El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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9
El camino de tierra parecía desvanecerse ante sus ojos exhaustos, una cinta polvorienta que serpenteaba entre lo que alguna vez fueron campos de maíz, ahora reducidos a ejércitos de tallos secos y quebradizos que susurraban secretos olvidados con cada ráfaga de viento. Cada bache, cada piedra suelta bajo las llantas del SUV, resonaba en sus cuerpos como un martillazo sordo, recordándoles el precio de cada kilómetro recorrido. Apenas treinta y ocho horas. El pensamiento se clavó en la mente de Valery con la fuerza contundente de una verdad irrebatible. 38 horas desde que el aroma a café recién hecho y pan tostado impregnaba su cocina, desde que la risa de Luka ecoaba en el comedor. Ahora, el aire que respiraban olía a miedo rancio, a gasolina y a sudor seco, una mezcla nauseabunda que se les había adherido a la piel y a la ropa como una segunda piel.
La granja emergió del crepúsculo como un esqueleto de madera podrida y techos hundidos, un cadáver arquitectónico que el tiempo y el abandono habían devorado lentamente, minuto a minuto, año tras año. Años, quizás una década completa, habían pasado desde que la vida verdadera habitara esos espacios, desde que voces humanas llenaran esas habitaciones vacías. La desolación del lugar era tan palpable que casi podía tocarse, un manto pesado que se extendía sobre los campos yermos y la estructura decrépita.
Derek detuvo el vehículo a una distancia prudente, el motor emitiendo un último estertor antes de sumirse en un silencio que se sintió inmediatamente absoluto, casi violento en su intensidad. Luka, en el asiento trasero, no dormía. Aferrado a su dinosaurio verde con una fuerza que blanqueaba sus pequeños nudillos, sus ojos azules, desmesuradamente abiertos, miraban sin ver a través del parabrisas sucio, perdidos en un vacío interior que era más aterrador que cualquier amenaza externa. El niño llevaba un día entero, una eternidad en su corta vida, sin pronunciar una sola palabra, encapsulado en un mutismo que gritaba más fuerte que cualquier llanto.
—Esperamos —la voz de Valery era apenas un ronquido áspero, un sonido que parecía rasparle la garganta. Su cuerpo, al borde del colapso, le suplicaba a gritos que cediera, que se dejara vencer por el agotamiento. Pero el recuerdo de su madre en el bosque—de ayer, solo ayer—era un cable de acero invisible que mantenía erguida su columna, que tensaba sus músculos y le nublaba el sueño.
Pasaron diez minutos eternos, diez minutos durante los cuales el único sonido fue el lamento del viento al jugar con los goznes sueltos del granero, produciendo un chirrido fantasmal y persistente que se les metió en los huesos. No había señales de vida, ni de no-vida, ni de nada que se moviera con propósito. Solo el abandono, profundo y total.
—Voy —anunció finalmente, y al agarrar la fría y familiar llave inglesa, su mano, contra su voluntad, tembló con una debilidad que la aterró hasta la médula. Era el agotamiento físico manifestándose, un enemigo silencioso que podía resultar tan mortal como cualquier zombi.
Su progreso hacia la casa fue lento, pesado, cada paso una batalla contra la fatiga que amenazaba con derribarla. La puerta principal, desencajada y carcomida por la humedad, cedió con un simple y crujiente empujón, como si el mismo edificio exhalara un último suspiro al ser violado. El interior era una cápsula del tiempo detenida en un momento de decadencia: un polvo espeso y gris cubría todo como un sudario, amueblares anticuados cuyas formas solo se adivinaban bajo sábanas blanquecinas ahora amarillentas, telarañas gruesas como cordeles colgando de las vigas, atrapando en su seda inmóvil el paso de los años. No había rastro de huida reciente, de pánico, de lucha. Este lugar llevaba muerto y enterrado mucho antes de que el mundo empezara a morir de verdad. El silencio aquí era diferente, no era el silencio tenso de la espera o el miedo, sino el silencio profundo y pesado del olvido.
Al señalar con la linterna hacia el SUV, el haz de luz se tambaleó visiblemente en su mano temblorosa, dibujando formas erráticas en la penumbra.
Derek y Luka entraron con cautela, como profanadores de una tumba. El niño se encogió instintivamente al cruzar el umbral, su pequeño cuerpo estremeciéndose ante la oscuridad sepulcral y el frío que emanaba de las paredes. Derek, con Luka aferrado a su pierna, miró a su alrededor con una desesperanza que le nubló la vista. La evidencia de la absoluta carencia era abrumadora.
—No hay nada —susurró, su voz cargada de una fatiga que iba más allá de lo físico, una fatiga del alma—. Ni una miga. Ni una gota.
—Hay paredes —respondió Valery con firmeza, apoyándose contra el marco de la puerta para disimular cómo sus propias piernas amenazaban con ceder—. Y un techo que, milagrosamente, aún aguanta. Y silencio. Es más de lo que teníamos anoche al aire libre, escuchando cada ruido.
Con sus últimas fuerzas, arrastraron un pesado armario de roble, cuyo peso les hizo sudar y jadear, para atrancar la puerta principal. No era una fortaleza, pero era un obstáculo, una ilusión de seguridad que en ese momento valía su peso en oro. Luego, se desplomaron en el suelo del salón, sobre las tablas polvorientas que crujieron bajo su peso. Derek envolvió a Luka con sus brazos, y el niño, finalmente vencido por el agotamiento extremo y la fiebre, se derrumbó en un sueño agitado e inquieto, su respiración pesada y irregular. Valery se sentó contra la pared más alejada de la entrada, la fría llave inglesa descansando sobre su regazo como una extensión macabra de su propio cuerpo.
La noche pasó entre vigilia y fantasmas.
Valery no durmió. No podía. Mientras su padre y su hermano sucumbían al agotamiento, ella permaneció en alerta, sus sentidos afilados como cuchillas a pesar del cansancio. Escuchó cada crujido de la vieja estructura, cada susurro del viento que se colaba por las rendijas, cada pequeño quejido de la madera ajustándose a la oscuridad. Su cuerpo era un mapa vivo de dolores y magulladuras, pero su mente, incomprensiblemente, se mantenía nítida y fría, trabajando, calculando, sopesando opciones en la oscuridad.