Violeta Meil siempre tuvo todo: belleza, dinero y una vida perfecta.
Hija de una de las familias más ricas del país M, jamás imaginó que su destino cambiaría tan rápido.
Recién graduada, consigue un puesto en la poderosa empresa de los Sen, una dinastía de magnates tecnológicos. Allí conoce a Damien Sen, el frío y arrogante heredero que parece disfrutar haciéndole la vida imposible.
Pero cuando la familia Meil enfrenta una crisis económica, su padre decide sellar un compromiso arreglado con Damien.
Ella no lo ama.
Él tiene a otra.
Y sin embargo… el destino no entiende de contratos.
Entre lujo, secretos y corazones rotos, Violeta descubrirá que el verdadero poder no está en el dinero, sino en saber quién controla el juego del amor.
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La soledad también brilla
**Capítulo 16:**La soledad también brilla
(Desde la perspectiva de Violeta Meil)
No había pasado ni una semana desde aquella cena con la familia Sen y ya sentía que mi paciencia se estaba evaporando a un ritmo peligroso.
Creí que después de aquel encuentro, donde Damien me miró como si yo fuera el enemigo público número uno, las cosas se calmarían un poco.
Pero no. Al parecer, el universo —o mejor dicho, la abuela Rosa Sen— tenía planes más elaborados para mi desgracia.
—Violeta, cariño, hoy tienes tu primera cita con Damien —me dijo mamá esa mañana con ese tono dulce que usaba cada vez que iba a soltar una bomba.
La miré desde la cama, con el cabello hecho un desastre y los ojos entrecerrados.
—¿Qué? ¿Cita? —pregunté, sentándome de golpe.
—Sí, mi amor. A las cinco en punto, en el acuario de la ciudad. La señora Rosa Sen ya lo organizó todo. —Sonrió, como si eso fuera motivo de alegría.
Tragué saliva.
Un acuario.
Una cita.
Con Damien Sen.
¿Podía la vida ser más irónica?
—No pienso ir —respondí con un suspiro, dejándome caer otra vez sobre las sábanas.
—Claro que irás —replicó mamá con calma, cruzándose de brazos—. La familia Sen confía en ti, y no vamos a quedar mal. Además, ¿qué puede salir mal en un acuario? Solo tienes que sonreír, ser amable y… fingir que te agrada.
—Ah, sí, fingir. Mi talento favorito.
Mi abuela, que estaba sentada en el sillón junto a la ventana, bebía té con esa tranquilidad que solo ella podía tener.
—Hija, no te resistas tanto. Si te tocó ese muchacho, será por algo. No todo en la vida se puede controlar —dijo sin mirarme.
“Pues me encantaría controlar esto”, pensé con ironía.
Pasé casi todo el día de mal humor.
No sabía si arreglarme o ir con la peor pinta posible para espantarlo.
Pero como Damien ya me veía como un demonio con tacones, decidí optar por lo más simple: una sudadera negra enorme, unos shorts que ni se veían bajo la tela y mi cabello rubio lacio desordenado.
Nada de maquillaje, salvo un poco de brillo en los labios.
Me miré al espejo y sonreí con sarcasmo.
—Perfecta para una cita fallida —murmuré.
Antes de salir, me senté en la orilla de la cama y abrí Instagram.
Tomé una selfie con la luz del atardecer entrando por la ventana.
Nada demasiado producido: solo yo, con la sudadera cubriéndome medio rostro y una mirada perdida.
Escribí la frase debajo:
“A veces la soledad es más fiel que el amor.”
Le di publicar.
En cuestión de minutos, comenzaron a llegar los likes.
“Qué rápido responden cuando uno parece rota”, pensé con una sonrisa amarga.
A las cinco en punto, el chofer me dejó frente al Gran Acuario del Mar Azul, el más grande y elegante de la ciudad.
El cielo tenía ese tono violeta pálido que anunciaba el anochecer.
Las luces del lugar brillaban en los cristales como si reflejaran un mundo aparte.
Entré con paso lento, mirando alrededor.
Parejas por todos lados.
Risas.
Niños.
Y yo… sola.
Me quedé en la entrada unos minutos, revisando el reloj.
5:10.
Nada.
5:30.
Nada.
Suspiré.
Quizás se había retrasado.
Quizás… simplemente no vendría.
Y ese pensamiento me provocó una extraña mezcla de alivio y decepción.
Me senté en una banca frente a un enorme tanque donde nadaban tiburones blancos.
El reflejo del agua bailaba sobre mis piernas, y pensé en lo irónico que era: estaba rodeada de peces y, aun así, me sentía ahogándome.
Los minutos siguieron pasando.
6:00.
6:40.
7:15.
8:00.
Nada.
La gente comenzó a irse.
Los empleados del acuario empezaban a cerrar algunas zonas, y yo seguía ahí, como una idiota, mirando el agua.
Quizás esperaba verlo aparecer, con esa mirada fría y arrogante, solo para decirme que todo esto era un error.
Pero ni siquiera tuve ese “placer”.
Damien Sen no vino.
Y aunque una parte de mí sintió alivio, otra, más pequeña y molesta, ardía con un toque de humillación.
“Así será mi matrimonio”, pensé, apoyando la cabeza en mis manos.
“Una vida de soledad, de esperarlo sin que llegue.”
Recordé sus palabras la noche de la cena, frías y duras como cuchillos:
“Nuestro matrimonio tiene fecha de caducidad.”
Un año.
Solo un año.
Curiosamente, esa frase que me dolió al principio, ahora se sentía como una promesa de libertad.
Podía soportar doce meses.
Doce meses de fingir, de soportar su mirada de odio.
Y luego… todo volvería a ser mío.
Mi tiempo, mi vida, mi paz.
Me levanté del banco, respirando hondo.
Las luces del acuario se atenuaban, y los últimos visitantes salían en silencio.
Revisé mi teléfono.
9:03 de la noche.
Cuatro horas… esperando a un hombre que jamás pensó aparecer.
Salí del acuario.
El aire nocturno golpeó mi rostro y me devolvió un poco de realidad.
Me metí al auto y le pedí al chofer que me llevara a casa.
En el trayecto, abrí Instagram por costumbre.
La foto que subí ya tenía cientos de likes y comentarios.
Algunos eran los típicos:
“Hermosa como siempre.”
“Reina de la ciudad.”
“¿Todo bien, Vio?”
Pero uno me llamó la atención.
Uriel Shao.
Su comentario decía simplemente:
“Hermosa.”
Me quedé mirándolo un momento.
Era extraño.
No porque Uriel no me conociera —de hecho, lo había visto un par de veces en eventos sociales—, sino porque él nunca comentaba en nada.
El hijo menor de la familia Shao, una de las más poderosas del país, incluso más influyente que los Sen.
Discreto, reservado… y ahora, de repente, interesado.
Sonreí apenas.
—Vaya… parece que la soledad tiene su encanto —susurré.
Guardé el teléfono y miré por la ventana.
Las luces de la ciudad se difuminaban entre los cristales, y por un instante imaginé un futuro diferente.
Uno donde no tuviera que fingir ser la prometida perfecta.
Uno donde nadie me obligara a sonreír para las cámaras.
El auto se detuvo frente a la mansión Meil.
Bajé despacio, con los pensamientos aún girando como un remolino en mi cabeza.
Antes de entrar, miré otra vez mi reflejo en el cristal de la puerta.
El maquillaje corrido, el cabello despeinado, la sudadera arrugada.
Una versión real de mí, sin máscaras.
Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí honesta.
Honesta en mi tristeza, en mi enojo, en mis ganas de no fingir más.
Quizás no era la novia ideal.
Quizás ni siquiera era la mujer que Damien quería.
Pero era yo, y eso debía bastar… al menos por ahora.
Caminé hacia mi habitación, dispuesta a olvidar el día más absurdo de mi vida.
Encendí las luces, dejé el teléfono en la mesa y me quité los tenis.
Cuando me tumbé sobre la cama, el sonido de las notificaciones volvió a sonar, pero ya no las revisé.
No quería saber quién más había comentado.
No quería pensar en Damien.
Solo quería dormir y olvidar que lo esperé durante cuatro largas horas.
Porque si algo había aprendido esta noche, era que no todas las ausencias duelen igual.
Algunas, simplemente confirman que estabas mejor sola desde el principio.
Pero antes de cerrar los ojos, mi mente volvió a repetir su voz, aquella promesa disfrazada de amenaza:
“Nuestro matrimonio tiene fecha de caducidad.”
Sonreí, con el corazón un poco más ligero.
—Perfecto, Damien Sen —susurré al techo oscuro—.
Solo un año. Y después, adiós para siempre.
“Esperé cuatro horas por un hombre que no vino, pero al final descubrí que la soledad también sabe hacerme compañía.”