Elena lo perdió todo: a su madre, a su estabilidad y a la inocencia de una vida tranquila. Amanda, en cambio, quedó rota tras la muerte de Martina, la mujer que fue su razón de existir. Entre ellas solo debería haber distancia y reproches, pero el destino las ata con un vínculo imposible de ignorar: un niño que ninguna planeó criar, pero que cambiará sus vidas para siempre.
En medio del duelo, la culpa y los sueños inconclusos, Elena y Amanda descubrirán que a veces el amor nace justo donde más duele… y que la esperanza puede tomar la forma de un nuevo comienzo.
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Capítulo 8.
POV Elena.
La decisión ya estaba tomada. No fue sencillo, pero mientras más lo pensaba, más claro se tornaba: Nueva York era un lugar lleno de recuerdos tristes. Allí había perdido a mi madre, allí Amanda me había dejado de al niño, allí mi existencia había consistido solo en sacrificio y sufrimiento. Italia, en contraste, simbolizaba la oportunidad de un nuevo inicio.
Carla fue la primera en apoyarme.
—No puedes quedarte aquí, Elena. Este lugar solo te agota. Si decides marcharte, yo iré contigo.
La miré con sorpresa. Era mi única amiga, la que estuvo a mi lado durante el parto, quien me ayudó a atravesar el caos de las primeras semanas. No imaginaba cargarla con mis problemas. Sin embargo, ella insistió:
—No me debes nada. Yo tampoco quiero quedarme aquí. Mi padre solo se preocupa por aprovecharse de mí, quiere que me case con un anciano que podría ser mi abuelo. No seré un objeto de cambio para nadie. Así que iremos juntas.
Sus palabras me dieron fuerza. No estaba sola.
Lo primero fue encargarme de los documentos del bebé. Temía que Amanda apareciera reclamándolo, que de repente recordara su responsabilidad. Pero eso no sucedió. Amanda cumplió su amenaza: no llamó, no preguntó, no se mostró.
Eso me dio la certeza de que, para ella, el niño no existía. Y si no existía para ella, entonces sería completamente mío.
Al registrarlo, no dudé en el nombre: Martin Palmer. “Martin” en honor a Martina, la mujer que lo deseaba con tanto anhelo, y “Palmer” porque elegí dejar atrás el apellido de mi padre. Ese hombre nunca tuvo un lugar en mi vida, no merecía seguir afectándome. Tampoco quería llevar el apellido “Vargas”, que me recordaba a la renuncia y al sufrimiento. Palmer, el apellido de mi madre, era el único que me hacía sentir completa.
Mientras firmaba los documentos, sentí que un ciclo se cerraba. Mi hijo y yo seríamos Palmer. Una nueva familia, con raíces en el amor que ella me dejó.
El siguiente paso fue el banco. El cheque del seguro estaba sin tocar, y lo transferí a una cuenta de inversión que el asesor me sugirió.
—Con esto tendrás ingresos mensuales estables. No te hará rica de inmediato, pero te dará tranquilidad —me comentó.
Tranquilidad… esa palabra sonaba casi irreal después de tantos años viviendo al borde.
Con esa base y lo que había ahorrado del contrato de subrogación, sabía que podía subsistir en Italia mientras aprendía el idioma y organizaba mi vida.
El día del viaje amaneció frío y húmedo. Nueva York parecía querer despedirse de mí con su aspecto más sombrío. Antes de ir al aeropuerto, llevé a Martin al cementerio.
Caminé despacio entre las tumbas, sosteniendo a él en mis brazos y a Carla a mi lado, que llevaba un ramo de flores frescas.
Primero, me arrodillé ante la tumba de mi madre.
—Mamá, ya nos vamos… —dije suavemente, con la voz entrecortada—. No pude salvarte, pero haré realidad tus sueños. Prometo que Martin crecerá en un lugar donde la vida sea ligera, no una lucha constante. Seré feliz, mamá, como siempre deseaste.
Bese la piedra de la tumba, sintiendo su frío al tocar mis labios.
Después, me dirigí a la tumba de Martina. Allí permanecí en silencio durante mucho tiempo, sin saber cómo comenzar. Al fin, murmuré:
—No sé si tengo el derecho de estar aquí. Tú querías a este niño más que nadie… y ahora soy yo quien lo cría. No sé si esto es justo o cruel, pero quiero que sepas que lo quiero. Lo nombré Martin en tu honor, para que tu recuerdo permanezca en su vida. Prometo cuidarlo, quererlo, y protegerlo. No permitiré que se sienta solo nunca.
Las lágrimas caían por mis mejillas, pero en mi interior sentí una extraña paz. Como si, de alguna manera, ambas me dieran su consentimiento para seguir adelante.
El aeropuerto estaba lleno de ruido, con maletas sonando y anuncios en los altavoces. Mientras sostenía a Martin cerca de mi pecho y atravesaba la multitud, sentí que cruzaba una frontera invisible. Detrás quedaban el sufrimiento y las pérdidas; adelante, un futuro incierto.
El vuelo fue largo y agotador. Martin lloró en varias ocasiones, y Carla y yo nos turnábamos para calmarlo. Apenas logré dormir, pero mi mente estaba demasiado distraída pensando en el futuro. Cada vez que cerraba los ojos, veía el mar de la postal de mi madre.
Cuando finalmente el avión comenzó a descender y la voz del piloto indicó que aterrizábamos en Sicilia, un escalofrío recorrió mi cuerpo. No podía creerlo: estábamos allí.
El aire de Sicilia se sentía diferente. Más suave, con aroma a sal y flores. El cielo parecía más brillante, y el mar azul se extendía como una promesa sin fin. Tomamos un taxi desde el aeropuerto hasta un pequeño hotel cerca del casco antiguo. Sus paredes blancas y balcones con flores parecían sacados de una postal.
Martin dormía en su cuna portátil cuando me acerqué a la ventana. Desde allí, podía ver las calles empedradas, los edificios antiguos y la vida tranquila que latía en cada esquina: niños jugando, ancianos conversando en las plazas, mujeres colgando ropa colorida desde los balcones.
—Es hermosísimo… —susurré.
Carla sonrió, apoyada en el marco de la puerta.
—Aquí podemos empezar de nuevo.
Los días siguientes los utilizamos para explorar diferentes casas. Ya había revisado varias opciones en línea, pero nada se igualaba a la experiencia de verlas físicamente. Algunas resultaban muy pequeñas, otras estaban demasiado lejos. Pero luego llegamos a una vivienda de dos pisos, con una fachada amarilla y persianas verdes. Tenía un jardín que la circundaba, lleno de plantas en flor.
Apenas traspasé la puerta, experimenté una sensación especial. El suelo de piedra, la escalera de madera, la luz que entraba a través de los grandes ventanales… todo parecía indicarme que ese era el lugar donde debía estar.
Me dirigí hacia el jardín. Visualicé a Martin dando sus primeros pasos sobre el césped, a Carla disfrutando de café conmigo por las mañanas, y a mí misma estudiando en un rincón bañado por el sol mientras la brisa traía el aroma del mar.
—Es esta —dije sin dudarlo.
Carla rió, emocionada.
—Ni siquiera preguntaste el precio.
—No necesito hacerlo. Aquí empezará nuestra nueva vida.
Firmé los papeles unos días después. Al recibir las llaves, las apreté en mi mano como si fueran un talismán. Esa casa no era solo ladrillos y madera: era libertad, era futuro, era la promesa de que, después de tanto dolor, podía empezar a construir algo nuevo.
Esa noche, ya instaladas en el hotel mientras esperaba la mudanza, me acosté con Martin sobre mi pecho. Afuera se escuchaba el murmullo lejano del mar.
—Bienvenido a tu hogar, hijo —le susurré—. Aquí crecerás. Aquí aprenderemos a vivir de nuevo.
Cerré los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, dormí con la certeza de que el futuro, aunque incierto, estaba lleno de posibilidades.
Porque en Sicilia no solo buscaba cumplir los sueños de mi madre. También estaba lista para empezar a cumplir los míos.