Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 2 – El Sótano
El agujero negro respiraba. Así era como la sensación llegaba a Theo, como si la escalera de metal no llevara a un nivel inferior de la fábrica, sino al pulmón húmedo de algo que prefería mantener secretos lejos de la luz. Apagó el cigarro contra el borde de concreto e hizo un gesto corto. Nikos entendió sin palabras… dos hombres al frente con linterna, dos atrás cubriendo, y él en el centro.
El primer peldaño gimió bajo la suela italiana. El sonido se propagó por el túnel estrecho como una advertencia. El goteo, que desde arriba parecía distante, allí se transformaba en un ritmo constante: tic… tic… tic…, marcando el tiempo de un corazón que no era el suyo. Paredes de concreto desnudo, rayadas con marcas antiguas, una lámpara en el techo que parpadeaba y desistía de hacer alguna diferencia. El aire recordaba a bodega de barco, agua vieja, moho, metal oxidado, piel asustada.
—A dos metros, una puerta —susurró Nikos, casi sin voz.
La hoja de hierro tenía una pintura amarilla muerta, comida por el óxido, protegida por un candado recién serrado. Aún brillaban limaduras en el suelo. Theo alzó la mano. Uno de los soldados pegó el oído a la chapa, el otro se agachó e iluminó por debajo, buscando sombra que se moviera.
—Nada de voces —Nikos mantuvo los ojos pegados a la ranura—. Pero hay aire saliendo de adentro.
Aire saliendo de adentro. Eso era lo que él sentía en el pecho desde que abrió la trampilla, una especie de llamado invertido, el vacío pidiendo ser llenado. Theo no creía en presagios, creía en señales. Y todas las señales decían que Vladimir no había montado un teatro solo para verlo caer, había bastidores con piezas que importaban.
—Despacio —dijo Theo, la voz baja pero con metal suficiente para acallar el eco del túnel.
La punta de la palanca mordió la bisagra. Un crujido, otro, la chapa cedió un dedo. El olor que salió de adentro no era solo humedad. Tenía algo de orgánico, como ropa que se secó en el cuerpo de alguien que no vio el sol por demasiado tiempo.
—Luz —ordenó Theo.
Los haces entraron primero. La claridad flaca recorrió las paredes, dibujó un rectángulo de concreto pisoteado, un colchón raso apoyado en la esquina, un balde… siempre hay un balde donde le quitan la dignidad a alguien. Una cadena clavada a la base de la pared, y al final de ella… movimiento.
El cuerpo encogido parecía más pequeño de lo que era. Piernas dobladas contra el pecho, brazos abrazando las espinillas como si pudiera reducirse a un solo hueso. El cabello pegado a la cabeza, duro de suciedad, piel marcada por moretones rojos y morados y cortes superficiales. Un trapo que ya no era tela, solo sombra cubriendo lo que quedaba de pudor. Un pañuelo áspero le apretaba la boca. La cadena le sujetaba un tobillo, el hierro le mordía la piel hasta convertirla en herida.
Nadie respiró por un segundo.
Theo no sintió lo que se esperaría de un hombre como él: asco, ira, noción de ventaja. Sintió algo que odiaba reconocer… un golpe de humanidad atravesándole el esternón. Un impacto silencioso, como un golpe dado desde dentro. No era lástima. Era otra cosa. Algo que recordaba un pasado que juraba haber sepultado junto a todos los que intentaron usarlo contra sí mismo.
—Aléjense medio paso —dijo, sin apartar los ojos de la figura.
Los haces de luz se ajustaron, ahora sin afrenta. La luz tocó de lado, no de lleno, como si fuese posible enseñar delicadeza a un alma perdida. El cuerpo encogido tembló. No un temblor amplio, de esos que sacuden, sino un estremecimiento que recorrió la piel herida y murió en los hombros.
—Corten la cadena —ordenó Nikos, levantando ya la herramienta.
—No —Theo le sujetó el antebrazo antes de que el hierro tocara la cadena—. Primero, nadie la toca.
Nikos parpadeó, sorprendido. No discutió. Solo retrocedió medio paso, esperando la siguiente orden.
Theo guardó el arma. No necesitaba un arma allí; hacía tiempo que lo que mataba a alguien no era un proyectil. Era la falta de aire, de luz, de nombre. Se arrodilló lo suficiente para sacar de su propia sombra el peso que esta podía imponer. Habló como quien conversa con un animal herido que puede morder para sobrevivir:
—¿Estás escuchando mi voz?
La cabeza no se alzó. El cuerpo se tensó más, como quien se arma por dentro. Los dedos en los tobillos se apretaron, las uñas gastadas mordiendo su propia carne. El pañuelo en la boca sofocó un sonido que podía ser cualquier cosa, una súplica, una maldición, un lamento.
—No voy a tocarte, lo prometo —prometió, y hasta él mismo se extrañó de la palabra “prometer” en su boca—. Nadie aquí va a tocarte sin tu permiso.
El silencio se devolvió como una pared. No había confianza para ser depositada allí, porque la confianza es moneda que necesita pasado y quien estaba en aquella sala había sido robada de su propio pasado. Theo respiró una vez y giró el rostro hacia Nikos.
—Manta. Agua. Tijera fina.
—Ahora mismo, Don —respondió su mano derecha, subiendo dos peldaños de una vez.
Theo se quedó. No como centinela, sino como… presencia. Colocó el vaso de whisky en el suelo, lejos del borde de la luz, como si cualquier gesto que recordara lujo fuera una falta de respeto. Los hombres entendieron sin necesidad de escuchar, mantuvieron distancia, armas bajas, ojos en el entorno, no en la figura. El respeto puede ser lo único que alguien tiene cuando le han quitado todo lo demás.
La joven —era imposible llamarla de otra forma que no fuera “joven”— movió la cabeza un centímetro, lo suficiente para revelar una parte del rostro bajo el cabello. Un ojo estaba hinchado, pero el otro tenía un brillo antiguo, de esos que sobreviven tercos incluso bajo tierra. Theo sintió el músculo de la mandíbula tensarse y relajarse, como si el cuerpo intentara decidir qué versión de él debía ocupar aquel sótano… el verdugo útil o el hombre que recordaba lo que significa proteger.
Nikos bajó de nuevo, una manta gris, una botella de agua, la tijera delicada, algunas vendas. Se acercó con cuidado y extendió los objetos sin invadir el radio de la cadena.
—Ponlo en el suelo, a un brazo de distancia —dijo Theo.
Nikos obedeció. La manta se posó en el suelo, el agua al lado, la tijera brilló un punto. Theo volvió la vista hacia la joven.
—Voy a quitarte la mordaza. Sin tocarte. Solo voy a cortar la tela. ¿Está bien?
Sus dedos apretaron las espinillas. El ojo sano lo miró por un segundo y huyó, como quien prueba el peligro y decide sobrevivir un poco más. Theo asintió, aceptando aquel milímetro como un “tal vez”.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!