EL UNDECIMO MANDAMIENTO

EL UNDECIMO MANDAMIENTO

CAPITULO 1

En cuanto el hombre abrió la puerta, se escuchó una chicharra, evidentemente la alarma se había activado.

Se trataba del tipo de error que uno esperaría de un aficionado, lo que no dejaba de ser sorprendente, puesto que los colegas de Connor Fitzgerald lo consideraban el maestro de los profesionales.

Fitzgerald había previsto que la policía de Bogotá tardaría varios minutos en responder a un robo en el distrito de San Victoriano. Todavía faltaban varias horas para que se iniciara el partido anual de fútbol contra Brasil, pero la mitad de los televisores en Colombia ya habían de estar encendidos. Sí Fitzgerald hubiera irrumpido en la casa de empeño después de empezado el juego, probablemente la policía no habría reaccionado sino hasta que el árbitro silbara el final. Era un hecho conocido que los delincuentes de la región consideraban el encuentro deportivo como un período de libertad condicional de noventa minutos. Sin embargo, sus planes para esa hora y media tendrían a la policía dando palos de ciego durante días. Además, pasarían semanas, tal vez meses, antes de que alguien descubriera el verdadero significado del robo de ese sábado por la tarde.

La alarma aún sonaba cuando Fitzgerald cerró la puerta trasera y caminó con paso rápido por el pequeño almacén para dirigirse al frente del establecimiento, haciendo caso omiso de las hileras de relojes en sus bases y las esmeraldas guardadas en bolsas de celofán. Apartó la cortina de cuentas que dividía el almacén de la tienda y se detuvo detrás del mostrador. Clavó la mirada en un estuche de cuero maltratado que se hallaba en una base en el centro del escaparate. Las iniciales DVR estaban impresas en la tapa, en letras doradas descoloridas. Permaneció completamente inmóvil hasta que se cercioró de que nadie miraba al interior.

Cuando Fitzgerald vendió la obra de arte al prestamista unas horas antes ese mismo día, le explicó que podía ponerla a la venta, pues él no tenía intenciones de regresar a Bogotá. Fitzgerald no se sorprendió al ver que la pieza ya estaba en exhibición en el escaparate. De seguro no había otra igual en Colombia.

Trepó por el mostrador y se encaminó al escaparate, mirando a su alrededor para asegurarse de que no hubiera observadores fortuitos, aunque no había nadie. Retiró el estuche de cuero de su base, saltó de nuevo por el mostrador y se dirigió con rapidez hacia el almacén. Hizo a un lado la cortina de cuentas y caminó dando zancadas hasta la puerta cerrada. Consultó su reloj. La alarma había sonado a todo volumen durante noventa y ocho segundos. Salió al callejón, agudizó el oído, luego giró a la derecha y avanzó despreocupadamente hacia carretera séptima.

Cuando Connor Fitzgerald llegó a la acera, miró a izquierda y derecha, zigzagueó entre el escaso tránsito y cruzó la calle. Desapareció en un restaurante atestado, donde un grupo de aficionados entusiastas se encontraban sentados en un semicírculo frente a un televisor de pantalla grande.

Nadie se volvió a mirarlo cuando se sentó en una mesa en el rincón. Aunque no se veía el televisor con claridad, tenía una vista perfecta del otro lado de la calle. Un gran letrero maltrecho que rezaba J. Escobar. MONTE DE PIEDAD, ESTABLECIDO EN 1946, se agitaba bajo la brisa de la tarde, arriba de la casa de empeño.

Transcurrieron varios minutos antes de que un auto patrulla se detuviera en seco con un chirrido de los neumáticos frente al establecimiento. Una vez que Fitzgerald alcanzó a ver a dos agentes entrar en el edificio, se levantó y salió con aire impasible por la calle trasera a otra calle tranquila en esa tarde de sábado. Hizo señas con la mano y llamó a un taxi.

-- Al Balvedere en la plaza de Bolívar por favor -- ordenó con marcado acento sudafricano.

El conductor asintió y encendió el radio.

Fitzgerald volvió a ver el reloj. Era la una y diecisiete. Estaba retrasado un par de minutos respecto al programa. Supuso que el discurso ya debía de haber comenzado, pero como éstos siempre se prolongaba mucho más de cuarenta minutos, aún tenían tiempo de sobra para ejecutar lo que constituía el verdadero motivo de su estancia en Bogotá. Se movió unos cuantos centímetros a la derecha, para estar seguro de que el conductor pudiera verlo con claridad por el espejo retrovisor.

Fitzgerald necesitaba que, una vez que la policía iniciara las investigaciones, todos quienes lo hubieran visto ese día proporcionaran aproximadamente la misma descripción: hombre caucásico, de cincuenta y tantos años de edad, poco más de uno ochenta metros de estatura, alrededor de noventa y cinco kilos de peso, sin afeitar, cabello oscuro desordenado, vestido como extranjero, con un acento extraño, pero no estadounidense. Esperaba que al menos uno de ellos fuera capaz de identificar el peculiar tono nasal de los sudafricanos. Fitzgerald siempre había sido hábil para emular los acentos. En el bachillerato, era habitual que se metiera en problemas por imitar a sus profesores.

Cuando el taxi se detuvo frente al Belvedere, Fitzgerald pagó con un billete de diez mil pesos y bajó del automóvil sin esperar a que el conductor pudiera darle las gracias por una propina tan generosa.

Fitzgerald subió corriendo los escalones del hotel. En el vestíbulo se encaminó directamente a los ascensores, subió al octavo piso y recorrió el pasillo hasta la habitación 807. Deslizó una tarjeta de plástico por la ranura. En cuanto la puerta se abrió, colocó el letrero FAVOR DE NO MOLESTAR en el picaporte externo, cerró la puerta y puso el seguro.

Volvió a mirar el reloj faltaban veinticuatro minutos para las dos. Calculó que en ese momento la policía, ya habría salido de la casa de empeño, después de concluir que se trataba de una falsa alarma. Telefonearían al señor Escobar para informarle que todo parecía estar en orden y le recomendarían que le avisara el lunes si algo había desaparecido.Sin embargo, mucho antes de que eso ocurriera Fitzgerald había colocado el estuche de cuero maltratado de regreso en el escaparate.

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Maribeth Minotta

Maribeth Minotta

y el objetivo fue

2024-09-12

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