de interesante que su señora lo prefería? Ni siquiera su sangre era buena.
El jefe insistió en acompañarlos al río, así que lo dejó. Veintidós se les unió, mientras treinta y tres se quedaba a recolectar leña.
Los tres marcharon decididos al río. No dijeron nada en el camino, no era necesario, los sirvientes de su señora no necesitaban decir mucho.
Era el último de la fila, por lo que tuvo la oportunidad de mirar al que fuera su líder. Se veía como un humano simple, sin nada destacable, demasiado alto y mirada penetrante.
No podía negar que era infinitamente más atractivo que los demás del grupo. ¿Sería eso lo que atrajo la atención de su señora? Tampoco podía negar que era una persona amable y servicial, dispuesto a ayudar a los demás.
En su escuela, él era el sueño de las chicas, el inalcanzable señor perfección. Era una ventaja que él no mirar a ninguna, permitiendo a los demás disfrutar de la atención de esas féminas.
Alcanzaron el borde del río, dejándolo sentado sobre una roca para tomar el sol, mientras él hacía lo que tenía que hacer y mientras veintidós se remangaba el pantalón y se metía al agua en busca de charales para la comida.
¿Podría quedarse con su señora por siempre? No le importaba si los otros desobedecían, eso le permitiría ser el único.
Sería más importante que alguien que no era capaz de ayudarle a subsistir, del cual podía aburrirse muy pronto. Sea lo que fuere que tuviera de bueno, no duraría. Ella lo terminaría echando. Sonrío satisfecho, solo tenía que aguantar y obedecer.
Estaba ocupado en su asunto, cuando escucho caer algo dentro del agua. Seguramente veintidós había conseguido uno de aquellos peces.
Se levantó para estirar las piernas que comenzaban a entumecerse. Miro hacia dónde estaba sentado el jefe para preguntarle si no quería que le ayudara. No lo vio.
- ¿Dónde está Tony? - Preguntó a su segundo, éste se encogió de hombros dentro del agua, muy concentrado.
Fue a revisar aquella piedra cerca del río. Fue que lo vio. Su amigo estaba flotando en el agua, con los ojos cerrados.
¿Qué estaba haciendo? Si se quería bañar al menos debería quitarse la ropa. Pero algo no encajaba.
- Tony, ¿estás bien? - No le respondieron.
Salto al agua para ir a sacudirlo. Jaló varias veces su hombro y nada. No respondía.
¿Acaso se había desmayado? Unos pensamientos macabros se pusieron de manifiesto. ¿Por qué no le dejaba ahí? Si se moría no sería su culpa. Era un accidente que podía pasarle a cualquiera.
El mundo era un lugar peligroso y el bosque . . . aún más.
Jalo para sacarlo. Pero cómo le había permitido acompañarlo estaba bajo su responsabilidad. No podía dejar que muriera con él presente, su señora le mataría.
Con esfuerzo lo colocó sobre la hierba de la orilla. Debía volver al campamento para cambiarlo rápidamente con ropa seca.
Llamó a veintidós, quién maldijo por no poder seguir recolectando charales, y juntos transportaron al desmayado. Tardaron demasiado, haciendo que volviera la fiebre.
Volvió a quedarse a su lado para volver a bajar la fiebre. ¿Por qué no se moría ya? Tenía un brazo fracturado, estaba lejos de la civilización y no había medicina. No podría sobrevivir por mucho tiempo de esa manera.
Una mueca se dibujo en su común rostro, una mueca nada linda y de autocomplacencia. Un pequeño empujón hacia el sitio correcto y su recuerdo sería historia. Su señora lo olvidaría, se encargaría de que lo hiciera.
Salió horas después de la tienda, con un nuevo cuenco de caldo, a medio terminar. Le estaba fastidiando cuidar a ese enfermo.
¿Por qué no aparecía un tigre y se lo comía? O una serpiente. En este bosque abundan los animales peligrosos.
Se sentó cerca del fuego que treinta y tres había encendido y dónde se estaban asando pedazos de carne.
Veintidós le había relevado de mala gana. Esa personalidad extrovertida y desastrosa no le permitía sentirse tranquilo. Por sus tonterías podrían morir los tres en vez del enfermo.
Le llamo de regreso después de un rato, dejando al convaleciente solo. Espero a que la carne se fuera adorando.
Una exquisita voz como el tintineo de suaves campanas llamó a Veintidós. Mientras que él se levantó y se acercó a la tienda.
Tan pronto como ella regresó pasó su mano por la piel del enfermo, esta voz se transformó en algo agudo y frío. Se encogió pero respondió.
- Cayó al agua, no nos dimos cuenta cómo sucedió -.
La voz de su señora le estaba haciendo temblar a un paso de terminar en el suelo.
- No fue nuestra culpa - Dijo Veintidós.
Y ella sonrío. Esta vez ambos cayeron de rodillas al suelo. Esa sonrisa junto a su mirada, era demasiado pesada.
- ¿Así que no fue culpa de ustedes? - Se desprendió un frío que calaba los huesos.
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