El mundo cayó en cuestión de días.
Un virus desconocido convirtió las calles en cementerios abiertos y a los vivos en cazadores de su propia especie.
Valery, una adolescente de dieciséis años, vive ahora huyendo junto a su hermano pequeño Luka y su padre, un médico que lo ha perdido todo salvo la esperanza. En un mundo donde los muertos caminan y los vivos se vuelven aún más peligrosos, los tres deberán aprender a sobrevivir entre el miedo, la pérdida y la desconfianza.
Mientras el pasado se desmorona a su alrededor, Valery descubrirá que la supervivencia no siempre significa seguir con vida: a veces significa tomar decisiones imposibles, y seguir adelante pese al dolor.
Su meta ya no es escapar.
Su meta es encontrar un lugar donde puedan dejar de correr.
Un lugar que puedan llamar hogar.
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11
Valery se puso en pie con un esfuerzo visible, sus articulaciones protestando con crujidos silenciosos que parecían eco de la vieja casa. Cada movimiento era un recordatorio de las horas de tensión constante, de correr, de cavar, de tomar decisiones imposibles. El simple acto de estirar la espalda fue una agonía que contuvo el aliento para superar, sintiendo cómo cada músculo, cada tendón, le gritaba en protesta. Tomó la llave inglesa y la palanca, esos objetos que ya no eran simples herramientas sino extensiones metálicas de sus brazos, testigos mudos de todo lo que había tenido que hacer.
—Voy a buscar agua —anunció, su voz recuperando algo de esa firmeza habitual que tanto la caracterizaba ahora, aunque con un dejo de ronquera que delataba su extrema fatiga.
Derek asintió, desenredándose suavemente de Luka, quien murmuró inquieto en su sueño pero no despertó, aferrado aún a su dinosaurio verde como un talismán contra los horrores del mundo exterior. Se quedó mirando a Valery, y por primera vez desde que todo comenzó, en lugar de la impotencia paralizante, había una chispa de determinación genuina en sus ojos cansados.
—Ten cuidado —dijo, y aunque las palabras en sí sonaron vacías y gastadas por el uso, el significado detrás de ellas era profundo, cargado de un reconocimiento tácito hacia su coraje y una preocupación renovada.
Valery asintió brevemente y se deslizó por la puerta entreabierta, saliendo a la luz grisácea y fría de la mañana. El aire fresco, aunque cargado de polen y el olor dulzón de la decadencia vegetal, le limpió los pulmones del polvo espeso del interior. Se movió con la cautela de un animal herido, escaneando constantemente el perímetro. La granja se revelaba como un lugar de silencios superpuestos: el silencio profundo del abandono humano, el silencio paciente de la naturaleza reclamando lentamente su territorio, y por encima de todo, el nuevo, aterrador silencio del mundo, un manto acallado que lo cubría todo.
Encontró el pozo detrás de la casa, una estructura de piedra irregular cubierta de musgo verde oscuro con un techo de madera podrida que se inclinaba peligrosamente. La cubierta de madera estaba pesada, sellada por años de intemperie y descuido. Con un esfuerzo que le hizo sudar la frente a pesar del frescor matutino, logró desprenderla con varios tirones brutales. El olor a humedad profunda y tierra mojada subió desde las oscuras profundidades, un aroma que prometía vida. Agarró una piedra pequeña y la dejó caer, contando los segundos en su mente, esperando el ansiado chapuzón que significaría un respiro, una esperanza.
Uno... dos... tres...
El sonido que llegó desde las profundidades fue seco, un golpe sordo y definitivo contra tierra compacta y sedienta. No había agua. El pozo estaba seco, tan muerto como el resto del lugar. Una punzada de decepción, tan aguda y fría como un cuchillo, le atravesó el estómago. Pero no se permitió lamentarse, ni por un segundo. La autocompasión era un lujo mortal. Era un contratiempo, no una derrota. Solo eso.
Examinó luego los canales de chapa oxidada que recorrían el techo de la casa. Estaban llenos de hojas podridas convertidas en barro seco, de nidos de pájaros abandonados y telarañas espesas. Completamente inútiles. El cielo, de un gris uniforme y amenazador, no prometía lluvia pronto. Cada esperanza se desvanecía, una tras otra.
Regresó al interior con las manos vacías y la ropa manchada de musgo y óxido. Derek leyó la respuesta en su rostro cerrado, en el leve hundimiento de sus hombros.
—Nada —confirmó Valery, dejando caer las herramientas con un ruido sordo que resonó en el silencio—. El pozo está seco. Los canales inservibles.
Derek cerró los ojos un momento, absorbiendo el nuevo golpe, otro más en una sucesión interminable. Luego, los abrió y miró a su hija, y en sus ojos ya no había rastro de la niebla paralizante.
—Entonces usaremos lo que tenemos con cuidado —dijo, su voz más firme y presente de lo que había estado en horas—. Gota a gota. Y buscaremos alternativas. Tiene que haber alguna fuente de agua cerca.
Valery lo observó, genuinamente sorprendida por el cambio. No era la voz clínica y distante del neurocirujano, sino la voz ronca y terrenal de un superviviente que empezaba a despertar de su estupor.
—Voy a hacer ese reconocimiento —dijo ella, recuperando la palanca del suelo—. Necesitamos saber exactamente qué hay alrededor. No vaya a ser que estemos sentados sobre una fuente y no lo sepamos.
—Ve —asintió Derek—. Yo... yo revisaré la casa a fondo. Por si acaso hay algo que se nos pasó. Algún escondite, algo útil.
Mientras Valery se perdía entre la maleza alta, moviéndose con la sigilosa precisión que la desesperación y la práctica le habían enseñado, Derek se puso en pie con una determinación renovada. Con Luka dormido en un rincón, arrullado por el agotamiento, comenzó una búsqueda metódica y minuciosa. Revisó cada armario, cada cajón atascado, cada rincón oscuro bajo las camas. No esperaba encontrar comida—eso habría sido un milagro—pero quizás... herramientas, ropa de abrigo, una cantimplora vieja, algo, cualquier cosa que pudiera sumar.
En el último dormitorio, en el fondo de un armario de roble que olía a humedad y a tiempo detenido, encontró una vieja lata de galletas de metal, oxidada en los bordes. Al abrirla con dificultad, un olor a naftalina y olvido llenó el aire polvoriento. Dentro, envuelto en un trapo de lino sorprendentemente limpio, había un cuchillo de caza, su hoja corta y gruesa aún afilada con un filo cuidadosamente mantenido, con un mango de cuero desgastado por el uso. No era un arma de fuego, no era la salvación, pero era sólido, equilibrado y mejor, infinitamente mejor, que el cuchillo multiusos que llevaba en el bolsillo. Lo sostuvo en sus manos, sintiendo su peso familiar, la promesa de poder cortar, de defenderse, de contribuir. Una herramienta. Algo con lo que, por fin, podía contribuir.
Mientras tanto, Valery completaba un círculo amplio y cauteloso alrededor de la propiedad, adentrándose en el límite del bosque circundante. No había señales de vida, ni humana ni infectada. Solo campos vacíos, silenciosos, y bosques que guardaban sus secretos. El único sonido era el crujido de sus propias botas sobre las hojas secas. Al regresar, con los músculos un poco menos tensos al confirmar su aislamiento, encontró a Derek arrodillado frente a un Luka semi-despierto, mostrándole el cuchillo con solemnidad.
—Es para protegerte, Luky —le decía en un susurro que era una promesa y una disculpa, mostrándole el mango de cuero—. Para mantenernos a salvo a los tres. Pero solo lo uso yo, ¿de acuerdo? Tú tienes a tu dinosaurio.
El niño, pálido y con los ojos brillantes por la fiebre, asintió con seriedad, su mirada yendo del rostro de su padre al metal que relucía débilmente en la penumbra.
Valery se detuvo en el marco de la puerta, observando la escena sin hacer ruido. Algo se había quebrado, o quizás recomenzado, en la dinámica familiar. Derek ya no era solo un peso muerto, un espectro consumido por la culpa. Estaba intentando, de manera torpe pero sincera, reclamar su lugar, su rol de protector, aunque ahora fuera uno muy diferente al que alguna vez tuvo.
—Nada alrededor —informó Valery, avanzando hacia el centro de la habitación—. Estamos solos. Por ahora. Parece seguro.
Derek asintió, guardando el cuchillo nuevo en su cinturón con un gesto que pretendía ser de familiaridad, aunque se notaba la torpeza.
—Bien. Entonces... nos quedamos —dijo, y las palabras sonaron a un pacto, a una decisión tomada en conjunto, por más que la iniciativa hubiera sido de ella.
La decisión, ahora sí, estaba verdaderamente tomada. No era un triunfo, no había alegría en ella, sino una tregua frágil con la realidad. Esa tarde, compartieron una de las latas de atún, dividiéndola en tres porciones minúsculas, y la última botella de agua, pasándola entre ellos para dar sorbos medidos que solo aliviaban la sed por momentos. El silencio que los rodeaba ya no era tan opresivo como el día anterior. Estaba lleno de cosas no dichas, de traumas demasiado frescos y dolorosos para nombrar, pero también de una frágil determinación, de un "por ahora" que se aferraban con todas sus fuerzas.
Al anochecer, mientras Luka dormía un sueño algo más tranquilo, habiendo bebido unos sorbos de agua que parecían haberle bajado un grado la fiebre, Derek se acercó a Valery, que mantenía su vigilancia habitual junto a una ventana rota, sus ojos escudriñando la oscuridad que se cernía sobre los campos.
—Tomaste la decisión correcta —dijo, su voz era baja, casi un susurro, pero cargada de una convicción nueva—. Parar. Aquí. Fue lo correcto, Val.
Valery no se volvió hacia él, mantuvo la mirada fija en la nada exterior, en las sombras que se alargaban.
—Tuvimos suerte —respondió, evasiva, restándole importancia como siempre hacía con sus propios aciertos—. Nada más. Podría haber sido diferente.
—No —insistió Derek, con una suavidad que no era habitual en él—. No fue solo suerte. Fue tu instinto. Y tenía razón. Como en el puente. —Hizo una pausa, como si las palabras le costaran—. Confío en tu instinto.
Ella no respondió, no había palabras adecuadas para eso. Pero su espalda, antes una tabla rígida de tensión, se relajó un poco, casi imperceptiblemente. Derek no intentó abrazarla o tocarla, entendiendo la distancia que ella necesitaba. Simplemente se sentó en el suelo, a su lado, no demasiado cerca, pero compartiendo el mismo espacio, la misma vigilia, la misma carga.
Afuera, más allá de las paredes descascaradas, el mundo seguía estando roto, sumido en un caos del que solo habían visto un atisvo. Pero dentro de ese cascarón polvoriento, entre el silencio y el miedo, una familia, hecha trizas pero aún obstinadamente unida, comenzaba el lento, doloroso y titubeante proceso de aprender a respirar de nuevo, de encontrar un ritmo en la quietud, de ser, una vez más, algo más que fugitivos.