De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
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Capítulo 9
El jet privado cortaba los cielos de Rusia en dirección a Italia, silencioso y veloz, como si cargara demasiados secretos para demorarse. Paola estaba con Vítor y Vitória en los brazos, protegiéndolos como un escudo vivo. Emílio, sentado al frente, observaba cada gesto de ella, cada respiración de los niños, como si quisiera grabar todo en su memoria.
—¿Están bien? ¿Necesitan algo? —preguntó él, la voz baja, pero firme, cargada de preocupación verdadera.
Paola alzó los ojos hacia él, el corazón aún acelerado por el cambio repentino.
—No... están tranquilos —respondió, acariciando los cabellos de Vitória.
Emílio asintió, pero no paró.
—Si necesitas cualquier cosa, dímelo inmediatamente. Nada les va a faltar, nunca más. —Y, a pesar del tono firme, había ternura en su habla, una dulzura rara que hizo que Paola se estremeciera por dentro.
Cuando finalmente aterrizaron en Italia, el coche los llevó directo a la mansión. Apenas Paola pisó el hall principal, se estremeció. Cada pared, cada detalle de la decoración parecía susurrar recuerdos malos —ecos de dolor y miedo que ella luchó durante años para enterrar. Instintivamente, apretó a sus hijos contra el pecho, respirando hondo para no dejar que el pánico se trasluciera.
Pero, al atravesar la puerta, fueron recibidos con sonrisas cálidas. Giorgia y Laura estaban allí, radiantes. Giorgia, con el semblante acogedor de siempre, abrió los brazos y envolvió a los nietos en un abrazo lleno de amor, llenándolos de besos. Laura, animada, hizo la mayor fiesta con los sobrinos, como si hubiera esperado la vida entera por aquel encuentro.
Y entonces vino la mayor sorpresa: entre ellas, estaba la madre de Paola. Viva. Saludable. Emílio se había encargado de encontrarla y traerla tan pronto como supo del paradero de Paola.
—¡Madre! —exclamó Paola, corriendo para abrazarla. Lágrimas corrían libres, mezclando incredulidad y alegría.
—¡Mi querida... mi niña! —dijo la madre, apretándola con fuerza, como si tuviera miedo de soltarla otra vez. Sus ojos se llenaron de ternura al ver a los niños—. Y estos... mis nietos... ¡son lindos! Vengan acá, quiero abrazarlos también.
Vítor y Vitória se acurrucaron en el regazo de la abuela, riendo y hablando al mismo tiempo. Paola los observaba con los ojos llorosos, el corazón calentado al percibir que, de repente, no tenían solo un padre, sino también dos abuelas y una tía. Ver la alegría estampada en el rostro de sus hijos hizo que algo dentro de ella se recompusiera.
Tras la euforia de la reunión, Emílio condujo a Paola y a los hijos por los corredores de la mansión. Había preparado una habitación especial para los niños: espaciosa, con juguetes esparcidos, estantes de libros coloridos y dos camas individuales, una para cada uno. Vítor y Vitória quedaron radiantes —nunca habían tenido tanto espacio solo para ellos, ya que antes dormían juntos en la misma cama de matrimonio con la madre.
Mientras Paola los ayudaba a acostarse, Emílio la observaba en silencio. Cuando ella terminó, él se acercó y murmuró:
—A partir de hoy, vas a dormir en la misma habitación que yo. —Su voz fue firme, pero no había amenaza.
Paola se estremeció. El corazón se aceleró, como si hubiera vuelto años en el tiempo. Pero no dijo nada. Había miedo aún, sí... pero también había un hilo de confianza naciendo, la sensación de que, por primera vez en mucho tiempo, tal vez ella no estuviera sola, y que nadie tocaría a sus hijos.
Más tarde, cuando entró en la habitación destinada a ella, Paola se detuvo. Nada estaba como antes. La habitación, antes marcada por recuerdos dolorosos, había sido transformada. Muebles nuevos, colores suaves, cortinas claras. El ambiente ahora parecía otro, como si Emílio hubiera borrado los fantasmas del pasado a propósito, para ofrecer un recomienzo.
Ella estaba aún procesando cuando Emílio entró. Él cerró la puerta con cuidado, se sentó al lado de ella y habló, mirando directo a sus ojos:
—Yo no voy a forzarte a nada, Paola. Jamás. —Su voz estaba baja, pero cargada de firmeza—. Nosotros vamos a dormir juntos. Y, si algún día soy digno de tu confianza... te entregarás a mí por voluntad propia, en tu tiempo, a tu manera.
Las palabras pesaron en el aire, pero no como una amenaza. Sonaron como una promesa —una entrega paciente, una confesión de respeto que Paola no esperaba oír de él.
Ella respiró hondo. Por dentro, un torbellino de emociones la consumía: miedo, deseo, rabia, amor, alivio... todo mezclado. Pero, por primera vez, no se sintió sofocada. Se sintió vista.
Cerró los ojos y se dejó apoyar en el hombro de Emílio. Oyó la respiración tranquila de él, constante, y se permitió creer que tal vez, poco a poco, ellos pudieran transformar el dolor en algo nuevo —un hogar donde, finalmente, podrían ser una familia de verdad.