El vínculo los unió, pero el orgullo podría matarlos...
Damián es un Alfa poderoso y frío, criado para despreciar la debilidad. Su vida gira en torno a apariencias: fiestas lujosas, amigos influyentes y el control absoluto sobre su Omega, Elián, a quien trata como un mueble más en su casa perfecta.
Elián es un artista sensible que alguna vez soñó con el amor. Ahora solo sobrevive, cocinando, limpiando y ocultando la tos que deja manchas de sangre en su pañuelo. Sabe que está muriendo, pero se niega a rogar por atención.
Cuando ambos colapsan al mismo tiempo, descubren la verdad brutal de su vínculo: si Elián muere, Damián también lo hará.
Ahora, Damián debe enfrentar su mayor miedo —ser humano— para salvarlos a los dos. Pero Elián ya no cree en promesas... ¿Podrá un Alfa egoísta aprender a amar antes de que sea demasiado tarde?
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6. Damien
La luz parpadeaba sobre pieles sudorosas, destellos azules que se deslizaban por torsos desnudos, muslos entrelazados, bocas entreabiertas, cuando abrí los ojos.
A mi izquierda, Dante jadeaba en sueños, los labios hinchados pegados al cuello de un omega de cabello rosa. Su camisa estaba abierta, revelando el vello oscuro que se perdía bajo el cinturón desabrochado. Un mordisco fresco, violáceo, brillaba en su clavícula —la marca de alguien que no recordaría al despertar.
Marcus roncaba con la boca abierta, un brazo musculoso arrojado sobre los ojos. Un omega moreno se aferraba a su muslo, los labios manchados de lápiz labial barato, la camisa deslizada hasta mostrar un pezón rosado y erecto por el frío del aire acondicionado. Alguien había derramado vodka sobre su cuello—la piel brillaba pegajosa bajo los flashes, como caramelo derretido.
Eric estaba boca abajo, la espalda marcada por uñadas rojas. Un rubio demasiado pálido yacía a su lado, las piernas tan entrelazadas que no distinguía dónde terminaban las de él y empezaban las del omega. Sus dedos de pies pintados de negro se retorcían contra el cuero del sofá, como arañas agonizantes.
Había sido otra noche de excesos. Botellas vacías de bourbon y vodka rodaban por el suelo cada vez que alguien pasaba tambaleándose hacia el baño. El olor era una mezcla asfixiante de alcohol derramado, sudor rancio y el dulzor empalagoso de perfumes baratos que intentaban—y fracasaban—en cubrir el aroma de la decadencia.
Y entonces lo sentí.
Un calambre repentino, como si alguien me hubiera clavado un cuchillo justo debajo del esternón y lo retorciera con sadismo. El dolor subió como una ola de fuego líquido, desde el estómago hasta la garganta, seguido de ese sabor metálico que conocía demasiado bien, que me recordaba a las monedas que chupaba de niño cuando creía que el dinero podía comprarlo todo. La sangre brotó de mis labios antes de que pudiera reaccionar, manchando mi camisa blanca—la que Elian había planchado esa mañana con esas manos que últimamente temblaban—de un rojo oscuro y espeso.
—Mierda…
Toser solo empeoró las cosas. Un torrente caliente llenó mi boca, desbordándose entre mis dedos, que intentaban inútilmente contener el flujo. Gotas gruesas cayeron sobre la alfombra del club, ya pegajosa de cerveza y algo que prefería no identificar. Como si el suelo estuviera sediento de mi ruina.
Marcus, roncaba a dos metros de mí, su rostro aplastado contra el pecho sudoroso de un omega que ni siquiera había mirado dos veces al entrar. Dante tenía la boca abierta, una línea de saliva plateada conectándolo con el sofá como un hilo de telaraña.
Ninguno se movió cuando caí de rodillas, cuando mis uñas se clavaron en la alfombra, buscando algo a lo que aferrarme. Como si ya fuera un fantasma.
—Esto es justo—, pensé entre espasmos, mientras el dolor se enroscaba en mis entrañas como una serpiente venenosa, inyectando su veneno directamente en mis venas.
La sangre formó un charco pequeño y brillante bajo mi boca. Por un momento absurdo, pensé en Elian—en cómo limpiaría este desastre con esos movimientos precisos que siempre daba por sentado, con el ceño ligeramente fruncido, como cuando recogía los vidrios rotos después de mis rabietas.
Un gemido escapó de mis labios. Eric se removió en su sueño etílico, su rostro hundido en el brazo de un omega de cabello teñido de rosa.
—Cállate, Damien…— murmuró, ahogándose en su propio vómito antes de volver a roncar.
El dolor era un animal vivo, royendo mis entrañas, mordiendo cada órgano como si quisiera salir por la fuerza. Cada latido de mi corazón bombeaba más sangre hacia mis labios, hacia el suelo, hacia ese pozo negro que había cavado con cada mala decisión, con cada noche que elegí perderme en lugar de volver a casa.
El guardia de seguridad fue el primero en verme.
—¡Alguien llame a una ambulancia!— gritó, pero su voz sonó lejana, como si estuviera bajo el agua.
Mis amigos ni siquiera se despertaron cuando me cargaron en la camilla. Ni cuando mis dedos, débiles y temblorosos, dejaron marcas rojas en el brazo del paramédico. ¿Eran mis marcas las únicas que importaban?
Las luces de la ambulanza parpadeaban cuando volví a abrir los ojos, intercalándose con las sombras de la ciudad que pasaba a toda velocidad. Cada jadeo me llenaba la boca de ese sabor a cobre y bilis, cada movimiento de la camilla hacía que el dolor se extendiera como fuego. ¿Así se sentía él cada mañana?
Y entonces lo vi.
Sentado junto a mí, con las piernas cruzadas y una expresión que no era ni preocupación ni lástima, sino curiosidad fría, estaba el omega rubio del club. Sus ojos delineados estaban ahora manchados, el rímel corrido por lágrimas que no habían sido derramadas por él.
—Tu Omega está muriéndose, ¿sabes lo que es la unión?— dijo simplemente, como si comentara el clima.
No hubo más.
Pero en mi cabeza, las palabras resonaron como un eco que se multiplicaba:
Está muriéndose.
Como las plantas del jardín que nunca riegas.
Tu Omega.
El que solía sonreír cuando llegaba temprano.
Muriéndose.
Como la marca en su nuca que ya no pica cuando estoy cerca.
El monitor cardíaco aceleró sus pitidos, un sonido agudo que se clavó en mis oídos. El paramédico—un beta con ojos cansados y manos callosas—me ajustó la mascarilla de oxígeno mientras yo recordaba:
Las toses ahogadas tras puertas cerradas, las que atribuí al humo de mis cigarrillos.
Los platos con comida intacta que desaparecían antes de que yo los viera, pensando que simplemente no tenía hambre.
La última vez que olí fresas en su piel en lugar de ese aroma a medicamentos y derrota que ahora se pegaba a él como una segunda capa.
El omega rubio seguía allí, jugueteando con su collar de plata barata, indiferente.
—Si lo hubieras sabido, estúpido alfa— escupió, más con desprecioque con lástima, limpiándose los dedos en mi sábana como si yo ya estuviera muerto.
Sus palabras cayeron en mi conciencia como piedras en un lago envenenado:
Elian doblando sábanas con manos que últimamente temblaban.
Limpiando meticulosamente el espejo del baño donde yo me afeitaba cada mañana.
La bolsa de medicamentos medio escondida bajo el fregadero, sus etiquetas ilegibles por el agua que llevaba meses goteando sin que nadie la reparara.
El monitor cardíaco empezó a graznar como un pájaro agonizante. El paramédico me inyectó algo frío en el brazo, pero el dolor no se iba. No era ese el tipo de dolor que los sedantes podían silenciar.
—¿Sabes lo que es amar?—preguntó el rubio, sin esperar respuesta.
Y entonces, entre el vaivén de la ambulanza y la neblina de los sedantes, lo vi a él.
Elian.
Sentado donde el rubio estaba ahora, con su delantal de cocina limpio pero desgastado en los bordes, esas ojeras moradas que siempre atribuí al insomnio, la manera en que últimamente se abrazaba el torso al levantarse, como si sus órganos le pesaran más de lo normal.
—Ojalá te duela tanto como a él—susurró una voz—no supe si era el rubio, el paramédico, o mi propia conciencia.
Las puertas de la ambulancia se abrieron de golpe, inundando el espacio con la luz blanca y estéril de la sala de emergencias.
Y en ese instante, entre el dolor y la niebla, supe.
Elian estaba muriendo.