El Prisionero Y La Reencarnada

—En algunas semanas nos encontraremos —dijo Ginger en voz baja, obligándose a memorizar cada rasgo de su rostro—, en el reino de Bernicia. Allí, mostrando esta carta, te recibirán. Hay una casa y todo lo necesario esperándote.

Alban escuchaba en silencio, con el rostro medio oculto por la capucha.

—La casa era de la familia Bristol —continuó—. Desde hoy… ya no eres Alban Mortis. Ahora eres James Bristol.

Sacó el documento doblado con extremo cuidado y se lo entregó. No era solo una carta.. llevaba sellos auténticos, firmas reales, una identidad completa construida con paciencia y oro.

—Mucha suerte —susurró.

El plan había salido exactamente como lo habían previsto.

La “muerte” de Alban Mortis había sido impecable.

Los guardias habían cambiado turnos, alterado registros, preparado el cuerpo de un prisionero fallecido semanas atrás, irreconocible tras una falsa plaga que justificaba no mostrarlo. El médico del castillo había certificado el deceso sin mirar dos veces. Antes del amanecer, el nombre de Alban Mortis ya estaba tachado de los libros.

Y ahora, frente a Ginger, ya no había un traidor condenado.

Había un hombre libre.

Alban apretó la carta con fuerza. Sus dedos temblaban apenas.

—Nunca pensé… —empezó, pero se detuvo.

Alzó la vista hacia ella. Sus ojos ya no estaban apagados. Había cansancio, sí, pero también algo nuevo.. incredulidad mezclada con respeto.

—Cumpliste —dijo finalmente—. Más de lo que prometiste.. hasta un buen caballo me das..

Ginger sonrió, una sonrisa pequeña, contenida.

—Te dije que mis hechos hablarían por mí.

El silencio cayó entre ambos. No era incómodo. Era pesado, cargado de todo lo que no se habían dicho durante ese mes.. las curas silenciosas, las noches de planificación, las miradas sostenidas más de lo necesario.

—¿Por qué arriesgaste todo? —preguntó Alban por última vez—. No por Mercia. No por justicia. Por mí.

Ginger bajó la mirada un segundo.

—Porque no soportaba que el mundo decidiera quién eras sin escucharte —respondió—.

Alban dio un paso hacia ella. Se detuvo a un palmo de distancia, como si cruzar esa línea fuera peligroso.

—Si nos volvemos a ver —dijo—, ya no será como prisionero y noble.

—Lo sé —respondió Ginger—. Será como iguales.

Él asintió.

Luego, con un gesto rápido pero sincero, tomó su mano y la apretó contra su pecho, donde el corazón latía fuerte, vivo.

—Gracias por devolverme mi nombre… incluso si ahora es otro.

Se separó. Se colocó bien la capucha.

Alban —ahora oculto bajo ropas sencillas, sin cadenas, sin el peso visible de su condena— se detuvo un instante antes de dar el último paso hacia la oscuridad..

—Aunque limpies mi nombre… —dijo al fin, con la voz baja pero firme— no podré volver a Mercia.

Ginger lo miró en silencio.

—No importa lo que se sepa después —continuó él—. Me levanté contra el reino. Di órdenes que causaron miedo, heridas, muerte. Tal vez fui engañado, pero aun así… hice cosas que no se borran con cartas ni verdades tardías.

Apretó los puños bajo la capa.

—Mercia nunca será mi hogar otra vez.

Ginger dio un paso hacia él. No intentó contradecirlo.

—Lo sé —respondió con suavidad—. Y no quiero que vuelvas.

Alban frunció el ceño, sorprendido.

—Quiero que vivas —continuó ella—. Que tomes esta oportunidad y la hagas tuya. Que seas James Bristol, o cualquier nombre que elijas después. Que rías sin miedo. Que duermas sin cadenas.

Lo miró a los ojos, con una sonrisa triste.

—Y quiero que seas feliz.

El silencio entre ambos fue profundo, definitivo.

—¿Y tú? —preguntó Alban, casi en un susurro—. ¿Qué pasará contigo?

Ginger inhaló despacio.

—Nunca entendí por qué hiciste todo esto —admitió—. Aún no lo entiendo del todo.

Ginger bajó la mirada apenas.

—Tal vez algún día —respondió—. Cuando estemos a salvo de nuestros pasado..

Alban dio un paso atrás. Luego otro. Antes de perderse en la oscuridad, se detuvo una última vez.

—Ginger… —dijo—. No fui un buen hombre en Mercia. Pero si alguna vez logro serlo… será gracias a ti.

Ella no respondió con palabras.

Solo levantó la mano, despidiéndose.

Alban se dio la vuelta y desapareció en el pasadizo, llevándose consigo el nombre de Mortis, el peso del calabozo… y una vida que aún podía ser escrita.

Ginger permaneció allí unos segundos más, sola, el corazón apretado pero firme.

Luego se giró y regresó por el camino contrario.

Durante el viaje al reino de Bernicia, Alban avanzaba entre caminos cubiertos de niebla y bosques silenciosos, pero su mente no estaba allí. Cada paso lo alejaba de Mercia… y, sin embargo, no lograba apartarse de una sola imagen.

La mirada de Ginger.

No era lástima.

No era curiosidad.

Era esperanza.

Le resultaba casi insoportable pensar en ello.

Ella era un alma renacida, alguien que había vivido más de una vida y aun así conservaba la capacidad de creer, de cuidar, de apostar por otro cuando todo parecía perdido. Alban, en cambio, sentía que era él quien realmente había renacido en ese calabozo.. no por magia, ni por redención pública, sino porque alguien lo había visto como humano cuando nadie más lo hizo.

—James Bristol… —murmuró para sí, probando su nuevo nombre.

Un nombre limpio.

Una vida que no estaba manchada por templos falsos ni juramentos rotos.

Y, aun así, le dolía.

No porque hubiera perdido a Ginger, sino porque por primera vez en mucho tiempo había deseado quedarse en algún lugar… y no pudo.

En otro punto del reino, Ginger Evenhart se despertaba esa mañana con una calma nueva en el pecho.

Estaba feliz.

Alban estaba a salvo. Eso era suficiente.

Claro que lo había encontrado guapo.. sería absurdo negarlo. Había algo en él.. en su silencio, en su fortaleza cansada.. que la atraía profundamente. Pero Ginger sabía leer entre gestos y palabras no dichas. Alban nunca mostró interés, más allá del agradecimiento sincero, de la confianza naciente.

Y eso estaba bien.

No todo vínculo debía convertirse en algo más.

Algunos existían solo para salvar.

Mientras continuaba con sus clases y su vida en la mansión, Ginger aceptó la verdad con serenidad.. lo que había entre ellos era imposible, no por falta de sentimientos, sino por el peso de lo vivido, por los caminos que ya se habían separado.

—Sé feliz —susurró una noche, mirando por la ventana—. De verdad.

No sabía si volverían a encontrarse algún día. Quizá sí. Quizá no. Pero ambos habían cambiado para siempre.

Ginger ya no era solo la hija mimada de un duque.

Y Alban Mortis ya no era un villano condenado.

En distintos reinos, con distintos nombres, dos almas seguían adelante, marcadas no por la tragedia… sino por el breve y poderoso milagro de haberse encontrado en el momento exacto.

Y aunque sus caminos se habían separado, el destino —como la magia verdadera— rara vez se conformaba con un solo final.