Nunca pensé que mi vida empezaría a desmoronarse por una simple sonrisa.
Una sonrisa joven, llena de confianza, que me desarmó sin el menor esfuerzo. Solo era una tarde común, una clase cualquiera. Yo, con mis libros, mis papeles, mi matrimonio de fachada y la máscara que llevo años usando para sobrevivir en el papel que el mundo me impuso.
Pero cuando ella entró al salón, con ese aire despreocupado y esa voz dulce llamando a mi hija por su nombre… todo dentro de mí tembló.
Ella era solo la mejor amiga de mi hija. La chica que almorzaba en mi casa, que reía fuerte en la sala, que compartía historias de la universidad en la terraza mientras yo fingía no escuchar. Pero en ese instante, cuando nuestras miradas se cruzaron en el pasillo de la universidad, algo cambió.
Ella me miró como si ya supiera más de mí que lo que yo misma me atrevía a admitir.
Soy profesora. Estoy casada. Y no he salido del clóset.
Ella es mi alumna.
Y es todo aquello que he ocultado ser durante toda mi vida.
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Capítulo 7
Capítulo 7 — El peso de la elección (continuación)
Elisa retrocedió dos pasos, el corazón desbocado, la culpa latiendo en cada vena.
—Esto está mal, Júlia... —susurró, la voz quebrada, casi inaudible.
—¿Mal para quién? —replicó ella con suavidad, sin moverse—. ¿Para quién inventó esas reglas que te sofocan?
El silencio entre ellas era espeso, cortante. Elisa sentía el peso de las palabras de Júlia como una mano cerrándole el pecho, impidiéndole respirar bien.
—Yo... tengo una vida —intentó argumentar, como si aún pudiera convencerse a sí misma.
—Tienes una rutina —corrigió Júlia, acercándose de nuevo, pero respetando un pequeño espacio—. Una vida... es otra cosa, profesora.
Elisa sintió que le ardían los ojos. No quería llorar allí. No quería ser débil delante de ella.
Pero Júlia parecía ver a través de todas sus defensas, todas las máscaras que usaba para protegerse de lo que realmente sentía.
—No puedo —dijo Elisa, la voz embargada—. Eres amiga de mi hija.
—Soy más que eso, y lo sabes —respondió Júlia, firme—. Y tú... tú eres mucho más que la mujer que todo el mundo espera que seas.
Un trueno estalló afuera, haciendo temblar la ventana de la biblioteca. Elisa se estremeció también, pero no fue por el ruido. Fue por el abismo que se abría ante ella.
Un abismo tentador.
Peligroso.
—No voy a forzar nada —continuó Júlia, con la voz mansa—. Pero tampoco voy a mentir: te quiero. Y sé que tú también me quieres.
Elisa apretó los ojos con fuerza, como si pudiera borrar la realidad.
Cuando volvió a abrirlos, Júlia ya había dado algunos pasos hacia atrás, respetando su vacilación.
—Voy a esperar —dijo ella, con una media sonrisa triste—. Pero no para siempre.
Entonces, sin esperar respuesta, Júlia se dio la vuelta y salió de la biblioteca, dejando a Elisa sola, rodeada de libros antiguos, recuerdos pesados y una elección que parecía cada vez más inevitable.
Elisa se dejó caer en el banco más cercano, las manos temblando sobre las rodillas. Afuera, la lluvia arreciaba, golpeando las ventanas como un cruel recordatorio: a veces, incluso intentando hacer todo bien...
...uno se ahoga de todos modos.
Sabía que, a partir de ahí, cualquier paso que diera cambiaría su vida para siempre.
La cuestión era:
¿Estaba lista para eso?
La tormenta parecía no tener hora para cesar.
Elisa conducía despacio, los limpiaparabrisas al máximo, pero aun así la visión era borrosa, como si el mundo entero se hubiera derretido en gris y agua.
Aquella tarde en la facultad había sido un alivio y, al mismo tiempo, un castigo: Sofía había faltado por estar enferma, y Elisa pensaba que, quizás, escaparía de cualquier nuevo encuentro indeseado. Pero el destino parecía reírse de ella.
Porque allí estaba Júlia, parada en la acera, encogida bajo el toldo, completamente empapada, abrazando la mochila contra el pecho.
Elisa frenó el coche, el corazón desbocándose antes incluso de racionalizar lo que hacía.
La ventanilla del coche bajó.
—¡Júlia! —llamó, intentando sonar neutral—. ¿Qué haces aquí con esta lluvia?
La chica se acercó rápidamente, el rostro mojado, el short pegado a los muslos, la blusa blanca completamente transparente, moldeando cada curva joven, cada trazo del cuerpo como si fuera una segunda piel.
—Vine a buscar a Sofía... —dijo, fingiendo inocencia, aun sabiendo que Sofía no estaba—. Pero no vino. ¿Puedes llevarme a tu casa para verla?
Elisa dudó, pero ante la lluvia intensa, negarse sería... cruel. Y peligroso.
—Entra de una vez —dijo, desbloqueando la puerta.
Júlia entró apresurada, goteando en el asiento del copiloto, respirando hondo como si estuviera aliviada.
El silencio dentro del coche era casi más ensordecedor que la lluvia.
Y entonces Elisa vio de reojo: la blusa pegada, revelando los pechos sin sujetador, los pezones duros de frío —o deseo—, el vientre definido, los muslos brillando por el agua.
Apretó el volante con fuerza, intentando concentrarse en la carretera. Pero Júlia parecía moverse a propósito, acomodándose en el asiento, cruzando y descruzando las piernas, inclinándose para tocar la radio, cada gesto calculado para provocar.
—Hace mucho frío aquí dentro... —murmuró Júlia, la voz baja y cargada de una sensualidad peligrosa. Puso la mano en la pierna de Elisa.
—¿Tú también tienes frío?
Elisa sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal.
La respiración se volvió pesada.
La sangre parecía correr demasiado rápido, quemándole las venas.
Y entonces, sin pensar, sin medir, sin controlarse, Elisa hizo lo impensable.
Desvió el coche al arcén, paró bruscamente y se volvió hacia ella.
—Júlia... —susurró, con la voz ronca, partida entre la necesidad y la desesperación.
La chica sonrió levemente, sabiendo lo que estaba a punto de suceder.
En un impulso, Elisa se desabrochó el cinturón, se inclinó rápidamente, tiró del cuello de la blusa de Júlia y entrelazó las manos en su cuello, pegando su boca a la de ella con una sed que no admitía negación.
El beso fue urgente, desesperado, mojado, lleno de todo lo que ella había intentado sofocar hasta entonces.
Júlia correspondió de inmediato, como si ya lo esperara, como si todo hubiera sido arquitectado para aquel momento.
Las manos se agarraron, se perdieron; los cuerpos se encontraron en medio del coche apretado y oscuro, mientras afuera la tormenta rugía, ahogando el sonido de los besos y los movimientos desesperados. Las manos peligrosas de Júlia descendieron bajo la blusa de Elisa, buscando explorar cada parte de su cuerpo.
Antes incluso de alcanzar los pechos de Elisa, esta se apartó bruscamente, jadeante.
—Para... —gritó, saliendo del contacto—. No sé qué me pasó. Esto está muy mal, Júlia. No podemos.
Fue incorrecto.
—Fue una locura... —dijo Júlia, con la voz llena de deseo—. Te dije que había un lado tuyo que niegas, profesora.
—Esto... —empezó a decir Elisa, pero Júlia la interrumpió con un susurro.
—Shhh... no hables. No lo arruines.
Elisa volvió al asiento, apretando el cinturón con fuerza, intentando contenerse de alguna manera, y condujo con velocidad. La adrenalina que recorría ambos cuerpos parecía moverse más rápido que el propio coche.
Elisa llevaba una falda larga y una blusa común negra.
Fue cuando Júlia, sedienta, atacó de nuevo.
Júlia puso las manos bajo los muslos de Elisa y, en un gesto automático, buscaba dónde terminaba la tela del bajo de la falda, para empezar...
—Por favor, Júlia... —susurró Elisa.
—¿Estás pidiendo que pare... o suplicando que empiece?
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Elisa, que hacía mucho tiempo solo había sido tocada por su marido, y ella simplemente se quedó quieta.
Júlia continuó hasta deslizar la mano por debajo de la falda, pegándola a los muslos de Elisa. Apretó con firmeza, haciendo que Elisa se mordiera los labios y cerrara rápidamente los ojos, como si estuviera intentando, en vano, resistir lo que era inevitable.