Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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Capitulo 6
Los rayos del sol de la mañana se colaban por los establos de la hacienda, tiñendo de dorado el polvo que flotaba en el aire. Dalia se quedó mirando a Martín, sintiendo una mezcla de emociones difíciles de nombrar. Había algo en su mirada, en su forma de hablar, que le resultaba familiar y ajeno al mismo tiempo. Pensó en el niño que fue su amigo en la infancia, en las risas compartidas junto al río, en los juegos en el campo antes de que la vida los separara. ¿Podría ser que ese niño estuviera aún ahí, detrás de los ojos de aquel hombre que ahora la observaba en silencio?
Pero la advertencia de la señora Elena no dejaba de dar vueltas en su cabeza. Tal vez él traía consigo algo que no quería decir. ¿Y si le había pasado algo? ¿Y si alguien le había hecho daño? El pensamiento la inquietó. No sabía si confiar del todo, aunque había una parte de ella que deseaba hacerlo, que anhelaba recuperar esa conexión perdida con Martín.
El silencio se hizo largo, hasta que la voz de él la sacó de sus pensamientos.
—Dalia —dijo con una leve sonrisa—, muéstrame todo sobre la hacienda. Quiero que trabajemos juntos, hacerla prosperar de nuevo.
Ella lo miró, parpadeando como si acabara de despertar.
—Todo está en el despacho. No he tenido tiempo de ordenar nada desde que empezó la cosecha. Ha sido un caos.
Martín asintió.
—Entonces enséñamelo. Lo revisamos juntos. Yo puedo ayudarte.
Caminaron juntos hasta el despacho. Era una habitación amplia pero desordenada, con pilas de papeles sobre el escritorio, algunas cajas abiertas con documentos viejos y una capa fina de polvo sobre los muebles de madera oscura. La luz de la tarde entraba oblicua por la ventana, iluminando el desorden con una belleza inesperada.
Dalia se acercó al escritorio y empezó a sacar papeles.
—Aquí están las cuentas de los últimos tres años. Algunas están completas, otras a medio hacer. Y estas son las facturas de los proveedores...
Martín se sentó a su lado, recogiendo algunos papeles para leerlos.
—¿Tú haces todo esto sola? —preguntó, sorprendido.
—Desde que mi madrina enfermó, sí. Y ahora que ya no está... me ha tocado hacerme cargo de todo.
Hubo un momento de silencio. Martín notó cómo la voz de Dalia se quebraba ligeramente al final de la frase. Bajó la vista, incómodo, sin saber si debía decir algo.
—Lo Siento mucho, pensamos que la abuela tenía todo bajo control—murmuró al fin—. Yo también la extraño, aunque me fui por mucho tiempo y no alcance a verla antes de su partida.
Ella asintió sin mirarlo.
—Ella te quería y hablaba mucho de tí.
Se sumergieron en el trabajo. Revisaban cada hoja, anotaban detalles, corregían números. Dalia fruncía el ceño cuando encontraba errores, sus labios se movían apenas mientras hacía cálculos mentales. Martín la miraba de reojo cada tanto. Había algo en su concentración que le provocaba una ternura inesperada. Se descubrió a sí mismo sonriendo sin querer.
Sacudió la cabeza. No. No debía pensar en eso. Había venido con un propósito, con un pasado que no podía ignorar. No podía permitirse volver a enamorarse. No ahora. No de ella.
—Tienes un sistema muy eficiente, a pesar del caos —dijo, intentando sonar ligero.
Dalia soltó una risa breve.
—Caótico es la palabra exacta. Pero funciona. O al menos, lo intento.
—Lo estás haciendo bien, Dalia. De verdad.
Ella lo miró entonces, con una mezcla de gratitud y desconfianza. No sabía por qué, pero esas palabras le sonaban extrañas viniendo de él. Como si hubiera algo detrás, algo que no terminaba de decir.
—Gracias —respondió simplemente, y volvió al papeleo.
Martín se inclinó un poco hacia ella.
—¿Recuerdas cuando jugábamos a construir casas con ramas y hojas en el campo?
Dalia alzó la vista, sorprendida.
—Claro que sí. Eras un arquitecto terrible. Tus casas se caían siempre.
—Y tú te reías de mí.
—Todavía me río cuando lo recuerdo —dijo, y esta vez su sonrisa fue genuina.
Martín rió también, un sonido cálido y honesto que llenó el cuarto por un momento. Pero luego el silencio volvió a instalarse entre ellos, uno más profundo que antes. Había mucho que no se decían, muchas preguntas que flotaban en el aire sin atreverse a tomar forma.
—¿Dónde estuviste todo este tiempo, Martín? —preguntó de pronto Dalia, sin levantar la vista.
La pregunta lo tomó por sorpresa. Se quedó quieto, con un papel en la mano, sin saber si debía mentir o decir la verdad.
—Aquí y allá. La vida me llevó por caminos complicados. No fue fácil, entre los estudios y luego hacerme cargo de la empresa, y ahora aquí estoy.
—Eso no me dice nada.
—Tienes razón —admitió—. Pero hay cosas que aún no puedo contar.
Dalia lo miró con seriedad.
—¿No puedes o no quieres?
Martín sostuvo su mirada un segundo más del necesario. Luego bajó los ojos.
—No quiero hacerte daño.
—Eso ya suena a confesión, Martín.
—No es eso —dijo rápidamente—. Sólo que hay partes de mi vida que preferiría dejar atrás.
—Pero a veces esas partes son las que nos definen, ¿no crees?
Martín asintió, lentamente.
—Sí. Lo sé. Y por eso estoy aquí. Tal vez sea tiempo de enfrentar todo eso y sanar heridas.
El silencio volvió, pero esta vez no fue incómodo. Fue como una tregua, una pausa necesaria para procesar lo dicho.
Dalia tomó otro montón de papeles y se lo entregó.
—Entonces, empieza por ayudarme con esto. Si vas a quedarte, que sea para algo útil.
Martín sonrió.
—A la orden, jefa.
Pasaron las horas entre cuentas, listas y risas ocasionales. El sol se fue ocultando lentamente, dejando paso a la luz más tenue del atardecer. Afuera, los sonidos del campo comenzaban a cambiar: los pájaros callaban, los grillos se preparaban para su canto nocturno.
Martín la volvió a mirar de reojo. Dalia estaba concentrada, una mueca de esfuerzo en el rostro mientras sacaba cuentas. Su ceño fruncido, la forma en que mordía el lápiz, todo en ella le parecía entrañable. Cerró los ojos un instante. No. No podía. Había prometido no volver a enamorarse. Tenía que recordarlo.
Pero algo dentro de él ya comenzaba a rendirse.
Y Dalia, aunque no lo mostrara, también empezaba a sentir esa vieja conexión despertarse. Como una semilla olvidada bajo tierra, lista para brotar con la luz del presente.
Y así, entre papeles, silencios y recuerdos, la historia volvía a empezar.
Sumergidos entre papeles, no se dieron cuenta del paso del tiempo hasta que la señora Elena entró al despacho, interrumpiéndolos con su voz amable.
—La comida ya está servida. ¿Van a venir al comedor o prefieren que se las traiga aquí?
Se miraron entre ellos, notando de pronto el hambre y el cansancio acumulado. Decidieron ir al comedor para despejarse un poco y, tras una comida rápida pero reconfortante, regresaron al despacho a seguir trabajando.
No pasó mucho tiempo antes de que Tomás apareciera en la puerta, con el rostro tenso y la voz preocupada.
—Uno de los animales cayó a un barranco —dijo sin rodeos—. No hemos podido sacarlo.
El ambiente cambió de inmediato. Todos se pusieron de pie al instante, abandonando los papeles y dejando atrás la concentración para enfrentarse al nuevo problema.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!