En su vida pasada, fue engañada por el hombre que amaba: falsamente acusada de adulterio el día de su boda, despojada de todas sus posesiones y llevada al suicidio por la traición de él y su amante.
Pero el destino le otorgó una segunda oportunidad: tres meses antes de aquella tragedia.
Decidida a cambiar su final, acepta el compromiso arreglado por su abuelo con un CEO en silla de ruedas, el mismo hombre que alguna vez rechazó y que fue humillado por todos a causa de ella.
Sin embargo, durante la ceremonia de compromiso, una revelación sacude a todos: él es el joven tío de su exprometido.
Esta vez, ella lo defiende, enfrenta las humillaciones y decide casarse con él, sin imaginar que aquel “inválido” oculta secretos oscuros y un plan de venganza cuidadosamente trazado.
Mientras ella lo protege de las burlas, él destruye en silencio a sus enemigos y le devuelve todo lo que le fue arrebatado.
Pero cuando la máscara caiga, ¿qué quedará entre ellos? ¿Gratitud, amor… o una nueva forma de traición?
NovelToon tiene autorización de Bruna Chaves para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 16
Me desperté con el sonido bajo de la lluvia golpeando las ventanas, un compás constante que parecía ordenar mis pensamientos en estantes. Cerré los ojos por un instante y dejé que el recuerdo de anoche me alcanzara: el piano, el té que se enfrió, la mano de él sobre la mía y, sobre todo, el modo en que Gael dijo mi nombre —Lívia— como quien devuelve algo que siempre fue mío.
Me levanté sin prisa. En el espejo, vi una diferencia que no era de maquillaje o de luz: había menos dureza en los extremos de mi mirada. Me puse un traje sastre sencillo, me recogí el cabello y bajé las escaleras con la sensación de que cargaba dos cosas al mismo tiempo: una guerra y un comienzo.
Mi abuelo ya estaba en la mesa, periódico doblado, la taza de café humeando. Me observó un segundo más de lo habitual, como si midiera un viento nuevo en la casa.
—¿Dormiste? —preguntó, con ese modo de quien sabe que esa es una pregunta sobre más que la noche.
—Lo suficiente —respondí, sirviéndome—. Hoy va a ser un día lleno.
Él asintió, y en el asentir había bendición y cuidado. Dejé un beso en su frente y seguí hacia la oficina. Gael me esperaba con el sobre del peritaje del velo sobre la mesa. No lo tocaba —esperaba por mí.
—¿Lista? —dijo.
—Ahora, sí.
Me senté. Abrí. Dictamen técnico: fibras textiles de encaje sintético provenientes de la Casa Loreto, taller que suele proveer vestuarios para eventos temáticos; residuos de barniz de impresión de una gráfica cuyo CNPJ (registro federal) había aparecido, semanas antes, en los papeles de Orione; polen de gardenia, flor que raramente aparece en ramos comunes, pero que es marca registrada de la Florería Saint-Clair, la preferida de Domenico en las cenas “privadas”. En el pie de página, una impresión parcial compatible con Medeiros, el abogado que ya vimos en el Arcano.
—No es solo una nota maliciosa —dije, sintiendo el calor subir al rostro—. Es un recado firmado sin firma.
Gael se inclinó ligeramente, ojos fijos en mí.
—Ellos creen que la memoria te derrumba. No entendieron que tu memoria es un arma.
Cerré el sobre, más calmada de lo que pensé que estaría. Gael tocó levemente mis dedos, como si sellara un acuerdo invisible.
—¿Vamos a usar esto? —pregunté.
—No todo aún —dijo él, práctico—. Mandamos una notificación a la gráfica y a la florería. Nada agresivo: pedido de confirmación de suministro con base en “averiguación interna”. Si corren a avisarle a alguien, Nina lo capta. Y, con el dictamen, protocolizamos una noticia de hecho en el Ministerio Público. Es feo meterse con el altar de alguien.
Asentí. Nina entró al video, cabello recogido, mirada alerta.
—Ya elaboré los oficios “inocentes” —contó—. Uno con microerror en la grafía de la dirección, otro con la fecha en extenso. Si se filtra, sabemos de dónde. Ah: el blog sucio borró tres posts sobre la “novia infiel” durante la madrugada. Señal de miedo.
—Miedo es bueno —Lídia completó, entrando con una carpeta—. Pero hoy necesitamos más que miedo ajeno. A las cuatro, el Consejo del Hospital San Martino va a votar el mantenimiento del contrato del ala de rehabilitación. Apuesto a que Domenico intentó un dictamen de conflicto de intereses.
—Él va a intentar congelar nuestro gesto más limpio —dije—. Entonces vamos a encender la sala.
A las cuatro en punto, entramos en la sala de reuniones del hospital: paredes blancas, mesa larga, olor a antiséptico y reputaciones en disputa. Gael a mi lado, una muralla silenciosa. Directores alineados, algunos con expresión de “no me involucren”, otros con ojos hambrientos de titular.
El presidente carraspeó.
—Agradezco la presencia. Recibimos manifestaciones sobre posible conflicto de intereses en la donación vinculada al ala de rehabilitación…
Levanté la mano, sin invadir, pidiendo la palabra por el rito.
—Antes de la votación, quisiera protocolizar esta adenda —dije, entregando un sobre a cada consejero—. Cláusulas de transparencia, auditoría trimestral externa, informes públicos y blindaje contra cualquier injerencia —mía o de quien sea. La donación es del hospital para los pacientes, no mía para mi biografía.
Un murmullo recorrió la mesa. Gael habló poco, y cuando habló, fue como si colgara las palabras en un gancho alto:
—El nombre que importa aquí no es el mío. Es el del primer paciente que no tiene cómo pagar fisioterapia. El resto es ruido.
El representante jurídico del hospital hojeó la adenda, leyó en silencio, asintió. Alguien intentó aún levantar la “prensa” como argumento difuso. El presidente cortó:
—La prensa no pauta nuestra ética. Votación.
Manos se levantaron. Ala mantenida. Por unanimidad. Respiré. No sonreí para las cámaras que no había —sonreí para la realidad.
En el pasillo, Gael me tocó el codo, gesto discreto e íntimo.
—Tú fuiste… —Él paró, como si buscara la palabra que no se volvió hábito en él—. Lívia, tú fuiste impecable.
Mi nombre, de nuevo, acertó el lugar correcto por dentro.
—Gracias —respondí, y el gracias era por más que una votación.
De vuelta a la mansión, el mundo nos esperaba con la prisa de siempre. Mateus avisó que dos hombres rondaron la calle lateral, carro con placa fría, el mismo sedán de otra vez. Nina mandó: “gráfica respondió pidiendo una llamada; florería reenvió el e-mail para una dirección externa (capturado)”. La telaraña respiraba.
—Esta noche —dijo Gael, abriendo el mapa con la calma de quien ya estuvo allí— volvemos al Arcano. Ellos van a comentar el revés del hospital. Y cuando festejan o maldicen, descuidan la costura.
Asentí. Antes de salir de la oficina, él sostuvo mi mirada solo lo suficiente para calmar lo que la noticia acelerara.
—¿Cenamos juntos antes?
—¿Cena sin pauta? —bromeé.
—Con pauta. —La comisura de su boca cedió—. Pero contigo en la pauta también.
El restaurante era discreto, luz baja, madera clara, copas que no tintinean por accidente. Nos sentamos en un rincón que no pedía permiso a nadie. Por primera vez en mucho tiempo, me permití degustar lo que estaba en el plato —no solo masticar por obligación. Gael me preguntó del piano de mi madre, de la primera vez en que yo supe que quería algo que no cupiera en planilla, del apodo que yo dejé de aceptar. Respondí sin esconderme —tal vez por primera vez.
—Cuando era pequeña —conté— yo creía que los adultos sabían lo que hacían. Después descubrí que la mayoría solo aprendió a parecer segura. Hice lo mismo, hasta el día en que me empujaron del altar de mi propia vida.
—Y tú volviste —dijo él, sin drama—. De todos los verbos, “volver” es el más terco.
—¿Y el tuyo? —pregunté—. ¿Cuál es tu verbo?
Él pensó un segundo.
—Sustentar. —Y explicó, firme, sin pompa: —Sujetar el peso justo en el lugar justo. En mí. En los otros. En ti, si tú dejas.
No supe qué hacer con la honestidad de esa oferta. Hice la única cosa que me pareció justa: extendí la mano sobre la mesa. Él la encontró en el medio, sin ensayo. Quedamos así tiempo suficiente para recordar que el contacto también es lenguaje.
—¿Lista? —preguntó, en fin.
—Contigo, sí.
El Arcano nos recibió como la otra vez: cuero, susurros y la pretensión de que en el mundo solo importan las cartas en la mesa justa. Los mismos meseros, el mismo pasillo con la pared de sensor, la misma sensación de que al poder le gustan las puertas falsas.
Mateus se posicionó en el bar, el reloj que no atrae miradas en la muñeca. Nina aguardaba, remota, con el oído en el hilo. A las 21h32, Medeiros cruzó el salón con la prisa de quien quiere parecer calmo. Siguió hacia el pasillo, la mano en la esquina del marco, la puerta invisible se abrió. Gael no desvió los ojos de mí, pero cada músculo de él estaba en alerta.
—Si cualquier cosa sale del guion, tú retrocedes —dijo.
—No vine aquí para verte caer, Gael. —Mi voz salió baja, firme—. Vine para sustentar juntos.
Él respiró, casi una sonrisa, como si el verbo devuelto tuviera sentido en él.
El audio vino en fragmentos, como la otra vez —quince, veinte segundos de descuido que valen oro. Voz de Domenico más distante, de Adrian más cerca.
—…el hospital fue una derrota pequeña —dijo Domenico—. Cambiamos el frente: fundación del viejo y el contrato de la prefectura. Ya tengo la pluma.
—¿Y la chica? —Adrian, impaciente.
—La chica tiene un punto débil que tú conoces.
—¿Cuál?
—Tú.
Tragué saliva. No era elogio. Era mapa de trampa.
Salieron. El reloj barato apareció con la bandeja vacía. Medeiros pasó por Mateus, dejó caer un clip de papel —el viejo truco repetido. Al recoger, Mateus cambió el clip por otro. Ese tenía lo que Nina llamó de “polvo de pan”: partículas fluorescentes invisibles bajo luz común, brillantes bajo una lámpara específica que la oficina ya tenía. Con eso, cualquier documento tocado en aquella mesa secreta tendría la firma del encuentro.
—Mañana —dijo Gael, al salir— el polvo habla.
En el carro, la ciudad volvía a ser la ciudad, y no un teatro donde solo los inmortales actúan. Gael apoyó la cabeza en el respaldo por un instante, cerró los ojos. Yo quise decir un millón de cosas y preferí una.
—Gracias por hoy. No solo por la estrategia.
Él giró el rostro hacia mí. De cerca, el trazo de cansancio redondeaba al hombre y lo volvía más… humano.
—Hoy tú fuiste más de lo que yo esperaba —dijo—. Y yo soy un hombre que espera mucho.
Sonreí, sin defensa. Él no me tocó. Yo fui quien lo tocó: la punta de los dedos en la línea del maxilar, un gesto breve que preguntaba si podía existir. Gael se inclinó un centímetro, como quien da paso. El beso no vino —quedó allí, colgado en un hilo elástico entre nosotros, y ese casi fue tan lleno como sería el gesto completo.
—Buenas noches, Lívia —dijo él, y mi nombre me guardó del lado de adentro.
—Buenas noches, Gael.
Cuando bajé en el vestíbulo, la lluvia ya había parado. La casa respiraba otra vez, como al inicio del día. Entré en la biblioteca y apoyé la palma en la tapa cerrada del piano. Pensé en todos los verbos que nos trajeron hasta aquí: volver, sustentar, decir. Cerca de la ventana, dejé el sobre del peritaje a la espera de la mañana —y de la luz justa.
Yo tenía miedo, claro. El miedo no muere; aprende a andar junto. Pero, por primera vez desde que volví, el futuro parecía una carretera que yo caminaría con alguien que sabía sujetar el peso justo en el lugar justo —inclusive el peso de mi nombre.