Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
NovelToon tiene autorización de DayMarJ para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 9
VALERIA
El restaurante huele a trufa y vino caro. Estoy agotada. El día fue un desfile de porquerías: ruedas de prensa, ciudadanos histéricos gritando que la policía no sirve, que Serrano se merecía su muerte, que por qué no lo matamos nosotros primero. Como si la justicia nos perteneciera, como si fuera tan fácil.
Ramírez, sentado frente a mí con su ridículo intento de sonrisa encantadora, no para de alabarme. Que si fui brillante con los medios, que si logré calmar el caos, que si mi discurso debería usarse como ejemplo en las academias de policía. Me dan ganas de pedir otro trago para no tener que oírlo hablar de mí como si fuera un trofeo que le pertenece.
Sé que si le diera la oportunidad me montaría encima de esta mesa para follarme ahí mismo. Pero no le interesa mi mente, ni mi historia, ni mis demonios. Solo quiere el envoltorio. Y a mí no me interesa él.
Ni él, ni ningún otro. Bueno… salvo el maldito de Marconni.
No sé qué fue lo que hizo exactamente. No sé si fue la forma en la que me sostuvo la mirada como si pudiera desnudarme el alma, o el tono bajo, lleno de desprecio, con el que me hablo, como si supiera todo de mí y no le importara en lo más mínimo. Pero algo cambió dentro de mí la noche anterior. Algo que no había sentido en años.
Ningún hombre había logrado eso, salvo Santori. Nadie había despertado esa parte dormida, esa fiera encerrada entre muros de hierro que yo misma construí con sangre, cicatrices y silencio por años. Pero él… ese bastardo lo hizo. Y lo odio por eso. Porque no lo pedí. Porque no lo quiero.
Esa reacción visceral que me provocó, esa mezcla entre rabia y deseo, fue una traición a mi voluntad. A todo lo que me prometí no volver a sentir.
Yo no quiero involucrarme con nadie. No quiero depender, no quiero necesitar. Mucho menos desear. Ya perdí una vez. Perdí al único hombre que tal vez mereció ver algo de la mujer que fui antes de convertirme en esta sombra de uniforme. Y no fue la vida quien me lo arrebató, fue la muerte. La muerte, con su toque frío y cruel, vino y se lo llevó como si fuera una broma del destino, una advertencia.
Desde entonces no quise volver a sentir. Cerré todas las puertas, apagué todas las luces. Hasta que llegó Marconni con su arrogancia podrida y su forma de mirarme como si me conociera desde siempre. No tiene derecho. No quiero que me despierte lo que enterré hace tanto.
Y como si mis pensamientos fueran una especie de hechizo oscuro, aparece. Cruza la puerta como si fuera dueño del lugar, ese andar arrogante que me saca lo peor. Va acompañado. Una mujer flaca, demasiado flaca, con labios deformados por el botox y el cabello rojo chillón. Una de esas que quiere fingir clase, pero se le nota lo plebe desde la raíz.
Ramírez sigue hablando, pero ya no lo escucho. Mis ojos están puestos en esa escena que se desarrolla a unos metros. Marconni ríe, hace un gesto con la mano a un mesero y le señala la mesa como si todo le perteneciera. Y quizás sí. Quizás en su mente retorcida todo le pertenece.
Aprieto la copa de vino con más fuerza de la que debería. La flacucha se ríe con esa risa aguda que me da ganas de tirarle el tenedor a la cara. Él no la mira. No de verdad. Solo le sonríe porque puede. Porque quiere aparentar algo. Porque le da lo mismo.
Y yo aquí, con un hombre que me halaga sin conocerme, preguntándome qué demonios tiene ese bastardo que logra meterse bajo mi piel sin siquiera tocarla.
Me disculpo con una sonrisa fingida, de esas que una entrena para no levantar sospechas, y camino con paso firme hacia el baño. Por dentro, el monstruo me araña las costillas. No quiere seguir dormido, no esta vez. Está ahí, rascando, rugiendo, encendiéndose con cada carcajada estúpida que escucho salir de la flacucha al lado de Marconni. No entiendo qué me pasa. No entiendo por qué, de repente, mantener el control me cuesta tanto. ¿Desde cuándo me importa tanto un hombre que ni siquiera conozco? ¿Desde cuándo me provoca náuseas ver con quién llega?
Apoyo las palmas contra el borde frío del lavabo y respiro hondo, observando mi reflejo. Estoy bien arreglada, serena en apariencia. Pero en mis ojos… en mis ojos brilla la misma oscuridad de antes. Esa que creí haber enterrado. Esa que me acompañó hasta el último suspiro de Zack. La última persona a la que maté con rabia. La última vez que dejé que este monstruo saliera a jugar. Odiaba a este monstruo que vive en mi, con todo lo que me quedaba de alma, porque tuvo la osadía de culpar a quien fuera por la muerte de Santori, de rebuscar razones donde sólo había dolor. Por eso termine matando a Zack, por querer ahogar un poco del odio y el dolor que me carcomía por dentro. Y desde entonces encerré a esta bestia. Le puse cadenas al monstruo, le construí una celda con disciplina y sangre fría.
Dos chicas salen del baño retocándose los labios, lanzándome miradas fugaces como si pudieran oler mi rabia. No les presto atención. Camino directo a uno de los cubículos y cierro la puerta tras de mí. Apoyo la cabeza contra la pared. El aire se vuelve espeso. Siento que voy a explotar.
—Maldito hijo de puta…- murmuro entre dientes.
Todo es culpa de Marconni. De su forma de hablar como si estuviera por encima del mundo. De ese acento de mierda, con sus erres arrastradas y su sonrisa torcida de superioridad. De esa forma en la que me mira como si supiera algo que yo no.
Escucho la puerta del baño abrirse, luego cerrarse. No le doy importancia. Seguramente es otra chica más con el labial corrido o el pelo desordenado. Me acomodo la blusa, respiro una vez más y abro la puerta del cubículo.
Y ahí está.
Sus ojos chocan con los míos. Me observa de arriba abajo, con esa expresión ladina, perversa. Luego sonríe.
—¿Qué mierda haces aquí, Marconni? —le espeto, con los dientes apretados.
No responde.
Simplemente me empuja de nuevo al cubículo y cierra la puerta tras nosotros con un golpe seco. Me arrincona contra la pared como un depredador, su cuerpo casi rozando el mío, su boca a centímetros de la mía. Su aliento choca con mis labios y esa sonrisa ladina vuelve a aparecer en su rostro.
—¿Es imaginación mía… o desde que crucé la puerta del restaurante no has podido apartar los ojos de mí? —susurra—. ¿Tanto me deseas que ya ni siquiera puedes disimularlo?
Suelto una risa seca, sarcástica, como un látigo.
—¿Y qué te hace pensar que alguien como yo se fijaría en alguien como tú? —lo miro directo a los ojos—. No tienes nada que me interese. Nada que no haya visto, usado y desechado antes.
Levanto el mentón con desafío.
—Además —añado con frialdad—, ya estoy acompañada.
Ahora es él quien se ríe. Bajo, arrogante.
—¿Acompañada? ¿Por quién? ¿Por el imbécil que tienes al frente, babeando por ti como un perro esperando una migaja? Ese tipo está rogando para que lo mires… y tú ni te inmutas.
—No es asunto tuyo —respondo, con un hilo de voz tensa.
Intento apartarme, pero él vuelve a empujarme contra la pared, esta vez con más fuerza. Su cuerpo se pega al mío y sus ojos ya no contienen burla, sino algo mucho más oscuro.
—No me conoces, Marconni —le escupo—. No te atrevas a intentarlo. Te puede ir muy mal.
—No te tengo miedo, Valeria —dice, con esa maldita seguridad que detesto y deseo al mismo tiempo—. Y desde donde yo lo veo, lo último que quieres ahora mismo es alejarme.
Sus dedos se hunden en la nuca, enredándose en mi cabello. Y entonces me besa.
No es un beso cualquiera. Es brutal. Salvaje. Es hambre contenida. Un asalto sin permiso al que mi cuerpo responde antes de que mi mente pueda reaccionar. Me devora y yo devoro de vuelta. Mis labios lo muerden. Su lengua me reclama.
Las manos de Marconni bajan por mi torso. Desabrocha el botón de mi pantalón y se mete por debajo, acariciando mis glúteos con una audacia que debería hacerme reaccionar. Pero no lo hace.
Algo se rompe dentro de mí. Algo se abre. Y de pronto ya no son sus manos las que me tocan. No es su boca la que me besa. Es él. Es Santori.
Su fuerza. Su deseo. Ese salvajismo que me hacía sentir tan jodidamente viva. Tan de él.
Y sin pensarlo, sin poder evitarlo… gimo su nombre:
—Santori…
Todo se congela.
Marconni se detiene de golpe. Me aparta apenas lo suficiente para mirarme a los ojos, con rabia encendida.
—¿Estoy follándote a besos y me sueltas el nombre de otro cabrón?
Me quedo inmóvil, como si me hubieran lanzado un balde de agua helada.
No es Santori. No es él. Y el dolor… el maldito dolor regresa como una ola que me ahoga sin aviso. Me inunda el pecho, me quema los ojos. La pérdida, la culpa, todo se mezcla y me parte en dos.
Marconni me mira con desdén.
—Santori no es el nombre del exesposo muerto, ¿cierto? —dice con veneno—. Porque sé muy bien que ese pobre diablo se llamaba Zack Daniels.
Lo miro con los ojos entrecerrados.
—¿Has estado husmeando en mi vida?
—Si alguien ronda mi casa a media noche sin razón aparente, es normal que investigue —dice con desprecio—. Lo que me pregunto es… ¿quién carajos es ese cabrón que logró que se me bajara la erección con solo oír su nombre?
—No es asunto tuyo —respondo en voz baja, volviendo a subirme el pantalón, abotonándomelo con calma mientras recupero el control—. Lo mejor que puedes hacer… es cerrar la puta boca.
Pero él no se calla. Por supuesto que no.
—Santori —repite con burla, arrastrando las sílabas como una maldición—. Debe haber sido otro pobre bastardo, patético,al que te cogias con ese mismo aire de mártir, creyéndote intocable.
Y ahí es cuando mi mano lo cruza con una bofetada que resuena como un disparo entre esas cuatro paredes.
Su rostro se gira por el golpe. Y aunque no dice nada… sonríe.
Como si acabara de conseguir justo lo que quería.
Me acerco lo suficiente para que me escuche bien, con la voz baja, cargada de veneno:
—No vuelvas a poner su nombre otra vez en tu puta boca… o la próxima vez yo misma te arrancaré la lengua.
Lo digo sin parpadear, sin temblar. Y sin darle espacio a ninguna respuesta, salgo del baño con la cabeza en alto, sin mirar atrás. Dejándolo ahí. Solo. Con su sonrisa torcida y esa bofetada ardiéndole en la cara.
Tal como merece.