Todo el mundo reconoce que existen diez mandamientos. Sin embargo, para Connor Fitzgerald, héroe de la CIA, el undécimo mandamiento es el que cuenta:
" No te dejaras atrapar"
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CAPITULO 8
-- Me temo que no podrá contratar a un asesino que la eliminará, así que, ¿ qué me sugieres que haga ?
-- En mi opinión, tiene dos opciones, señor. Puede despedirla y hacer frente a la inevitable investigación del senado, o aceptar la derrota, mostrarse de acuerdo con su versión de lo ocurrido en Bogotá y confiar en obtener mayor provecho de ella la próxima vez.
-- Tal vez exista una tercera opción -- aventuró el presidente Lawrence en voz baja.
Lloyd escuchó atento. Muy pronto se puso de manifiesto que el presidente había meditado mucho en la manera en que podría retirar a Helen Dexter de su puesto como directora de la CIA.
Connor Fitzgerald puso en orden sus pensamientos mientras la banda continua empezaba a movilizar el equipaje del vuelo. Después de un rato su maleta apareció frente a él. La tomó y se dirigió a la aduana.
Cuando salió del edificio de llegadas, divisó de inmediato a su esposa e hija entre la multitud. Apresuró el paso y sonrió a las dos mujeres que adoraba.
-- ¿Cómo estás, querida? -- preguntó al abrazar a Maggie.
-- Siempre vuelvo a vivir cuando regresas a salvo de una comisión --susurró. Él trató de pasar por alto las palabras "" a salvo "", luego la soltó y se volvió hasta la otra mujer en su vida: una versión ligeramente más alta del original, con el mismo cabello largo y rojo y deslumbrantes ojos verdes. La única hija de Connor le dio un gran beso en la mejilla que la hizo sentir 10 años más joven
-- ¿Cómo te fue en Sudáfrica? --preguntó Maggie.
-- La situación se ha vuelto mucho más precaria desde la muerte de Mandela --repuso Connor. Durante su prolongada comida en Ciudad del Cabo, Carl Koeter le había dado un informe completo sobre los problemas que enfrentaba Sudáfrica.
Muchas veces, Connor había querido contarle a Maggie toda la verdad. Pero, siempre había aceptado el código de silencio absoluto, y trató de convencerse de que era mejor para ella ignorar la verdad. Sin embargo, cuando ella usaba sin pensar palabras como "" comisión"" y "" a salvo"", él cobraba conciencia de que Maggie sabía mucho más de lo que estaba dispuesta a admitir. Aunque muy pronto ya no sería necesario continuar mintiendo. La misión de Bogotá había sido la última. En el transcurso de las próximas vacaciones, dejaría entrever que le habían ofrecido un ascenso que implicaría tener que viajar menos.
Salieron del edificio de llegadas al tibio verano australiano y se dirigieron al estacionamiento.
Andy Lloyd jefe de asesores de la casa blanca y sus señas a un taxi que iba pasando el vehículo se detuvo y el hombre subió
--Llévame al AV en la avenida Nueva York -- ordenó.
El taxi tomó a la izquierda sobre Pensilvania y luego se dirigió al norte, a la Sixth Street. Andy trató de dar coherencia a sus ideas y ponerlas en orden, agradecido de que el conductor no quisiera pasar el tiempo del recorrido ofreciéndole sus opiniones sobre la administración o, en especial, sobre el presidente.
Doblaron a la izquierda por la avenida Nueva York y, de inmediato, el taxi empezó a aminorar la velocidad. Lloyd entregó un billete de diez dólares al conductor y bajó del automóvil sin esperar el cambio.
Pasó por debajo de un toldo rojo, blanco y verde, que no dejaba dudas sobre el origen italiano del propietario del restaurante, y abrió la puerta. Se sintió aliviado cuando observó que el lugar estaba vacío, salvo por una figura solitaria sentada a una mesa pequeña en el extremo del salón, qué jugueteaba con un vaso medio vacío de jugo de tomate. Su traje elegante y de buen corte no mostraba indicios de que estuviera desempleado. Aunque el sujeto todavía tenía complexión a atlética, su calva prematura lo hacía verse mayor que la edad indicada en el expediente. Las miradas de los dos se cruzaron y el hombre hizo una señal de asentamiento. Andy se aproximó y tomó asiento.
-- Me llamo Andy... -- empezó.
-- El enigma, señor Lloyd, no estriba en quién es usted, sino en por qué el jefe de asesores del presidente quiere verme --repuso Chris Jackson.
-- Y ¿Cuál es su especialidad? --preguntó Stuart McKenzie.
Maggie miró a su esposo a sabiendas de que él no acogería con agrado una pregunta tan indiscreta.
Connor se dio cuenta de que Tara no había advertido al último joven, que había caído bajo su hechizo, que no hablara del trabajo de su padre.
Hasta ese instante, Connor no recordaba haber disfrutado más de una comida. Era claro que el pescado estaba recién sacado del mar solo unas cuantas horas antes de que ellos se sentaran a la mesa de un rincón en un café de playa en Cronulla. La fruta no tenía conservantes ni había estado jamás en una lata, y la cerveza era tan buena que deseó que le exportaran a Washington. Bebió un sorbo de café antes de retreparse en su silla y observar a los que practicaban surfing a solo doscientos metros de distancia, un deporte que habría querido que existiera veinte años antes. A Stuart le sorprendió el excelente condición física del padre de Tara cuando este hizo la prueba con la tabla de surfing por primera vez. Connor se jactó de que todavía hacía ejercicio dos o tres veces a la semana.
Dos o tres veces al día habría sido más aproximado a la verdad.
Aunque nunca consideraría a alguien suficientemente bueno para su hija, Connor tuvo que admitir que en los últimos días había llegado a disfrutar de la compañía del joven abogado.
-- Me dedico a los seguros -- respondió, consciente de que era posible que Tara ya le hubiera dicho eso.
-- Sí, Tara lo mencionó, pero no entró en detalles.
Connor sonrió.
-- Es porque me especializo en secuestros y rescates, y tengo la misma actitud hacia la confidencialidad de mis clientes que ustedes dan por un hecho en tu profesión -- esperaba que ese comentario impidiera El joven australiano seguir indagando.
Para asegurarse de que eso ocurriera, Maggie se levantó de su asiento, se volvió hacia Connor y anunció:
-- Voy a nadar. ¿Alguien quiere acompañarme?
-- No, pero me gustaría practicar surfing un poco más -- repuso Tara, ansiosa por colaborar en el intento de su madre por concluir con el interrogatorio. Tomó a Stuart del brazo.
-- Vamos, Superman. Te daré la oportunidad de salvarme para que te sientas todo un héroe.
Stuart se puso de pie de un salto, y corrieron hacia la playa.