Que Empiece Mi Reinado.

El silencio se mantenía pesado incluso después de que se cerraran las puertas del salón imperial. Santiago y Lara caminaban por el pasillo principal, cuyas columnas de mármol resplandecían bajo la luz matinal. Ninguno dijo palabra durante los primeros metros, hasta que el príncipe rompió la tensión con un susurro:

—No tenías que hablar así frente a ellos.

Lara giró ligeramente el rostro hacia él, sin detener el paso.

—Sí, sí tenía. No iba a rogar. Ellos respetan la firmeza, no las súplicas.

—Eso lo sé, pero… si hubieras suavizado tus palabras… mi madre...

—Tu madre cree que soy mi madre —interrumpió con frialdad—. Cree que llevo en la sangre las ambiciones de una bruja condenada y los crímenes de un emperador muerto. Nada de lo que diga cambiará eso.

Santiago frunció el ceño. Había tanto dolor en esa frase, tanta resignación, que su impulso fue detenerla, tomarle la mano. Pero no lo hizo. Sabía que Lara no buscaba consuelo. Buscaba justicia.

Doblaron hacia una de las escalinatas que conducían al ala este del palacio. Allí, un grupo de soldados de la Guardia Escarlata se cuadró al verlos pasar. Lara apenas los miró. Solo Santiago notó cómo sus puños se cerraban con fuerza al reconocer uno de los emblemas.

—¿Lo reconoces? —preguntó él.

—Era uno de los hombres que vigilaban las fronteras del norte —dijo con voz tensa—. Algunos de ellos participaron en el asedio a Ungalos.

—Puedo asignarte otro destacamento si lo prefieres...

—No. Que se queden. Quiero vigilarlo de cerca. Si están aquí, es porque el enemigo te tiene más vigilado de lo que crees.

Entraron finalmente en la sala del consejo, una cámara circular más pequeña, adornada con mapas mágicos en movimiento y mesas llenas de informes de inteligencia. Allí ya los esperaba alguien más.

—Llegan tarde —murmuró una voz seca.

Era el mago supremo, Regulus. De cabellos blancos como la ceniza y ojos de un verde deslavado, parecía más una estatua que un hombre. Pero al ver a Lara, su mirada se encendió con interés.

—Discípula —saludó con un leve movimiento de cabeza—. Me preguntaba cuándo decidirías dejar de jugar a la fugitiva y te dignarías a aparecer frente a mí.

—Disculpa... ¿y tú eres? —respondió ella, inclinando apenas el mentón.

Regulus esbozó una sonrisa torcida.

—¿Tu maestro no te habló de mí?

—No...

—Por supuesto que no —el mago se giró hacia Santiago—. Muy bien, me presentaré: mi nombre es Regulus, mago supremo de la Torre Mágica y maestro de Malik.

Lara lo observó unos segundos y agregó:

—¿Por qué nunca te he visto?

Lucía, desde dentro, se preguntaba quién era ese personaje. No recordaba haberlo creado en sus historias.

Regulus entrecerró los ojos, evaluando los pensamientos de Lucía, y murmuró:

—No intentes recordarlo... yo no aparezco en esas novelas.

Lara abrió los ojos con sorpresa, y Regulus, con una sonrisa apenas visible, añadió:

—Vine porque me necesitas... y también porque me han obligado a hacerlo.

Lara se acercó al centro de la sala, donde un mapa tridimensional de Vorlon flotaba sobre la mesa principal.

—¿Quién te obligó? ¿Malik? Y por cierto, ¿qué haces con un mapa del Imperio de Vorlon?

—Busco su punto débil. Necesitas recuperar Ungalos para que el equilibrio vuelva a la normalidad.

Lara levantó la vista, y el mago añadió:

—Has cambiado muchas cosas desde que llegaste aquí. No solo tu existencia altera el balance de este mundo... también la de él —dijo, señalando al príncipe—. La Torre jamás se involucra con los asuntos de los emperadores... pero yo ya hace mucho tiempo que no pertenezco allí. Además, como mencioné antes, vine porque si no intervengo, ya no habrá retorno. Y todos los imperios, desde aquí hasta Rubí, caerán.

Lucía no sabía por qué, pero ese mago le inspiraba confianza. Había algo en él que le hacía pensar que sabía mucho más de lo que decía. Sin estar completamente segura, se acercó al mapa y habló:

—Aquí están sus puntos ciegos —dijo, señalando el flanco este y un paso entre las montañas nevadas—. Aquí se esconde la Hermandad del Loto Negro. Y aquí, en los pantanos de Lyskar, aún vive una rama de la familia real de Lyskar, extinguida oficialmente, pero que odia al emperador Cristian tanto como yo.

Santiago la observó en silencio, sorprendido por lo detallada que era la información que le estaba dando al mago.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Porque mientras ustedes negociaban tratados, yo sobrevivía. Porque aprendí que un susurro en la noche vale más que cien espadas. Y porque la sangre no es lo único que se hereda: también lo es la rabia.

Regulus asintió lentamente.

—Entonces será mejor que empieces a enseñarles a tus nuevos aliados cómo moverse sin ser vistos. La guerra que se avecina no se ganará en el campo de batalla, sino en la oscuridad.

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Horas después, en los jardines traseros del palacio, Lara se encontraba sentada junto al lago artificial. El agua cristalina reflejaba los cielos nublados de la tarde. Estaba sola. O al menos eso creía, hasta que escuchó pasos.

—¿Aún te preguntas cómo terminaste aquí? —Regulus, a sus espaldas, miraba el lago al igual que ella.

—Ya no lo hago. Mientras más tiempo paso en este mundo, más me convenzo de que todo lo que escribí... causó la muerte de muchos inocentes.

—En parte fue por eso... pero créeme, la diosa debió ver mucho más en ti. Solo las elegidas tienen una segunda oportunidad.

—¿Pero por qué yo? Nunca fui nadie... siempre me escondía detrás de mi escritorio...

—Porque no hay nadie que conozca este mundo más que tú. Así como una vez ayudaste a destruirlo, ahora tu deber es enmendar tu error.

—Eso he estado intentando. Pero con los años ese maldito se vuelve más fuerte.

—Es por eso que me enviaron a ti. Malik es un gran hechicero... yo mismo lo entrené. Pero está comprometido... su juicio contigo se nubla. A pesar de que te enseñó a defenderte, aún no controlas tu magia por completo, y eso es contraproducente. Si vas a luchar para recuperar lo que te pertenece y devolverle la paz a este mundo, necesitas todo tu poder.

Lucía miró al mago con una mezcla de curiosidad y determinación en el rostro. Luego de unos segundos, dijo:

—Muy bien. Entonces enséñame.

—Lo haré. Comenzaremos mañana. Dile a Su Alteza que también esté presente.