Oliver Hayes acaba de ser despedido. Con una madre enferma y deudas que lo ahogan, traza un plan para sobrevivir mientras encuentra un nuevo empleo.
Cuando una aplicación le sugiere un puesto disponible, no puede creer su suerte: el trabajo consiste en ser el asistente personal de Xavier Belmont, el hombre que ha sido su amor secreto durante años.
Decidido a aprovechar la oportunidad —y a estar cerca de él—, Oliver acude a la entrevista sin imaginar que aquel empleo esconde condiciones inesperadas... y que poner su corazón en juego podría ser el precio más alto a pagar.
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📌 Relación entre hombres
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Capítulo 08. Confiar ciegamente.
Oliver encendió la computadora que le habían asignado en un pequeño escritorio dispuesto en una esquina de la imponente oficina de Xavier Belmont. Sin embargo, al ver la pantalla, se encontró con un escritorio vacío, sin archivos, sin carpetas, sin ninguna clase de directriz o documento que le indicara por dónde empezar.
Inquieto, levantó la vista hacia Xavier. El CEO estaba sumido en su propio mundo, tecleando con rapidez en su computadora personal, sin prestarle la menor atención.
Oliver dudó. Deseaba preguntar en qué podía ser útil, ofrecerse a colaborar, pero la sola presencia del hombre frente a él imponía tal respeto —o quizá era miedo— que las palabras se le atoraban en la garganta. Sus ojos, como por instinto, iban de la pantalla vacía de su computadora a la figura del hombre tras el amplio escritorio principal.
Xavier Belmont, con su porte elegante y su aura de autoridad incuestionable, era difícil de ignorar.
Perdido en su nerviosismo, Oliver no se percató de que lo observaba con demasiada insistencia, hasta que un sonido seco lo sacudió.
—Mierda —gruñó Xavier, apretando la pluma con fuerza en su mano antes de golpearla contra el escritorio de caoba.
El brusco movimiento hizo que Oliver diera un respingo involuntario, encogiendo los hombros como un niño atrapado haciendo travesuras.
Cuando alzó la mirada, se encontró con los ojos ámbar del CEO, que lo observaban con una frialdad que le heló la sangre.
—Deja de verme —ordenó Xavier con una voz gélida—, o sal de aquí de inmediato.
Oliver sintió como si el suelo se abriera bajo sus pies. El calor subió a sus mejillas, y bajó la mirada al instante, maldiciéndose internamente por haber llamado la atención de esa manera.
—S-sí, lo siento, señor —balbuceó, encogiendo el cuerpo como si quisiera hacerse más pequeño.
No se había dado cuenta de cuánto tiempo había mantenido fija su mirada en Xavier, hipnotizado por su sola presencia. Era absurdo; se suponía que debía actuar como un profesional, no como un adolescente enamorado.
Xavier no añadió nada más. Sin dedicarle otro segundo, volvió a concentrarse en la pantalla de su computadora, tecleando con firmeza. Oliver, aún rojo de la vergüenza, desvió los ojos hacia su celular, buscando alguna distracción. Sin embargo, no había mensajes nuevos ni correos que pudieran darle una excusa para no sentirse inútil.
Su ansiedad crecía cada segundo. No le habían explicado cuáles serían sus funciones específicas y, viendo la actitud de Xavier, preguntar no parecía la mejor idea.
Mordió su labio inferior con nerviosismo y lanzó una mirada hacia la puerta. El secretario que lo había acompañado hasta la oficina no había regresado, y tampoco parecía que alguien fuera a entrar a rescatarlo de su incertidumbre.
Finalmente, tras varios minutos de duda, se armó de valor.
—Señor... —dijo en voz baja—. Saldré un momento.
La respuesta de Xavier no se hizo esperar. El CEO alzó la vista de su computadora y lo miró con la misma intensidad de antes, aunque esta vez su tono fue más contenido, casi como si le estuviera explicando algo a un niño particularmente torpe.
—Escucha, Oliver —dijo con un dejo de impaciencia mientras sus ojos ámbar se clavaban en los verdes del joven—. No tienes que informarme cada vez que te levantas de la silla. Tu obligación es hacer tu trabajo de manera impecable. Todo lo demás es irrelevante para mí.
Oliver asintió rápidamente, avergonzado, pero no pudo evitar expresar la duda que le corroía desde que había llegado.
—Pero... ¿qué es exactamente lo que tengo que hacer como su asistente? —preguntó en un murmullo, mordiéndose la mejilla interna al darse cuenta de que, tal vez, cuestionarlo había sido un error.
Un pesado silencio se instaló en la oficina.
Xavier soltó un breve suspiro, como quien se resigna a tener que explicar algo obvio.
—Habla con Johan —indicó, señalando con un leve movimiento de cabeza hacia la puerta sin despegar los ojos de su computadora—. Está afuera, junto a las demás secretarias. Que te asigne alguna tarea temporal por ahora. Tu principal trabajo lo discutiremos esta noche —añadió sin más, como si eso resolviera todas las incógnitas.
La mención de la noche encendió una chispa de alarma en la mente de Oliver, pero se obligó a sonreír levemente y asentir.
—De acuerdo, señor —dijo, con una mezcla de obediencia y creciente incertidumbre.
Abandonó la oficina sintiendo un nudo apretándole el estómago. Cerró la puerta detrás de sí con sumo cuidado, como si temiera que hasta el más mínimo ruido pudiera enfurecer a Xavier.
Mientras caminaba por el pasillo alfombrado, sus pensamientos comenzaron a desbocarse.
¿Qué significaba exactamente "discutir su principal trabajo por la noche"? ¿Por qué todo parecía tan... misterioso?
Había algo en el ambiente de la empresa, en la actitud de Xavier y en la forma en que todo el proceso se había llevado a cabo, que empezaba a parecerle extraño.
Sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar las ideas negativas.
«No», se dijo a sí mismo.
No puede ser nada malo. Xavier Belmont era admirado, respetado, incluso idolatrado en el mundo del entretenimiento. No en vano lo apodaban "el Zeus del entretenimiento". Era un hombre exitoso, inteligente, un visionario. Una persona como él no estaría involucrada en nada que pudiera poner en riesgo su reputación.
Y aun así...
La desconfianza, como una sombra sutil, empezaba a filtrarse en los pensamientos de Oliver.
Apretó los puños discretamente, forzándose a mantener la calma.
No importaba cuán extraño o difícil resultara ser su nuevo trabajo, él estaba decidido a dar lo mejor de sí mismo. No podía desperdiciar la oportunidad de estar cerca del hombre que, durante años, había admirado y amado en silencio.
Respiró hondo, cuadró los
hombros y se encaminó hacia la recepción, en busca de Johan, decidido a enfrentar lo que viniera, sin importar cuán incierto pareciera el futuro.
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Oliver recorrió el pasillo principal hasta llegar a la recepción del piso. La decoración era sobria y elegante, acorde con la imagen impecable de la empresa: mármoles blancos, madera oscura y discretas plantas perfectamente cuidadas.
Detrás de un amplio mostrador de vidrio, varias secretarias tecleaban con rapidez o hablaban por teléfono, organizando la apretada agenda de los altos ejecutivos.
Entre ellas, Oliver reconoció de inmediato a Johan, un joven de cabello castaño claro, perfectamente peinado hacia atrás, y una sonrisa que parecía más un recurso de protocolo que una expresión genuina.
Cuando Johan notó su presencia, dejó lo que estaba haciendo y le hizo una seña para que se acercara.
—Oliver, ¿verdad? —dijo, levantándose de su asiento con una eficiencia casi ensayada—. El señor Belmont me indicó que te asignara algunas tareas preliminares.
—Sí —asintió Oliver con cierta timidez—. Me pidió que hablara contigo.
Johan asintió con rapidez, como si ya estuviera preparado para ello. Se inclinó sobre su escritorio y abrió uno de los cajones, de donde sacó una pequeña agenda electrónica de última generación.
Se la entregó a Oliver, junto con un par de carpetas gruesas llenas de documentos.
—Esta agenda es para ti —explicó—. Tendrás que mantenerla actualizada con todos los compromisos y reuniones del señor Belmont. No debes cometer errores con eso, ¿de acuerdo? Cualquier modificación debe ser reportada directamente a mí o al señor Belmont.
Oliver tomó la agenda con ambas manos, sorprendido por el peso de la responsabilidad que le estaban entregando. Luego miró los archivos, un tanto intimidado.
—¿Y estos?
—Documentos de proyectos anteriores —aclaró Johan, acomodándose los puños de la camisa con un gesto elegante—. Están desordenados. Necesito que los clasifiques por fecha y por tipo de proyecto. Nada complicado.
Oliver asintió, aunque sentía que, bajo la apariencia sencilla de la tarea, se ocultaba una prueba de eficiencia.
Guardó silencio unos instantes, pero la curiosidad que lo carcomía desde que había llegado era demasiado fuerte para ignorarla. Se aclaró la garganta, tratando de sonar casual.
—Oye, Johan... —empezó, con una sonrisa tímida—, ¿sabes algo sobre cuál será exactamente mi verdadero trabajo? El señor Belmont dijo que lo discutiríamos más tarde, pero... no sé, todo es tan misterioso.
Por un segundo, Johan perdió la compostura.
Sus dedos, que jugaban despreocupadamente con un bolígrafo, se congelaron en el aire. La sonrisa en su rostro titubeó apenas un instante, pero fue suficiente para que Oliver, atento como estaba, lo notara.
—¿Tu verdadero trabajo? —repitió Johan, recuperando la sonrisa en tiempo récord—. No, no sé nada. Sólo me pidieron que te entregara la agenda y los documentos. Eso es todo.
Su tono era demasiado ligero, casi forzado.
Oliver inclinó la cabeza ligeramente, observándolo con atención. Había algo en la forma en que Johan evitaba su mirada que no terminaba de cuadrarle.
Pero no insistió. No quería parecer desconfiado ni meterse en problemas en su primer día.
—Claro —murmuró, aceptando la respuesta a medias.
Oliver tomó los archivos y la agenda, sosteniéndolos contra su pecho mientras retrocedía unos pasos.
Aunque algo en la actitud de Johan había despertado su sospecha, se obligó a no darle demasiada importancia. A fin de cuentas, él no era una persona desconfiada por naturaleza. Siempre había preferido creer en lo bueno de las personas.
Y mucho menos podía desconfiar de Xavier Belmont, el hombre que lo había salvado.
Desde aquel día, Oliver había idealizado a Xavier como un héroe distante, inalcanzable.
Nunca cruzaron palabra alguna. Nunca hubo una amistad, ni siquiera una breve conversación.
Sin embargo, aquel acto mudo de protección había sido suficiente para que, años después, Oliver siguiera creyendo que detrás de esa fachada fría se escondía un hombre justo, alguien en quien podía confiar ciegamente.
Así que, aunque el silencio de Johan y las órdenes vagas de Xavier pudieran parecer alarmantes, Oliver decidió ignorar sus miedos.
Acomodó los papeles en su brazo, respiró hondo y regresó al interior de la oficina, determinado a demostrar que merecía el lugar que le habían otorgado.
Después de todo, estaba trabajando para alguien que, en silencio, más de una vez, ya lo había salvado de su peor pesadilla.
¿Qué podía salir mal?
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Ese "¿qué podría salir mal?" hay que interpretarlo como un "todo va a salir mal"