Capítulo 12: La Batalla de los Mercenarios, preludio.
Las compañías mercenarias partieron al campo de batalla justo al amanecer.
Sir Balian se puso su armadura de placas completa, desde las grebas, hasta el yelmo, no había parte de su cuerpo al descubierto. El capitán iba montado sobre un destrero acorazado, su barda plateada brillaba con los primeros rayos del sol, dándole así una apariencia formidable. Detrás, Isolde marchaba a pie junto al resto de la infantería.
Como dato curioso, la joven elfa no sabía montar a caballo.
La forma de marchar decía mucho de las compañías mercenarias, en primer lugar, los Lirios Negros caminaban ordenados en regimientos y avanzaban de manera coordinada, como un ejército profesional. Los saqueadores, sin embargo, caminaban a pasos desiguales, cada quien por su lado y sin ningún fragmento de orden.
Pedro también montaba un caballo con barda, pero menos extraordinario y más robusto. Probablemente, un equino del desierto, mucho más barato.
El clima caluroso no fue impedimento para marchar a buena velocidad, gracias al entrenamiento exhaustivo, los Lirios Negros se mantuvieron como si nada en la caminata. La compañía de Pedro, sin embargo, sufrió una que otra deserción en el camino, lo típico que siempre solía pasar en campañas largas o pesadas.
Nadie se sorprendió por lo ocurrido.
Por otro lado, la horda de los traidores levantó su campamento.
Habían detectado a las fuerzas imperiales acercándose y como tal, cumplieron las órdenes de Temujin,
Las instrucciones eran: “Luchar contra el ejército imperial, causar bajas y luego retirarse.”
Ellos sabían que no eran la fuerza principal, pero sí tenían la intención de dañar a los imperiales lo suficiente para no estar al cien.
Entre sus fuerzas predominaban jóvenes inexpertos, traidores criminales, miembros del culto del ángel blanco y uno que otro caballero mercenario, en su mayoría, con sentencias de muerte sobre sus espaldas.
Para los salvajes inexpertos, ésta era la oportunidad perfecta para escalar en su violenta sociedad. A diferencia de los pueblos civilizados, ellos vivían bajo una meritocracia injusta, donde el más fuerte era el que dominaba a sus semejantes. No les importaba la sangre, el sexo, ni siquiera sus apariencias, todo se resumía en una espiral de matanza que nunca llegaba a nada bueno.
Quizá por esa razón, los antes llamados “hombres sin Dios”, nunca se unieron bajo una sola bandera, salvo contadas ocasiones que la civilización no olvidó jamás.
Y ésta, por desgracia, era una de esas.
Iban armados con garrotes, espadas, hachas, arcos, flechas, jabalinas, escudos de madera, mazas enormes, sables y armas improvisadas que ellos mismos adaptaron de acuerdo a la necesidad. Su mejor carta, por el momento, era la caballería de proyectiles, un recurso importantísimo en su civilización, ya que carecían de caballería pesada.
—Están aquí —murmuró el caudillo.
Sin embargo, no vio al enorme contingente que ellos esperaron.
Solamente una parte vino al encuentro, marchaban tan desiguales que por un momento, el caudillo los confundió con otra tribu de los suyos.
“No lo son, tienen caballería pesada”
Las historias del ejército imperial eran muy bien conocidas entre las castas salvajes. Sus ancianos describían formaciones uniformes de soldados entrenados, una marea humana que resultaba difícil de vencer.
Esto, por el contrario, era decepcionante.
Sus fuerzas estaban igualadas.
El plan original cambió, ya no era simplemente golpear y huir, ahora tenían la oportunidad de diezmar al ejército imperial y de paso, ganar algo de gloria en el camino. Para los caudillos aspirantes, jóvenes y demás guerreros traidores, la llegada de un ejército menos poderoso supuso un cambio de aires.
En lo más profundo de sus violentos corazones, ellos temían la muerte, como cualquier humano racional. El hecho de pelear contra soldados inferiores y no el disciplinado ejército imperial, les hizo suspirar de alivio.
—Aun si es solo una parte de su ejército, si la diezmamos nos ganaremos el respeto de la horda. —El principal caudillo tocó su cuerno de guerra, al hacerlo, sus hombres se colocaron en formación dispersa y alistaron sus armas para la batalla.
El terreno plano, sin árboles o arbustos largos, era ideal para un enfrentamiento cara a cara.
Los traidores no tendrían apoyo de la horda central y los mercenarios tampoco recibirían ayuda del ejército principal. Era todo o nada, un encuentro mortal entre dos facciones secundarias…
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