Rosella Cárdenas es una joven que solo tiene un sueño en la vida, salir de la miserable pobreza en que vive.
Su plan es ir a la universidad y convertirse en alguien.
Pero, sus sueños se ven frustrados debido a su mala fama en el pueblo.
Cuando su padrastro se quiere aprovechar de ella, termina siendo expulsada de casa por su propia madre.
Lo que la lleva a terminar en la hacienda Sanroman y conocer a la señora Julieta, quien en secreto de su marido está muriendo en la última etapa de cáncer.
Julieta no quiere que su familia sufra con su enfermedad. En su desesperación por protegerlos, idea un plan tan insólito como desesperado: busca a una mujer que ocupe su lugar cuando ella ya no esté.
Y en Rosella encuentra lo que cree ser la respuesta. La contrata como niñera, pero en el fondo, esconde su verdadera intención: convertirla en la futura esposa de su marido, Gabriel Sanroman, cuando llegue su final.
¿Podrá Rosella aceptar casarse con el hombre de Julieta?
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Capítulo: Devolver el golpe
Rosella salió corriendo, sentía la peor vergüenza que nunca sintió en su vida.
El aire se le escapaba del pecho como si le quemara los pulmones. Sentía la garganta cerrarse, y el eco de las voces dentro de la casa la perseguía como una pesadilla que se negaba a soltarla.
Bajó las escaleras con torpeza, y justo en el pasillo, se topó con Mariela, el ama de llaves. La mujer la miró con una mezcla de desprecio y triunfo, como si la hubiera estado esperando.
—¿Qué haces en la habitación? —dijo con un tono venenoso, casi escupiendo las palabras—. Solo el patrón Sanromán está ahí. ¿Qué pretendes?
Rosella apenas alcanzó a abrir la boca para responder, cuando Mariela la abofeteó con fuerza.
El golpe resonó en la casa como un trueno.
—¡Te lo advertí! —gritó la mujer con furia.
El ardor se extendió por la mejilla de Rosella, caliente, punzante. Sintió cómo se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez, pero no de tristeza esta vez, sino de rabia.
Su madre podía golpearla, y no diría nada; lo había soportado antes. Su padrastro también la había golpeado, y sabía que enfrentarlo era inútil.
Pero esa mujer… esa mujer no tenía derecho.
Rosella se enderezó, con el corazón palpitándole tan fuerte que parecía que le iba a romper el pecho.
Y sin pensarlo más, le devolvió la bofetada con tal fuerza que Mariela cayó hacia atrás, tambaleándose hasta chocar con la pared.
—¡Yo no he hecho nada malo! —gritó Rosella, temblando, pero sin apartar la mirada—. Y si me pegas una vez más, te juro que limpiaré el suelo contigo.
Mariela la miró atónita, sin poder creer lo que había pasado. Nadie en esa casa se atrevía a levantarle la voz.
Nadie… hasta ese momento.
El silencio se rompió cuando una voz femenina, fría y elegante, se escuchó detrás de ellas.
—¿Qué sucede aquí?
Rosella se giró de golpe. Sintió que el corazón se le detuvo por un instante.
—Yo… no sabía que usted estaba en la habitación, señora Julieta —balbuceó.
Julieta Sanromán, la observaba con calma.
Llevaba un vestido claro, y su rostro pálido reflejaba más cansancio que enojo.
—Fue mi error —dijo al fin—. Lo siento, venía a mi habitación, pero me tardé en llegar. Vamos, Rosella, ven conmigo.
Rosella asintió con la cabeza, avergonzada.
Apenas tuvo tiempo de ver cómo Gabriel Sanromán salía del cuarto, ajustándose la camisa, sin mirarla siquiera.
—Cariño, te veré pronto —dijo él, besando la frente de su esposa antes de irse a trabajar en la cosecha junto al administrador.
Rosella no pudo ni mirarlo, quizás nunca quería verlo por la vergüenza.
Todo le parecía un sueño confuso, un torbellino.
***
Más tarde, mientras ayudaba a la señora Julieta a prepararse para su baño, notó algo que nunca había visto con tanta claridad: lo delgada que estaba.
Su piel parecía casi translúcida bajo la luz tenue de la lámpara, y sus hombros eran tan frágiles que daban miedo.
Rosella pensó en decir algo, en preguntar si se sentía bien, pero se contuvo. No era su lugar.
Julieta, en silencio, la observaba desde el espejo. Sus ojos reflejaban una mezcla de tristeza y determinación.
Pensó para sí:
“Debo hacer tres pruebas para probar si es digna. Si no lo es, le daré dinero para que se vaya a la universidad. Pero tengo fe de que ella… ella es la respuesta a mi plegaria.”
Rosella no entendía por qué Julieta la trataba con una amabilidad tan distinta al resto del personal, pero pensó que la gente era buena, como un sueño vuelto realidad, del que ya no quería nunca despertar si ese era su llave a una vida mejor.
Al terminar sus tareas, Rosella fue con las niñas.
Estaban en la sala de estudio, repitiendo lecciones con su institutriz, Claudia.
A Rosella siempre le parecía extraño que las niñas no asistieran al colegio del pueblo.
Esa casa lo tenía todo: libros, maestros, juguetes… pero no libertad.
Mientras limpiaba discretamente la mesa, escuchó cómo Claudia hablaba con la mayor, Sarah, una niña de apenas diez años, pero con una mirada demasiado triste para su edad.
—Sarah, ¿por qué no le propones a tu padre que vayamos a la fiesta del pueblo? —decía Claudia con una sonrisa envenenada—. Pero solo nosotros, tú, las gemelas, tu papi y yo. Tu mami siempre está cansada últimamente, ¿no? Creo que mami no te quiere mucho.
Las palabras golpearon a Rosella como si fueran cuchillos.
La rabia le recorrió el cuerpo. ¿Cómo podía una mujer decirle algo así a una niña?
Contuvo el impulso de gritarle ahí mismo. Esperó. Respiró hondo.
Cuando las niñas salieron del salón, se acercó con paso firme.
—La comida está servida —anunció, y luego, mirándola de frente, añadió—: Quiero hablar con usted un momento.
Claudia arqueó una ceja, desconcertada.
—¿Y tú quién eres?
—Soy la niñera —respondió Rosella, con voz firme, sin bajar la mirada—. Escuché lo que dijiste. ¿Qué clase de lógica hay en tu cabeza para decirle a una niña de diez años que su madre no la quiere?
creo que quizo decir Arnoldo.!!!