¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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Al otro lado del hoyo
Ayudo a mi madre con algunos quehaceres para despejar mi mente del deseo que lo oprime. Es que ando con la idea de levantar el afiche y entrar en la habitación de Asha, y encandilarme con la luz rosa de sus linternas y acurrucarme entre las cabezas colgantes de sus peluches. Lavo los platos, limpio los pisos, ayudo a picar el pollo antes del frito.
Manuel se niega a responderme en todo el día, aunque sigue activo en el WhatsApp, tal vez lo esté haciendo a propósito para que yo ande insistiéndole, pero no, no lo haré. Él me escribirá porque este es otro de sus arranques. Dejo mi teléfono sobre la mesa del comedor y, mientras mi madre calienta el café, miro hacia el balcón sellado. Vale, no hay nadie, y parece que no habrá nadie por mucho tiempo.
Después de la cena veo la TV y resoplo debido a las nuevas reglas que está imponiendo la policía militar. Quien las impone es un tal coronel Vladímir. Este tiene una mascarilla negra en la boca, y por encima, desde su frente hasta su mentón, una careta facial. No veo del todo su rostro, y aun así, parece un auténtico hijo de puta.
—El toque de queda ahora será permanente en todas las barriadas altas del distrito —informa al grupo de periodistas que lo acorralan con flashes y micrófonos—. También quedan totalmente prohibidos en esas zonas todos los trabajos que no pertenezcan a los sectores priorizados, como el de salud —un montón de oficiales cubren su retaguardia—. A partir de mañana solo se permitirá la salida de un integrante por familia, y debe tener un salvoconducto donde explique las razones. Ahora mismo todos los escuadrones de paz se movilizan a los barrios altos para garantizar el orden. ¡No toleraremos abusos! Cualquier infracción a las normas anteriormente dichas serán castigadas con todo el peso de la ley.
Luego la chica que tiene el micrófono ve a la cámara y despide la transmisión, y cuando volteo al otro lado del mueble, mi madre tiene el teléfono en la mano y envía notas de voz, y es obvio que sus receptores pertenecen al bendito grupo "los padres contra el virus".
—Es oficial —dice—. Ya los barrios altos están bajo cuarentena estricta, si insistimos también la dictarán en la ciudad.
—Queda de parte de nosotros lograrlo —escucho decir a un hombre que responde desde la nota de voz.
Su teléfono curiosamente tiene el volumen alto. Lo sé, quiere que yo también escuche la victoria que ha tenido ella y la cuerda de locos que la siguen.
—¡Ya era hora! —replica otra nota de voz en su teléfono, esta vez es la voz de una mujer—. En esos barrios había mucha gente en la calle. Eso explica el aumento en las cifras de muertos y contagios.
—Cuidemos mucho a nuestros hijos —¿cuándo acabarán de llegar las notas de voz?—. Ellos son los más vulnerables al contagio.
Mensajes y notas de voz celebran y reafirman un compromiso totalmente desquiciado. Vale, quizás haya un virus por la calle y todo eso, pero ¿¡debe ser para tanto!?
Otra vez vuelven los recuerdos, y de pronto me levanto del sofá, alterado.
—¿Te pasa algo? —mi madre me observa. Impide que me mueva y comienza a revisar si hay en mí algún síntoma extraño—. ¿Te sientes mal? ¿Te duele cabeza? ¿Has tosido últimamente? ¿Tienes fiebre?
—Solo estoy cansado —simulo un bostezo.
—Pues mejor descansa, yo seguiré aquí otro rato más.
Me retiro sin siquiera darle las buenas noches. Al regresar a mi habitación, las sábanas me acompañan en mis nostalgias, aquellas que rodean el afiche de Scarlett J. No tengo ganas de dormir, ando igual de energético que la noche anterior. Me recuesto, siempre mirando el hoyo oculto. Doy una vuelta en la cama, dos, tres, cinco, diez, veinte... llego al infinito, o tal vez ya estoy demasiado cansado para contar.
Si no fuera porque aún estoy algo cuerdo, ya estuviera hablándole a la Johnson. Pero vale, un día más sin las gemelas y ya lo estaré haciendo, ¡de verdad! Vuelven las ansias de morder las sábanas, pero las aguanto. Los escombros de la explosión siguen en mi closet, aunque no quiero mirarlos.
¡Empezaré a gritar cómo un loco si veo otra cosa que me las recuerde!
Un momento, un momento, ¡hay un maldito hoyo entre la pared de Asha y la mía! Solo debo acercarme y apartar a la viuda negra, y hacer a un lado el otro afiche que hay en el lado opuesto. Será un vistazo breve, conciso y preciso, y ya. Dudo que se acabe el mundo por fisgonear un poco. Quizás no me atreva, entonces... ¿Por qué lo estoy haciendo?
Respiro cuando quito el primer afiche, y volteo a ver a la puerta esperando que a mi madre no se le ocurra tocarla. Bien, nada de golpes ni de madres. Prosigo. El otro pendón parece más pesado y de un material no tan flexible. Okay, solo debo moverlo un poco y ya... ¡Pero me da miedo! Cierro los ojos y le doy un empujón fuerte, muy, muy fuerte. Y para mi sorpresa ciega palpo unas manos enguantadas.
¡Debe ser Asha!
Sigo con la vista en negro porque no me atrevo a abrir los párpados, quizás a Asha le guste así también. De pronto, siento que otro par de manos me atrapan por la espalda, ¡Qué rayos es esto!
Abro los párpados y para mi sorpresa me encuentro con un grupo de cinco personas, todos vestidos de negro. No logro identificar a nadie porque todos tienen capuchas y máscaras led de animales.
Antes de gritar me jalan al otro lado de la habitación y me cubren la boca con un pañuelo húmedo que huele peor que el cloro en aerosol de mamá. Mis ojos se ponen pesados y los pies se me vuelven agua. Todo gira y se hace más borroso mientras escucho voces muy gruesas, como la de los monstruos infantiles. Siento que me arrastran y zarandean de arriba abajo, de un lado al otro. Agónico y contemplando la locura, solo puedo percibir el olor de un perfume de naranjas.
Amo las naranjas, sobre todo cuando vienen en perfumes. JA, JA, JA... esto es divertidísimo. Me siento como en los columpios, como en los carruseles, como en las naves espaciales. Miro sombras que hacen malabares y prenden lucecitas, y se hacen grandes y pequeñas, pequeñas y grandes. Nunca me había sentido así de genial.
El mundo deja de brillar para mí, y todo lo genial se ha vuelto un completo dolor de cabeza. Estoy en una silla, atado de pies a cabeza, con otra mordaza en mi boca. Hay ocho sombras frente a mí, muy por detrás de la lámpara que se refleja contra mi rostro. El lugar parece cerrado y húmedo. Comienzo a balbucear el nombre de Asha, de Brilla... Tengo sed y siento los dedos como pedazos de goma.
¿Dónde estoy?
Alguien me quita la mordaza y empieza a acercarse más a mi rostro.
—¿Brilla? —inquiero convaleciente. Tiene que ser ella la que está intentando ayudarme.
La equivocación de mis sentidos me golpea en ipso facto. La persona que está cara a cara conmigo no es Brilla, ¡claro que no! Brilla no tiene el cabello corto, ni cejas finas, ni una nariz de navaja, ni unos ojos muy claros, ni la peculiar manzana en el cuello de los hombres. Percibo que el tipo me respira en la nariz, y su aliento huele a que todo se pondrá peor que antes.
—¿Quién eres? —digo, bamboleando la cabeza.
El chaval empieza a hincar sus dedos sobre mis hombros, y juro que lo hace para causarme dolor. La soga me quiebra los huesos y los explota desde adentro. Meneo mi cuerpo tratando de liberarme, idiotamente claro, ¿¡por qué somos más idiotas cuando estamos en peligro!?
Peligro, sí, ahora sí estoy preocupado. Vale, quizás las gemelas no eran tan peligrosas, pero, ¿qué hay de los que están involucrados en lo que sea que estén involucrados con ellas? Como el tipo que sigue frente a mí, por ejemplo. El chaval lame sus dedos medios y al fin me confronta:
—¿Quién soy? Si supieras que esa es una pregunta muy difícil de responder —sonríe—. Podría responderte que soy un desquiciado, que soy mi nombre, que soy una bestia y un montón de cosas más, pero por más que diga y diga, nunca te daré una respuesta concreta. Hagamos algo más sencillo: solo preocúpate por no mentirme.