Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 9
Narra Alexander.
Las mañanas libres eran un lujo, y yo las aprovechaba a mi manera.
Esa mañana, particularmente, decidí que era el momento perfecto para deshacerme de Verónica.
No porque me doliera —por favor, no soy idiota—, sino porque no soporto que alguien me tome por tonto y me subestime.
Así que la cité en una cafetería de siempre, tranquila, elegante, con buen café. Llegué temprano, pedí mi desayuno, y para cuando ella apareció, ya casi había terminado.
—¿En serio, Alex? —dijo apenas me vio, con las manos en la cintura, toda indignada—. ¿Ni siquiera me esperaste para pedir?
Yo levanté la vista, tranquilo, masticando el último pedazo de tostada, y luego hice un gesto con los dedos para que trajeran la cuenta.
—No hace falta que desayunemos juntos —le respondí, apoyando el codo en la mesa—. Lo que tengo que decir no requiere panecillos ni mermelada.
Ella frunció el ceño, pero se sentó igual, con ese aire de “a ver qué se cree este” que me causaba más gracia que otra cosa.
—Terminamos —dije sin más, directo, mientras acomodaba la servilleta en la mesa—. No pienso compartir lo mío con todo el mundo.
—¿Qué? —parpadeó, fingiendo ofendida, llevándose la mano al pecho—. ¿De qué diablos hablas?
—No finjas, Vero —dije con una pequeña risa sin gracia—. No me mientas, ¿sí? Ni me tomes por idiota.
Ella abrió la boca para hablar, pero yo levanté la mano.
—Te acostaste con Bruno, con Tomás… incluso con Nahuel. Sí, ese mismo Nahuel que tanto juraste que era un cretino. Y, sin embargo, bien que te lo follaste.
Ella se puso roja.
—¡No sé de qué me hablas! —chilló, demasiado fuerte para mi gusto—. ¡Me estás ofendiendo, Alex!
—Ahórrate el numerito —respondí, poniéndome de pie mientras el camarero dejaba la cuenta—. Ya está. Hasta aquí.
Ella intentó seguir discutiendo, pero yo ya había pagado y estaba saliendo, con esa sonrisa cínica que siempre aparece en mí cuando me confirman que tenía razón.
Porque siempre la tengo.
Verónica no valía ni medio café frío.
El camino de regreso a la mansión fue rápido. Mi coche parecía flotar mientras en la radio sonaba algo de rock suave. Y yo… tranquilo, satisfecho, como quien se quita una espina.
Pero claro. La paz no dura.
Lo primero que vi al abrir las enormes puertas de la mansión fue a esa… princesita, riendo a carcajadas junto al jardinero.
Con las mejillas y la nariz manchadas de tierra, las manos cubiertas de guantes embarrados, y Jack revoloteando a su alrededor como si fuera la dueña del mundo.
Rodé los ojos.
Qué espectáculo.
De verdad que no entendía a esa chica. ¿Qué necesidad de andar jugando en el barro con el jardinero?
Ahí estaba ella, tan feliz con su pala y sus plantitas, como si no existiera nada malo en el mundo.
Y todos encantados con ella, como si fuera un angelito caído del cielo.
Negué con la cabeza y seguí mi camino hacia las escaleras, murmurando para mí:
—Qué tonta es…
Pero cuando llegué a la mitad de la escalera, me giré un segundo.
Solo para mirarla otra vez.
Y ahí seguía ella, riendo, como si la vida fuera un juego y la tierra en las manos fuera una medalla.
Bufé.
Definitivamente, algo trama.
Nadie es tan buena. Nadie.
O eso me gusta creer.
Subí a mi habitación, con las llaves del coche en una mano y la bolsa de proteína en la otra. Tenía pensado ir al gimnasio antes de arreglarme para la noche, pero, por costumbre —o por instinto de cazador—, encendí el televisor, activando las cámaras de seguridad.
Ahí estaba la princesa.
En la sala, sentada en el enorme diván junto a la ventana, con un libro abierto entre las manos y ese maldito perro echado a sus pies.
Mi perro.
Jack.
Me incliné sobre el escritorio, entrecerrando los ojos.
—Eres un traidor, Jack. Un vendido. —dije en voz baja.
Jack estaba ahí, con la cabeza apoyada en sus piernas, como si lo hubieran parido para servirla a ella y no a mí. Y encima, ella le hablaba, le acariciaba las orejas, le decía buen chico, y él movía la cola como idiota, obedeciéndole cada palabra.
Conmigo ni caso hacía últimamente.
Yo lo entrené, yo lo saqué a correr todas las mañanas durante años, yo le compraba las mejores croquetas del mercado. ¿Y ahora? Ahora dormía en su maldita alfombra, la seguía por la casa y hasta le llevaba los zapatos cuando se los pedía.
Era oficial: mi propio perro me había cambiado por la princesa ingenua de la casa.
Esto era el colmo.
Apagué las cámaras y me dejé caer en la silla, soltando una carcajada seca.
—Perfecto, Jack. Quédate con tu dueña. Cuando te canses de sus cuentos de hadas, no vengas llorando, ¿eh? —murmuré con sarcasmo.
Pero él, obviamente, no podía oírme.
Ni le importaría si pudiera.
En fin.
Cerré la pantalla, me levanté y revisé mi reloj. Eran las nueve. Hora de ponerme serio.
Bueno… serio para divertirme.
Fui al baño, me di una ducha rápida y me vestí: camisa negra, ajustada, de diseñador, un pantalón perfectamente planchado, mocasines italianos y mi reloj nuevo. Al mirarme en el espejo, sonreí con suficiencia.
Impecable. Como siempre.
Esta noche había que celebrarlo. Oficialmente soltero, libre de Verónica y con toda la noche por delante para decidir quién sería la afortunada que se despertaría mañana en mi cama.
Tomé las llaves del coche, guardé la billetera y salí de mi habitación, cruzando el pasillo mientras escuchaba a lo lejos la risa de la princesa. Seguramente seguía hablando con Jack o con alguna de las empleadas, creyéndose la protagonista de un cuento.
Rodé los ojos, sonriendo con ironía.
—Diviértete con tu príncipe de cuatro patas, princesa —murmuré.
Y entonces bajé las escaleras, marcando en el teléfono a uno de mis amigos mientras caminaba hacia la puerta.
—¿Ya están en la discoteca? —pregunté, con tono relajado.
—Aquí estamos, esperándote, Alex. Y no tardes, que hoy hay material de sobra —respondió una voz al otro lado.
Reí suavemente mientras me acomodaba las mangas de la camisa.
—Guarda un par para mí. Esta noche pienso elegir con calma.
Colgué, salí al patio y desactivé la alarma del coche. El rugido del motor fue música para mis oídos. Me subí con una sonrisa ladeada, sabiendo que al menos esta noche no pensaría en la princesa, ni en sus ojitos ingenuos, ni en cómo había conseguido robarme incluso a mi propio perro.
—Salud, Jack —murmuré, antes de acelerar y perderme en la noche.
El rugido del motor en la autopista era una sinfonía. Para mí, por lo menos.
Llegué a la discoteca y, como siempre, fui recibido por Esteban y Omar con palmadas en la espalda y un par de tragos ya en las manos. La música estaba a todo volumen, las luces parpadeaban, y las faldas cortas bailaban en la pista como si hubieran nacido para tentarme.
—Esta es nuestra noche, hermano —dijo Omar, ya con media sonrisa torcida.
—Pues que lo sea —respondí yo, con esa seguridad que me caracteriza.
No tardé ni cinco minutos en tener a dos chicas mirándome desde la barra con esas sonrisas coquetas de siempre. Perfectas para olvidarme de todo.
Hasta que… la vi.
Y maldije por lo bajo.
Verónica.
Ahí estaba, con sus amigas, con un vestido rojo demasiado ajustado, fingiendo que no me había visto, cuando claramente había elegido ese lugar solo para joderme la noche.
—Perfecto. Mi sombra con tacones —mascullé, dándole un buen trago al whisky.
Intenté ignorarla. Me senté en una mesa con los muchachos, pedí otra ronda, y por un rato la olvidé. Hasta que empezó a acercarse, con esa cara de tragedia que tan bien le sale.
Lo que siguió después fue un desastre anunciado.
Discutimos.
Me gritó.
Yo la mandé al diablo.
Un tipo —seguro uno de sus amiguitos— decidió intervenir y me puso una mano encima.
Error.
Y de ahí… bueno.
Puñetazos volaron, vasos se rompieron, la música se detuvo, y en cuestión de minutos las sirenas de la policía decoraban la escena.
Nos llevaron a todos.
Pero gracias a un par de llamadas y a la magia de mi apellido (y de mi padrino), salí con mis amigos antes de que la cosa se complicara más.
Cuando llegamos a la mansión eran las tres de la mañana.
Omar y Esteban entraron riendo como idiotas, tambaleándose y a punto de caerse en cada escalón.
Yo iba detrás de ellos, con la camisa arrugada y el humor tan torcido como mi corbata.
Y entonces la vi.
A la princesa.
En medio del pasillo, con su pijama de algodón y los rizos despeinados.
Nos miraba como si acabara de ver un dragón.
—¿Pero qué… qué les pasó? —preguntó, con los ojos bien abiertos.
—Nada, princesa, nada —dije, rodando los ojos mientras intentaba que Omar no se estrellara contra la pared.
Pero ella no parecía convencida. Nos siguió hasta la habitación de invitados, donde dejé a mis amigos como dos sacos de papas sobre la cama. Ella intentó ayudarlos, sosteniéndoles la cabeza y poniéndoles una almohada, mientras murmuraba cosas como:
"Pobrecitos… están muy mal… ¿van a morirse?".
Tuve que reírme.
—No se van a morir, tranquila. Solo están borrachos.
—¿Y tú también? —preguntó, mirándome a mí con esa preocupación genuina en los ojos.
—No tanto —respondí con una media sonrisa—. Ya se me pasó el susto… digo… la borrachera.
Ella me siguió hasta mi habitación, aún con esa expresión asustada e ingenua, como si yo fuera a caer muerto en cualquier momento.
—¿Seguro que están bien? —insistió, mirándome con esos malditos ojos grandes.
Me reí.
De verdad. Era tan absurda y tan… real.
—Sí, princesa. Estamos bien. No es la primera vez que pasa.
—Pero… —comenzó, con voz bajita—. ¿Por qué hacen eso? ¿No saben que se pueden lastimar?
Me incliné hacia ella, apoyando una mano en la puerta.
—Porque a veces uno necesita desahogarse —dije, mirándola directamente—. Pero no te preocupes por mí, ¿ok?
Ella parpadeó, confundida, como si no entendiera ni media palabra.
—Pero…
—Ya. A dormir, princesa. —Le di un empujoncito suave hacia el pasillo y cerré la puerta en su cara antes de que siguiera con sus preguntas infantiles.
Apoyé la frente en la madera por un segundo y solté una carcajada.
—Esta niña… —murmuré, negando con la cabeza.
Y luego me tiré en la cama, con los zapatos puestos y todo, dejándome llevar por el sueño.
[...]
La mañana siguiente fue un cuadro.
Esteban y Omar parecían dos zombis recién salidos de la tumba: arrastrando los pies, con cara de tragedia y ojeras que ni un corrector de maquillaje podía tapar.
Yo, por mi parte, estaba como nuevo. Después de tantos años en esto, mi cuerpo ya estaba curado de espanto.
Bajé las escaleras con un vaso de café en una mano y mi celular en la otra. En el comedor, mis padrinos ya estaban ahí, desayunando como si nada hubiera pasado la noche anterior. Porque claro, cuando se trata de mí, siempre tienen esa habilidad para hacerse los ciegos.
—Buenos días, Alexander —dijo Felipe con su sonrisa de siempre, como si no me hubiera sacado de la comisaría un par de horas antes.
—Buen día —respondí, con una mueca que pretendía parecer una sonrisa.
Silvia se giró a ver a mis amigos que entraban tambaleándose detrás de mí, y simplemente negó con la cabeza, aunque les dedicó una pequeña sonrisa indulgente.
—Buenos días, muchachos.
—Buenos días, señora Silvia —balbucearon ellos al unísono, con las voces roncas y los cuellos rojos.
—Alexander, —continuó Felipe, bajando el periódico—, tenemos que salir dentro de una hora. Así que, por favor, después de tus clases encárgate de Emma. Si quiere salir a algún lado, la llevas. Y no escatimes en nada, ¿está claro?
Yo solo rodé los ojos.
Por supuesto.
Niñero de la princesa de la casa. Otra vez.
—Sí, claro. Cómo no.
Felipe volvió a su periódico, satisfecho, como si mi sarcasmo no existiera.
Me senté, saqué un puñado de almendras de mi mochila y dejé que mis amigos buscaran café por su cuenta.
Hasta que la vi.
Ella.
La princesa.
Saludando a su profesor particular con una sonrisa, con esa mochila celeste colgada como si fuera a salir al parque… o a la primaria.
¿Una mochila? ¿En serio? Si las clases eran aquí, en la casa.
¿Para qué demonios necesitaba una mochila?
Me quedé viéndola un momento, frunciendo el ceño, porque era tan ridícula como adorable, caminando de puntillas para darle la mano al pobre profesor, con Jack —mi traidor de cuatro patas— pegado a su lado.
—Wow… —murmuró Omar a mi lado, despertando de su letargo de resaca—. ¿Quién es esa chica tan guapa?
Yo me giré a verlo despacio, como si no hubiera escuchado bien.
—¿Qué? —pregunté.
—Esa… —insistió, señalándola sin el menor disimulo—. Esa rubia. Con el chaleco y la faldita. Qué muñeca.
Esteban también se irguió en su silla y se pasó las manos por el cabello, intentando parecer menos muerto.
—Carajo… sí. ¿Y tú no nos habías presentado? Qué mal, Alex. Con semejante bombón en tu casa y nosotros aquí sufriendo en bares.
Los dos se arreglaron la ropa, se perfilaron el pelo con las manos, como dos idiotas a punto de ir a una entrevista de trabajo.
Yo seguí mirándolos sin decir nada.
—Preséntanos —insistió Omar, dándome un codazo y sonriéndome como si estuviera haciéndome un favor—. Anda, no seas tacaño.
Me incliné en la silla, con los codos en las rodillas, los miré a los dos y solté una carcajada seca.
—¿Ustedes… están hablando en serio? —les dije, con una ceja levantada.
—Obvio. —Esteban sonrió, confiado—. ¿Qué, acaso la estás guardando para ti?
—Por favor —añadió Omar—. Si no te interesa, déjanos hacer el intento.
Solté el aire por la nariz, con una mezcla de fastidio y diversión.
Me puse de pie, ajusté la camisa y los miré con esa expresión que solo uso cuando estoy a punto de burlarme de alguien.
—Ella —dije, señalándola con el pulgar por encima del hombro— es la princesa de mis padrinos. Una niña. Una bebé. La hijita perdida que finalmente apareció para endulzarles la vida.
Los dos se quedaron callados, mirándome con cara de “¿y qué con eso?”.
—Así que —continué—, no. No la voy a presentar a ustedes dos, que son un par de idiotas con las hormonas revueltas.
Omar se quejó.
Esteban bufó.
Pero no hicieron nada más.
—Vamos, no seas así… —dijo Omar, todavía con algo de esperanza.
—Cállate —le dije, ya caminando hacia el jardín—. Ni lo sueñen. Con esa niña no se juega.
Y mientras ellos se quedaban ahí, mirándola a lo lejos como dos lobos hambrientos mirando un cordero, yo me guardé las manos en los bolsillos y pensé:
Aunque sea ingenua, esa niña no tiene idea del mundo en el que vive. Y estos dos tampoco se la van a arruinar. Si alguien tiene que cuidarla de estos idiotas, supongo que me toca a mí.
Rodé los ojos otra vez, más por costumbre que por otra cosa.
Y me dirigí a mi clase, no sin antes echarle un último vistazo a la princesa, que ahora estaba acariciando a Jack mientras reía por algo que el profesor le decía.
Qué tonta.
Pero, por alguna razón, esa escena me hizo sonreír, solo un poco.