Maeve durmió pesado.
No soñó nada.
Por lo menos, al despertar y abrir sus bellos ojos, parpadeando con aquellas bellas pestañas, mirando hacia arriba y en la pared del frente de aquel frío cuarto, no se le vino nada a la cabeza... sencillamente se sentó, pasó la mano con cuidado en el chichón y se peinó con los dedos.
Se puso de pie, estuvo sentada varios segundos, y luego se paró y fue hasta un chifonier.
Allí encima había un peine y apenas un espejo pequeño. Se acomodó el cabello y entró al baño.
Salió después de algunos minutos y se encaminó a una pequeña ventana, abrió un poco el vidrio y afuera no vio nada conocido.
Apenas una pared verdosa de musgo, estaba apenas a un metro y medio de distancia. Algunas enredaderas subían por la pared de gruesos y desnudos ladrillos de muchos años de la construcción vecina.
Abrió la puerta hacia dentro del templo y espió.
Entonces vio al hombre que hubo visto al recordar del desmayo el día anterior.
Dormía aún, acurrucado, cubierto por una manta, en un banco del templo. Se movió, desperezándose y miró a Maeve muy animoso.
— Buenos días, señorita. ¿Ya está mejor? ¿Durmió bien?
Ella movió la cabeza afirmativamente.
El hombre se levantó. Dobló la manta y prosiguió hablándole.
Le decía y preguntaba varias cosas y ella parecía no entender.
— Venga vamos a tomar café con panes simples. Usted parece ser de dinero. Ese hermoso cubre espaldas de armiño me lo dice.
— Ah– pareció decir Maeve. Y el hombre entró al cuarto, pues, ella había dejado el ligero espaldar de armiño en el respaldar de un sillón viejo.
— Cúbrase la espalda. Ya hace un poco de frío al amanecer.
Ya estando en la cocina, el hombre le pasó una silla y Maeve se sentó tímidamente, observando la sencillez de todo lo de allí.
El café estuvo pronto y no había dicho nada.
El hombre se mostró intrigado... el día antes, ella hubo charlado un poco.
Pero, bueno, supuso que el golpe y susto del día anterior le hubo provocado toda esa mudez.
—Ya no le duele mucho la cabeza, por lo que creo.
Maeve comía con gusto y un tanto rápido.
No contestó aún, de cierta forma que el hombre movió levemente los hombros.
— Debo salir, queréis quedaros o ir conmigo, preciso comprar el horneado para los sacerdotes. Ellos hoy despiertan más tarde y les compro panes dulces con caramelo o chocolate. Hoy es sábado por si precisas saber. ¿Vamos?
Maeve le siguió, aún masticando, como una chiquilla lo último de una empanada tipo mexicana.
A pasos grandes atravesó toda la nave del bellísimo templo de San Pedro. Maeve tuvo que caminar más deprisa que lo normal.
Al salir a la avenida, los edificios altísimos parecieron venírsele encima.
El impacto visual le incomodó provocándole casi al momento dolor un ligero dolor de cabeza.
Caminaron algunos metros y ella miró al semáforo.
Estaba absorta aún y el hombre la sostuvo del brazo varias veces momento antes de cruzar las calles.
La hilera de automóviles esperando abra la luz verde, le provocó ahora miedo.
El hombre le extendió el brazo y lo dobló para que ella encorchete y crucen la amplia avenida.
El hombre se dio cuenta que ella estaba muda. ¿Quizá avergonzada?
— Por aquí... por acá...— orientaba el hombre.
Maeve apenas iba.
De pronto, al llegar a una esquina divisó las magníficas Torres Gemelas que estaban muy nuevas.
Al retornar después de comprar en una elegante panadería, pudo ver recién y a plenitud la bellísima fachada, enorme y espléndida de la Iglesia Católica Romana
De San Pedro en Nueva York.
Volvieron y él en una charola, llevó tres tazas, una tetera y azúcar acompañando los panes sin nada de aderezos a no ser el chocolate y caramelo encima de los panes; se dirigió al interior de la parroquia de San Pedro internándose en la parte del alojamiento de los sacerdotes de esa fastuosa iglesia.
Pero antes de ir hacia al fondo, el hombre le hubo dicho:
— Espéreme aquí señorita, este es su alojamiento hasta cuando me diga su nombre y podamos indagar su procedencia, pues la veo perdida y tengo mucha pena de usted. Tenemos que buscar a sus familiares.
Ella se quedó sentada junto a aquella ventana mirando los ladrillos y la enredadera que subía sin poder conseguir mirar hasta dónde.
—Maeve... Maeve...— la llamaba mientras tanto su tía, desde la cama hospital.
También algo había pasado con ella.
Estaba sin fuerzas.
— Hugh...
Hugh no estaba.
—¡Hugh!– Volvió a llamar.
— Buenos días, señora, el señor Hugh salió. Dijo que iba a comprar algo para él, creo que cepillos de dientes.
— Ah...
Así esperó doña Deirdre y Hugh no volvía. Y ya iba más de media hora.
Mientras tanto.
Maeve se había levantado de la silla junto a la ventana.
Caminó hacia la puerta, espió y salió en dirección del altar, miró hacia arriba al Cristo crucificado y volteó dirigiéndose a pasos más rápidos hacia el portal, y sin saludar a las barrenderas del templo salió a la calle.
Se cubrió con el armiño y se perdió entre la gente por las proximidades de la Iglesia en dirección a las torres gemelas.
Más allá se detuvo en una esquina muy concurrida.
El paisaje neoyorquino con esas dos torres la impresionó.
Allí, mirando primero, notablemente asombrada, luego inquieta, para todos lados, sin atreverse a cruzar, las amplísimas avenidas que la separaban de las torres, quedó como cualquier turista perdido en una de las metrópolis mayores del mundo.
En cuanto eso:
En Pittsburgh:
— Buen día, señora...
— Buen día, joven, qué se le ofrece.
— Me han indicado que aquí, precisan de un chofer.
— Ah, sí. Es que el chofer se enfermó y como ya es mayor de edad, ha dejado voluntariamente el trabajo.
— Ah. Entonces no es mentira lo que me indicaron en la plaza cercana de aquí.
— Sí, cabalmente estos días se retiró.
— Que tenga el señor una buena jubilación.
— Sí, recibía buen sueldo.
— Con quién puedo hablar.
— Tengo en esta libreta el número del teléfono del lugar y quien le podrá atender en unos dos días más.
— Estaré muy grato.
— Tiene usted sus referencias.
— Sí, tengo, ¿puede usted recibirlos?
— No, la verdad no estoy autorizada a ello.
— Por favor... Quedaría yo muy preocupado que alguien me gane el trabajo.
— Está bien, lo voy a guardar.
—Cuándo vengo.
— Tres días.
— Muchísimas gracias... señora, ¿cómo se llama?
— Mary. Y usted joven.
— Yo me llamo Victoriano. Me dicen Vic.
— Mucho, gusto, vuelva entonces joven, en tres días.
— Gracias, señora.
Vic... Mirando con ojos llenos de alegría y esperanza, se aleja de la mujer que lo atendió tan amablemente, desde dentro, del maravilloso portón de hierro.
Ese portón tiene una antigua insignia, arriba, en la corona del arco que sostiene las dos alas, haciendo un círculo donde se apoyan las letras de la sigla, un rápido trazo en el diseño que representa una montaña.
con las iniciales:
"M.O'G"
Esas iniciales del portón de dos hojas y medio metros cada una, es el comienzo de las rejas de bronce que rodean toda la gran mansión, la cual rodea toda la manzana.
Vic, es aquel joven que se aproximó a Maeve, y se apoyó muy confianzudamente en la ventanilla del automóvil Mercedes Benz de doña Deirdre.
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