Luego de la muerte de su amada esposa, Aziel Rinaldi tiene el corazón echo pedazos. Sumido en la desesperación y la tristeza lo único que le queda es convertirse en el hombre respetado y admirable que su padre esperaba de él. Hasta que un día su mejor amigo, al borde de la muerte le confiesa un secreto que cambiaría todo el rumbo de su vida.
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Capítulo 6
Raquel se encontraba en el corazón del aula, un pequeño salón con paredes de madera y un techo de lámina que resonaba con las risas y murmullos de los niños del pueblo. Alrededor de una mesa de madera gastada por el tiempo y el uso, un grupo de niños se congregaba. Algunos, con sus ojitos brillantes y curiosos, seguían con atención las historias y lecciones que Raquel les contaba, mientras otros, con la libertad que solo la infancia otorga, se dedicaban a jugar con crayones cuyos colores vibrantes contrastaban con la madera descolorida de la mesa.
En un rincón, Alán, el pequeño observaba con la atención que solo un hijo puede tener por su madre. Sus ojos seguían cada uno de sus movimientos, cada gesto y expresión, como si intentara grabar en su memoria ese momento de aprendizaje.
Raquel, con una paciencia y ternura que le eran naturales, se movía entre los niños, ayudando a unos a sujetar correctamente sus lápices, y recordando a otros que compartieran los materiales. Su voz, suave pero firme, llenaba el espacio, instando a los niños a imaginar mundos más allá de las montañas que rodeaban su pueblo.
Al caer la tarde, Raquel regresaba a su casa, una modesta construcción de paredes de adobe y techo de teja que se alzaba junto al lago. Alán, su pequeño, la seguía de cerca, agotado pero contento después de un día de juegos.
Una vez en casa, Raquel se dispuso a preparar la cena. Encendió la leña con la habilidad de quien ha realizado esa tarea cientos de veces, y pronto, las llamas lamían el fondo de la olla de barro. La sopa de verduras que preparaba llenaba el aire con un aroma reconfortante que prometía saciar el apetito.
Dos días pasaron en la misma rutina: clases, juegos y las tareas diarias de la vida en un pueblo lejano y olvidado. Todo transcurría en la calma habitual hasta que, una madrugada, la tranquilidad de Raquel fue interrumpida por la llegada inesperada de una mujer muy conocida y apreciada por ella.
Raquel se despertó sobresaltada por los golpes en la puerta. El temor se apoderó de ella, preguntándose quién podía ser a esas horas. Al asomarse y ver quien era, un suspiro de alivio escapó de sus labios.
Abrió la puerta, junto a un adormilado Alán.
—¡Andy! —exclamó el pequeño ante la figura femenina.
—Hola —la saludó la mujer, pero la tranquilidad duró poco. La expresión en el rostro de Andrea presagiaba malas noticias.
—Marco... él... él tuvo un accidente —dijo Andrea, con voz entrecortada, entregándole un sobre con dinero—. No he podido contactarlo. Te traigo algo para ayudarte. Volveré en unos días, por si decides que es momento de irte de aquí.
La noticia cayó sobre Raquel como un balde de agua fría. La preocupación por Marco y la incertidumbre sobre su estado la envolvieron. La posibilidad de dejar el pueblo y la seguridad que este le ofrecía a ella y su hijo.
—Pasa, ¿dime qué pasó?
Andrea entró a la casa y se sentó junto a Raquel, cuya mirada reflejaba la ansiedad del momento.
—Marco... no respondía mis llamadas —comenzó con su voz llena de preocupación—. Me preocupé, así que me di a la tarea de investigar y... tuvo un accidente. Él… Está en el hospital, grave.
Raquel sintió un nudo en la garganta al escuchar eso.
—¿Podrías visitarlo? Ver cómo está…
—No, eso no es posible.
—¿Por qué no? —preguntó, temiendo la respuesta.
Andrea desvió la mirada antes de contestar con una vaguedad que no logró ocultar su tensión.
—Problemas —respondió simplemente—. Vine para darte esto —extendió un sobre con dinero—, y para decirte que puedes contar conmigo si decides irte a otro lugar.
Esas palabras cayeron sobre Raquel como un mazo, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Marco había sido su protector, el hombre que se dedicó en cuerpo y alma a mantenerla a salvo, especialmente después de la tragedia que se llevó la vida de su esposo.
Al ver llorar a su mamá, Alán no pudo contenerse y también comenzó a llorar. Raquel, intentando ser fuerte por su hijo, se secó las lágrimas. Recordó la noche en que Marco la ayudó a escapar de la ciudad en un coche, arriesgándose a que lo mataran por ocultar al hijo de un Rinaldi. Aquel acto valiente había sido por ella y por Alán, y ahora, Marco necesitaba de su ayuda y ella no podía hacer nada.
Andrea se puso de pie, con la urgencia pintada en su rostro.
—Tengo que irme —dijo, recogiendo sus cosas con prisa—. Tengo trabajo pendiente y volveré en una semana. Piensa bien lo que harás.
—Sí —respondió Raquel, pero su mente estaba en otro lugar.
Después de darse un fuerte abrazo y despeinar la cabeza de Alán, Andrea se marchó, Raquel se sumergió en la rutina del día como si nada hubiera cambiado. Se dedicó a sus clases, ocultando detrás de una sonrisa forzada la tormenta que se agitaba en su interior. Por la tarde, regresó a casa y preparó las piezas de pollo que Margarita le regaló de regreso a casa, manteniendo una fachada de normalidad para su pequeño.
Una vez que su hijo estaba acurrucado y dormido, el silencio de la noche se convirtió en el confidente de Raquel. El dolor reprimido durante el día estalló y las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. La soledad de la noche le permitió liberar el dolor y la angustia contenida.
Se debatía entre la gratitud hacia Marco, que tanto hizo por ella y Alán, y el deseo de estar a su lado en estos momentos críticos. La posible pérdida de Marco revivió el dolor de la ausencia de su esposo, el amor que le fue arrebatado. Su consuelo era que al mirar a Alán, veía reflejado a Aziel, y el recuerdo se hacía presente en cada rasgo de su hijo.
La noche pasó con ella abrazada a la soledad, permitiéndose sentir el peso de sus pérdidas y la incertidumbre de su futuro.
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