En un giro del destino, Susan se reencuentra con Alan, el amor de su juventud que la dejó con el corazón roto. Pero esta vez, Alan regresa con un secreto que podría cambiar todo: una confesión de amor que nunca murió.
A medida que Susan se sumerge en el pasado y enfrenta los errores del presente, se encuentra atrapada en una red de mentiras, secretos y pasiones que amenazan con destruir todo lo que ha construido.
Con la ayuda de su amigo Héctor, Susan debe navegar por un laberinto de emociones y tomar una decisión que podría cambiar el curso de su vida para siempre: perdonar a Alan y darle una segunda oportunidad, o rechazarlo y seguir adelante sin él.
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Las olas del renacer
Capítulo 8.
El murmullo del mar era todo lo que se escuchaba mientras Susan permanecía sentada en la orilla, abrazando sus rodillas, con los ojos hinchados de tanto llorar. El tiempo se había detenido para ella. No sentía hambre, ni frío, ni calor. Dos días y una noche habían pasado desde que llegó allí, pero el tiempo era irrelevante. Solo había espacio para el vacío, un abismo que parecía engullirla más con cada ola que lamía sus pies.
No había nada ni nadie que la atara al mundo. Había perdido todo: su matrimonio, su madre, su esperanza. El océano, con su calma traicionera, le ofrecía una salida. Susan lo miró con resignación y dejó que su cuerpo se relajara. Se tumbó sobre la arena, dejando que las olas la alcanzaran. Cerró los ojos, lista para dejarse llevar, para desaparecer como si nunca hubiera existido.
Cuando el agua la cubrió por completo, algo inesperado ocurrió. En el instante en que su último aliento parecía escaparse, imágenes comenzaron a aparecer en su mente. Una tras otra, como si alguien hubiera abierto un baúl de recuerdos: las manos cálidas de su madre sosteniendo las suyas de niña, las risas compartidas con sus amigas, los días felices en los que creía que el mundo era suyo.
De repente, la visión cambió. Entre la niebla, apareció su madre. Llevaba un vestido blanco que ondeaba con el viento, y en sus brazos acunaba un pequeño bulto envuelto en una manta azul. Susan intentó moverse hacia ella, pero su cuerpo seguía anclado.
—Cariño —dijo su madre, con la dulzura de siempre—. No es tu momento aún. Yo estaré cuidándote desde el otro lado, pero ahora más que nunca necesito que seas fuerte.
—Mamá... no puedo. No tengo fuerzas. Por favor, llévame contigo.
Su madre negó con la cabeza, pero sus ojos estaban llenos de amor.
—No puedo, hija. Hay alguien más que te necesita.
Susan notó entonces que el bulto en los brazos de su madre era un bebé. Pequeño, indefenso, con una expresión serena que casi parecía imposible.
—¿Quién...?
—Es tu hijo, Carlos. Aunque tiene el cabello de su padre, tiene tus ojos y esa hermosa nariz que siempre me recordó a la de tu abuela.
El corazón de Susan se detuvo.
—Eso no es posible. Alan tenía una vasectomía...
Su madre sonrió con paciencia.
—Nada es imposible para la vida, hija. Ni para Dios. Pero ahora despierta. Es tiempo de vivir para él, para ti. No me falles.
—¡Mamá, no te vayas! ¡Espera, por favor!
Susan despertó con un sobresalto, aspirando una bocanada de aire que quemó sus pulmones. La luz blanca del techo de un hospital la cegó momentáneamente. Sentía el cuerpo pesado, como si hubiera estado nadando en un río de plomo.
—¿Señorita, puede escucharme? —preguntó una voz masculina.
Cuando logró enfocar, vio al médico que estaba revisando las máquinas conectadas a ella.
—¿Dónde estoy? —murmuró con voz rasposa.
—En el hospital. La encontramos en la playa. Tenía una descompensación severa, deshidratación y... bueno, sus nulas ganas de vivir casi la llevan al otro lado.
Susan cerró los ojos.
—Ojalá lo hubieran hecho. No tengo nada.
El médico suspiró, pero sus palabras no eran condescendientes, sino cargadas de un tono firme y cálido a la vez.
—Usted dice que no tiene nada, pero le aseguro que no es así. Alguien en su condición nunca está sola.
Ella lo miró, confundida.
—¿De qué habla?
El médico sonrió apenas.
—Está embarazada.
La sangre de Susan se congeló.
—Eso es imposible. Mi exesposo tenía una vasectomía.
El médico levantó las manos en un gesto de calma.
—Entiendo su sorpresa. Pero a veces, una vasectomía no es completamente efectiva. El cuerpo es un misterio, señorita. Y ahora mismo, el niño en su vientre es una prueba de ello.
Susan no supo qué decir. Antes de que pudiera procesarlo, el médico salió, dejándola sola con su caos interno.
Unos minutos después, la puerta volvió a abrirse. Un hombre alto, moreno, de mirada serena y cejas gruesas entró en la habitación.
—Hey, Susan. ¿Qué estabas haciendo?
Susan alzó la vista con cansancio.
—Capi Chávez... ¿qué hace aquí?
El hombre se acercó con una mezcla de preocupación y alivio en su rostro.
—Te vi salir del hotel como si estuvieras perdida, así que traté de seguirte. Te perdí, pero al amanecer vi a alguien adentrándose en el mar. Corrí como un loco y, bueno, aquí estamos.
Susan rió amargamente.
—Deberías haberme dejado. Estaría mejor con las cenizas de mi madre.
Chávez la miró con una intensidad que la dejó sin palabras.
—Susan, no puedes rendirte así.
—¿Por qué no? —preguntó ella, sin emoción—. No tengo nada.
Él respiró hondo antes de responder.
—Entonces hagamos un trato. Déjame ser tu amigo, tu apoyo. Dame un año. Nos vamos de aquí, a donde quieras. Si después de ese tiempo sigues sintiéndote igual, no te detendré.
Susan lo miró incrédula.
—¿Por qué harías algo así?
Chávez sonrió.
—Porque sé que te ofrecieron un ascenso a Francia. Y resulta que yo soy de allá. Puedo ayudarte a empezar de nuevo.
La idea parecía absurda, pero algo en sus palabras resonó en ella. Tal vez, solo tal vez, un año no era demasiado para intentar encontrar un nuevo comienzo.
—Está bien —dijo al fin, su voz apenas un susurro—. Pero no espere nada de esto.
Chávez sonrió ampliamente.
—No importa. Yo espero por los dos.
Y con esas palabras, Susan sintió por primera vez un atisbo de esperanza. Pequeño, frágil, pero suficiente para empezar.