Lisel, la perspicaz hija del Marqués Luton, enfrenta una encrucijada de vida o muerte tras el súbito coma de su padre. En medio de la vorágine, su madrastra, cuyas ambiciones desmedidas la empujan a usurpar el poder, trama despiadadamente contra ella. En un giro alarmante, Lisel se entera de un complot para casarla con el Príncipe Heredero de Castelar, un hombre cuya oscura fama lo precede por haber asesinado a sus anteriores amantes.
Desesperada, Lisel escapa a los sombríos suburbios de la ciudad, hasta el notorio Callejón del Hambre, un santuario de excesos y libertad. Allí, en un acto de audacia, se entrega a una noche de abandono con un enigmático desconocido, un hombre cuya frialdad solo es superada por su arrogancia. Lo que Lisel cree un encuentro efímero y sin ataduras se convierte en algo más cuando él reaparece, amenazando con descarrilar sus cuidadosos planes.
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Capítulo 10. Devolución
La noche había caído hacía horas, pero Lisel yacía en su cama, incapaz de conciliar el sueño.
Sus pensamientos revoloteaban entre el reciente encuentro con el duque Alaric y el doloroso vacío en su estómago. Efectivamente, Margaret no le había permitido cenar, alegando que Lisel ya había comido suficiente durante su supuesto encuentro de té.
En la calma de la habitación, un sonido sutil, parecido a un susurro, la sobresaltó.
A su lado, la figura que se materializó junto a su cama la dejó paralizada de miedo.
Era el duque Alaric, parado allí con paquetes en sus brazos, habiendo abierto su ventana con una facilidad desconcertante.
Lisel recordó claramente haber cerrado y asegurado la ventana antes de acostarse.
Alaric debía haber trepado hábilmente hasta ella y abierto la ventana sin esfuerzo ni daños.
—¡¿Qué demonios?! —Un grito escapó de los labios de Lisel al verlo.
—Será mejor que mantenga la calma y no haga escándalo, Lady Lisel —dijo Alaric con tono juguetón. Parecía disfrutar verla en pánico.
—¿Qué hace aquí? ¿Cómo ha entrado? —balbuceó ella, gesticulando nerviosamente y hablando en susurros.
Suspiró y, sintiéndose derrotada pero firme, lo miró directamente.
—Váyase ahora mismo —exigió Lisel.
—Solo quería entregarle su comida —respondió Alaric casual y relajado.
En contraste con el nerviosismo de Lisel.
—¿Qué? —respondió ella, incrédula ante la extrañeza de la situación.
—Dejó toda esa comida. Me preocupaba que se desperdiciara —explicó él.
La situación carecía de todo sentido para Lisel, pero estaba demasiado atónita para formular una pregunta coherente.
—No esperaba encontrarla despierta —continuó Alaric, depositando los paquetes en la mesita de noche.
—Parece que tiene problemas para dormir.
Alaric se acercó a Lisel, quien, en un arrebato de ansiedad, se había puesto de pie junto a la cama. Ahora se encontraba a solo unos centímetros de él. Con la diferencia de altura, solo podía mirar su pecho, pero aún así, sentía su aliento sobre su cabeza.
Al mirar hacia arriba, la consternación y el pánico se apoderaron de ella al darse cuenta de que solo llevaba un ligero camisón.
—Esto es totalmente inapropiado, Duque —protestó Lisel, cubriéndose instintivamente.
—Llámeme Alaric —interrumpió con tono sugerente.
—Eso también es inapropiado —insistió ella.
—Váyase y llévese lo que ha traído.
La voz de Alaric se volvía cada vez más seductora. Arrastrando las palabras de una manera que evocaba la noche que compartieron en una vieja posada en el Callejón del Hambre. Lisel sentía cada sílaba reverberar en su memoria, despertando sensaciones que había intentado enterrar.
—Consideradlo como vuestra devolución de mi parte —propuso Alaric, con una suavidad engañosa. —Después de todo, fuiste muy generosa conmigo aquella noche.
Con una delicadeza que contrastaba con la situación, tomó una de las manos de Lisel, que aún intentaba cubrir su pecho apenas velado por el fino camisón. Llevó la mano de ella a su boca, mordiendo sutilmente su dedo anular en un gesto íntimo y atrevido.
La reacción de Lisel fue inmediata.
—¡Entonces lo sabías! —exclamó, indignada. Rápidamente retiró su mano, llevándola a su boca al darse cuenta de que había alzado la voz.
—¿Pensaste que no te reconocería? —inquirió él.
Lisel, abrumada por la situación, ya no podía seguir negándolo.
—En ese caso, espero que lo olvide, Duque.
—Alaric —corrigió él, mostrando un leve enfado.
—Eso es inapropiado. Váyase, por favor.
—¿Hay algo realmente inapropiado después de lo que hicimos? —replicó él, cerrando el espacio entre ellos con un brazo seguro alrededor de su cintura.
Lisel colocó sus manos en el pecho de él, intentando vanamente empujarlo. Lo que resultó completamente ineficaz. La diferencia de fuerzas era abismal.
—Eso suena a una proposición, Lisel —le susurró Alaric al oído mirando las pequeñas manos de ella ejerciendo presión sobre su pectoral.
—Y pienso que ello podría resultar beneficioso para ambos, en vista de vuestra dificultad para conciliar el sueño.
La sorpresa y el escándalo hicieron que Lisel se estremeciera. En ese instante, la voz de su hermano irrumpió desde el otro lado de la puerta.
—Lisel, ¿qué pasa? He oído algo extraño, voy a entrar —anunció Carlier, abriendo la puerta con decisión.
Lisel apenas tuvo tiempo para procesar su desesperada situación.
En un abrir y cerrar de ojos, Carlier entró en la habitación, pero sorprendentemente, Alaric había desaparecido como si nunca hubiera estado allí.
—¿Estás bien? —preguntó Carlier, con un tono inquisitivo lleno de sospechas, mientras deambulaba por la recamara como si el lugar fuera suyo.
—Sí, creo que solo tuve una pesadilla —respondió Lisel, tratando de ocultar su nerviosismo.
Carlier echó un vistazo rápido a los paquetes en la mesita de noche, pero antes de que pudiera preguntar, Lisel se adelantó.
—Deysi los trajo, lo tiraré por la mañana —mintió, esperando que su hermano no profundizara más.
El camisón rosado de Lisel ondeaba mecido por la suave brisa, entrando por la ventana abierta.
Carlier tragó saliva, su mente divagando en pensamientos deseados.
—Debes estar nerviosa por la propuesta de la familia real —dijo él, invadiendo su espacio personal. Lisel retrocedió instintivamente.
—No te preocupes, Lisel —dijo acercándose más, colocando un mechón de su cabello detrás de su oreja.
—No permitiré que te lleven.
El toque de Carlier hizo que Lisel sintiera náuseas. Se apartó rápidamente.
—Es tarde, hermano. Estoy bien, así que por favor, vuelve a descansar —pidió ella, fingiendo calma.
—¡No entiendes la gravedad del asunto! —elevó la voz Carlier, su rostro contorsionado por la ira. —Quieren regalarte a ese bastardo de príncipe. Yo soy el único que puede ayudarte.
La sonrisa sarcástica de Lisel no se hizo esperar; ambas opciones eran igualmente mortales para ella.
—Quédate conmigo. Te protegeré —afirmó él, su rostro serio, pero sus ojos aún destilaban furia.
—Quiero dormir. Debes haber bebido y no controlas tus palabras —dijo ella, aunque sabía que no era verdad.
Carlier, frustrado, se dirigió hacia la puerta.
—No tienes opción, Lisel —dijo, cerrando la puerta con un sonoro portazo.
Una vez sola, Lisel rápidamente se dispuso a mover su cómoda hacia la puerta en un intento de bloquear la entrada y evitar posibles nuevas intrusiones.
Con considerable esfuerzo, consiguió arrastrarla apenas unos milímetros, luchando con su peso. Pero de repente, la cómoda pareció deslizarse por sí sola el resto del camino, quedando justo frente a la entrada.
Al mirar al otro lado del mueble, Lisel vio a Alaric, quien con una mano aún apoyada en el mueble, la observaba con una mirada gélida.
—Parece que no soy el único con una familia complicada —comentó él, su voz desprovista de incomodidad.
—Has tenido una noche de propuestas —dijo con elegancia, dirigiéndose hacia la ventana. Con una agilidad impresionante, subió su pierna para saltar por ella.
Antes de desaparecer, se giró hacia Lisel con una última mirada.
—Creo que mi propuesta es mejor —declaró Alaric, con un destello de desafío en sus ojos. — Así que come.
Con un gesto suave, señaló los paquetes sobre la mesa antes de saltar por la ventana.
Lisel se apresuró hacia la ventana para cerrarla, observando cómo la figura del Duque del Norte desaparecía en el manto oscuro de la noche.
No había ni el más mínimo indicio de su presencia, ni el más leve sonido que revelara su paso.