"La casa donde aprendí a odiarme" es una novela profunda y desgarradora que sigue la vida de Aika, una adolescente marcada por la indiferencia de su madre y la preferencia constante hacia su hermano. Atrapada en una casa donde el amor nunca fue repartido de forma justa, Aika lidia con una depresión silenciosa que la consume desde dentro. Pero todo empieza a cambiar cuando conoce a Hikaru, un chico extraño que, sin prometer nada, comienza a ver en ella lo que nadie más quiso ver: su valor. Es una historia de dolor, resistencia, y de cómo incluso los corazones más rotos pueden volver a latir.
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Capítulo 8: A veces fingir duele más que perder
Aika caminaba por el pasillo del colegio con los auriculares puestos, aunque no sonaba nada en ellos. Era su forma de bloquear el mundo sin tener que dar explicaciones. Como si el silencio le perteneciera y ella pudiera usarlo como escudo. Pero a veces, ni el silencio protege del todo.
Hikaru la esperaba apoyado en una de las columnas del patio cubierto, con el morral al hombro y esa media sonrisa que, aunque no quisiera, a ella le revolvía algo en el estómago.
—Te estuve buscando en el recreo —dijo él, cuando la alcanzó.
Ella se quitó un auricular sin mirarlo.
—Estaba ocupada.
—¿Con qué? Si te vi sentada sola en la escalera del laboratorio.
—Estaba pensando. ¿Eso también está prohibido?
Hikaru bajó la vista y suspiró. No estaba acostumbrado a que lo empujaran lejos. Menos aún sin razón.
—Aika, no me trates como si te hiciera daño. No soy como ellos.
“Como ellos”, pensó ella. Él no lo sabía, pero esa frase dolía. Porque en su vida había demasiados "ellos": su madre, su hermano, incluso su padre ausente, y ahora Luna… todos con la capacidad de herirla de formas distintas.
—¿Y Luna? —preguntó Aika, cambiando el tema.
—¿Qué pasa con Luna?
—Te busca. Se nota. ¿Qué hacés vos con eso?
Hikaru sonrió, como si acabara de entender algo importante.
—No estoy interesado en Luna.
Aika lo miró, por fin. Sus ojos verdes se clavaron en los de él, serios, como si buscaran alguna grieta por donde escapar de esa verdad que él traía como un regalo inesperado.
—Eso no importa. A ella sí le interesás. Y cuando a alguien como ella le interesa algo, hace lo que sea para conseguirlo.
—¿Y vos? ¿Me vas a dejar así nomás? —preguntó Hikaru, con una mezcla de tristeza y desafío.
—Ya te dejé —dijo Aika con frialdad, aunque por dentro todo le dolía.
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Luna se había vuelto más pegajosa. Más estratégica. Le hablaba a Aika con una dulzura falsa, como si le preocupara que estuviera distante. Pero Aika sabía leer entre líneas. Sabía lo que escondían sus palabras.
—Che, ¿todo bien con Hikaru? —le preguntó Luna en el baño, mientras se retocaba los labios frente al espejo—. Lo vi raro con vos. No te habrá hecho algo, ¿no?
—¿Algo como qué?
—No sé… a veces los chicos son raros. Se obsesionan con las que menos los miran. Es medio peligroso eso.
Aika sintió el veneno detrás del comentario. Luna quería dejarla como la víctima de algo que ni siquiera había pasado. Quería que ella se sintiera incómoda. Quería que se alejara.
—Estoy bien. Y si él se obsesiona, es su problema. Yo no tengo tiempo para estupideces —respondió Aika, lavándose las manos con calma.
Luna sonrió, satisfecha, como si su jugada estuviera funcionando.
Pero Aika no era tonta. Ya sabía cómo funcionaba el mundo. Había visto suficientes traiciones disfrazadas de sonrisas para reconocer una de lejos. Así que esa misma tarde, escribió en su cuaderno algo que solo ella podía entender:
"No es que no me importe. Es que me importa tanto, que prefiero no tenerlo a tener que defenderlo todo el tiempo."
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Días después, Hikaru volvió a insistir. Aika estaba en la salida del colegio, esperando el colectivo, cuando lo vio acercarse con una expresión decidida.
—No entiendo por qué me alejás —dijo él, sin rodeos—. Si querés que me vaya, decímelo. Pero si no… dejá de hacer como que no te importo.
Aika lo miró por unos segundos. Tenía tantas respuestas en la boca que no salieron.
—Es más fácil así —fue lo único que dijo.
—¿Más fácil para quién?
Ella no respondió. El colectivo llegó. Subió sin despedirse. Pero mientras avanzaba sentada junto a la ventana, sintió que el pecho le ardía.
Porque a veces, fingir que no sentís nada duele más que perderlo todo.