Parece que mucho cambiará en el entorno de Maeve Blewitt.
Uno, el trato del mayordomo, que fue desde el día en que llegó, frío como ordenaba la dueña de casa en el trato hacia ella y quienes no son muy apegados al entorno de doña Deirdre.
Aparté de las señoras que toman el té, todas las tardes, nada importa tanto a la tía de Maeve, como la atención a los abogados que hacen seguimiento a los tesoreros del New York City Bank.
Como lo ha captado Maeve, las damas que frecuentan la mansión, tienen cuentas de millón y medio de dólares, solo para uso doméstico y Doña Deirdre les sabe sus dividendos.
A ellas, les encanta hablar de sus intimidades y la señora Deirdre, tiene la habilidad de rebatir charlas hasta el fondo. Sabe que el hijo de Doña Lauren Brown, es archi millonario y tiene 48 años, un divorciado empedernido que le gustan las muchachas de veinte. Por su vez Doña Fraustina O'Connor tiene tres hijos solterones y cuentan al borde de 50 millones de dólares en movimiento inmobiliario desde Virginia hasta Misisipi.
Lógico, según ellas, esperan a que "madure" la sumisa Maeve Blewitt, que por su vez tiene una heredad y aunque la señorona no se refiere nunca a ese tema, se suponen que sí hay.
El mayordomo parece saber de esas fortunas, pero eso no le interesa a Maeve, que anda preocupada por si ellos sospechan del golpe de la ventana, pues no había el mínimo de viento, eran las tres de tarde y es aún verano.
Maeve, ha sentido el cambio total en las acciones de quienes la envuelven: su tía y su empleado de mayor confianza.
Esta mañana despertó sonriendo a los pajarillos que en bandada pasan por su ventana.
Se bañó rápidamente. Eran las seis y no habían tocado su puerta. Ni un solo grito de ella. Se asustó cuando miró el reloj y vio esa hora. Normalmente, desde cuando llegó a esa mansión, se levanta a las 5:15 y cuando se siente más cansada, igual debe levantarse. ¡Pero las seis! Es mucho.
Hoy no... los pajarillos como en el cuento de la Cenicienta, están que les falta hablar.
Así que Maeve fue tan rápido que se vistió y en cinco minutos los pajarillos volaron y ella estuvo en la puerta del aposento de su tía, la señora ya no estaba allí.
Imposible, sus rosarios de plata y oro, ya estaban en su cartera, y todo con ella, abajo, en la mesa comedora, por servirse el desayuno.
Cuando entró y saludó como siempre a la señora con un beso en las sienes esta no le dijo nada y ella tampoco justificó su demora.
Se acomodó en su asiento y su tía al frente en la larga mesa. No dijeron palabra. Se levantó Maeve y fue a ponerle su chal negro en la espalda y salieron mudas al jardín frontal.
La muchacha levantó la vista y miró a los pajarillos que trinaban apostados en varios lugares.
Oh... qué es esta maravilla — pensó— con razón dicen que los cuentos nadie los inventó: que ellos existen y solamente los escritores agarran en el aire del ensueño sus historias magníficas.
Movió el ceño sin miedo de nada y su sonrisa le brilló en los ojos e hizo abrir sus labios muy brevemente y luego moverlos y mojarlos disimulada y casi sarcástica... ¿Cómo puede estar sintiendo eso? Su tía encorchetada y ella opinando así, casi burlona, en cómo sonó esa ventana y cómo los vidrios regaron por doquier y ella se fue a su recámara, casi riendo a carcajadas, qué maldad Maeve, ¿a eso habéis podido llegar? Llegaron al automóvil y después que ingresó su tía, ella cerró más suavemente que nunca la puerta y caminó como una reina e ingresó directo pues el jardinero la esperaba con la portezuela lista para que ella ingrese realmente como una soberana. Pero el mayordomo estaba en el portón y desde allí la miraba sin perderle el mínimo movimiento. El carro salió y ella pisqueó un ojo para sí.
El silencio en el trayecto fue el mismo mudo silencio de siempre, solo esta vez, doña Deirdre, movía más los labios. Estaba orando una plegaria. Oh... cuidado Maeve...
No sea que...
Giró la mirada y saliendo el carro, el mayordomo seguía mirándola desde el portón.
En el templo, mientras doña Deirdre, parecía secretearle al sacerdote, lo sucedido esa tarde antes, Maeve, fingía rezar el rosario, pero en realidad no se pudo concentrar. Pensó que había actuado mal, que esa actitud tendría un resultado muy grave.
No sabría qué decir, cómo defenderse si le llamaran la atención. Al finalizar su confesión, le tocaba a ella y como una vez hace varios años cuando la chica lloró, por algún regaño de su tía, el sacerdote fue el encargado de la reclamación y quien dio el castigo para las indulgencias.
Pero algo extraño sucedió: el sacerdote salió sin decir nada y fue rapidamente al interior del templo y la señora miró a su sobrina y apenas balbuceó: —Vamos ya.
Algo había efectivamente cambiado.
Y ese cambio fue drástico: duró varios días, desde el mayordomo y finalmente hasta los jardineros y el chofer.
¿Les habían arrancado la lengua?
Maeve, también optó por el silencio total. No podía hacer otra cosa.
Ya eran fríos con ella, ahora eran estatuas de hielo.
Solamente andaban, pero era para alejarse de ella lo antes posible a que llegue doña Deirdre.
Y esta señora, era como un viento helado que pasaba y le provocaba ahora estremecimiento y un día de esos, hasta los cabellos se le erizaron cuando vio, en la sala grande segunda, del piso de arriba, los cristales rotos y abrió la ventana aún sin vidrio y pudo ver allá abajo que los restos caídos al césped, seguían allí mismo.
Los pasillos, especialmente los de arriba, le parecían interminables.
El aspecto de una tristeza ambiental era muy fuerte.
Era como si por ahí, solamente hayan pasado entierros hacia el cementerio que había en ese barrio y cabalmente en esa dirección, y el viento corría también en ese sentido de norte a sur y determinaban esa frialdad, la falta de vida y amor, nada familiar, nada fraternal, la ausencia total de cariño.
Maeve pensó un día de esos cuando recorrió el pasillo desde una punta hasta la otra, allí, lejos en la última ventana del lado lateral derecho de la mansión:
— Estoy perdiendo la ternura –, y entró a su cuarto y se arrojó en su cama a llorar.
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