Luego de la muerte de su amada esposa, Aziel Rinaldi tiene el corazón echo pedazos. Sumido en la desesperación y la tristeza lo único que le queda es convertirse en el hombre respetado y admirable que su padre esperaba de él. Hasta que un día su mejor amigo, al borde de la muerte le confiesa un secreto que cambiaría todo el rumbo de su vida.
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Capítulo 5
El sonido de la campana de la iglesia resonaba fuerte en el pequeño pueblo, llamando la atención de sus sesenta habitantes, sin contar niños, que se congregaban alrededor del templo católico. El alcalde, vestido con su característico sombrero y una camisa de lino, se puso de pie frente a la comunidad, listo para compartir una noticia importante.
—Vinieron de mirones dos hombres al pueblo —empezó, capturando la atención de todos con su voz firme—. Su aspecto era el de matones y cuando les pregunté por qué venían, me dijeron que buscaban a un hermano perdido. Pero algo en su historia no me cuadró. —Hizo una pausa, mirando a los rostros preocupados de sus vecinos—. Mario los vio armados, y no con armas pequeñas precisamente —continuó, su tono grave subrayando la seriedad del asunto—. Todos sabemos cómo son las cosas aquí con los “guardias” del pueblo. Tenemos que informar cualquier movimiento extraño para no ser acusados de traición. Estén alerta, gente como esa solo trae problemas.
Raquel, sentada entre los asistentes, sintió una punzada de inquietud, un recuerdo asaltó su mente, uno al que intentó restar importancia. Se trataba de uno de esos hombres extraños que habían visitado el pueblo. Era alto y su presencia intimidaba a cualquiera que se cruzara en su camino. Aunque intentaba pasar desapercibido con ropas comunes, algo en su actitud que delataba su verdadera naturaleza. Lo vio cara a cara; sus ojos se encontraron por un momento fugaz, percibiendo algo familiar, pero su instinto, afinado por años de oír sobre los matones que merodeaban la región, la impulsó a desviar la mirada con rapidez.
Cuando sintió que los ojos del hombre aún la seguían, un escalofrío recorrió su espalda. Sin perder un segundo, tomó en brazos a su hijo y corrió hacia su casa, movida por el instinto de proteger a su pequeño a toda costa. Al llegar se dio cuenta de cuán temblorosas estaban sus manos.
La comunidad escuchaba en silencio, la gravedad de la advertencia del alcalde calando hondo. Existía un entendimiento tácito entre ellos; la cohesión y el cuidado mutuo eran esenciales para sobrevivir en un entorno marcado por la violencia externa. La presencia de extraños con intenciones dudosas no era algo que pudieran permitirse ignorar.
Tras la reunión, los murmullos y conversaciones surgieron entre los habitantes. Se organizaron pequeños grupos para vigilar el pueblo, acordando turnos para asegurarse de que cualquier actividad sospechosa fuera reportada de inmediato. Ella, al igual que los demás, sabía que la tranquilidad de su comunidad dependía de la alerta y la cooperación de todos.
Al finalizar la reunión, Raquel comenzó a caminar hacia su casa, lanzando miradas cautelosas a su alrededor para asegurarse de que nadie la siguiera. Su pequeño, saltaba a su lado de vez en cuando, apuntando hacia el cielo.
—Ya casi es de noche, así que apurémonos, Alán —le dijo con un tono suave pero apremiante.
El niño asintió, manteniendo su silencio habitual. A mitad del camino, pasaron junto a un chiquero.
—¡Cochino, cochino! —exclamó Alán con la inocencia de su edad, señalando a los animales con entusiasmo.
—Sí, muchos cochinos —confirmó Raquel, esbozando una sonrisa al ver la curiosidad de su hijo.
Continuaron su camino y, a solo dos casas de la suya, estaba la vivienda de la señora Margarita. Aunque la llamasen "señora", Margarita era en realidad una joven de apenas 19 años que se juntó a los 15 años, con un hombre que ahora era influyente del pueblo. Él logró negocios con gente de fuera, vendiéndoles trajes típicos mazahuas.
—Ta muy flaca, maestra —comentó Margarita al ver a Raquel, sin ánimo de ofender—. Ven a comer un caldo.
—Sí, gracias, vamos a dejar unas cosas en casa y regresamos —respondió Raquel, agradecida por la invitación.
Después de ordenar unos libros en su casa, Raquel decidió ir a la casa de Margarita, aceptando su amable invitación. Llegó con su hijo y pronto se sentaron en una mesa de madera sencilla.
—Tu cuñada no ha venido, ¿verdad? —preguntó Margarita mientras servía la comida.
—No, posiblemente venga para el cumpleaños de Alán, dentro de tres meses —respondió Raquel, tratando de mantener la charla ligera.
Pero Margarita siguió preguntando sin darse cuenta de que sus preguntas podrían ser incómodas.
—¿Y tu marido? ¿No te ha dicho si va a volver? —preguntó sin mucho preámbulo.
—Ay, mujer... —la regañó su esposo, señalándole que no era apropiado preguntar eso.
Raquel, tranquila, intervino:
—Está bien, es la verdad… No hay problema.
Entonces, Margarita quiso hacer sentir mejor a Raquel contándole algo de su familia.
—No te sientas mal. A mi hermana su marido la acaba de dejar. Se van diciendo que van a trabajar y no vuelven. Al menos el tuyo sigue mandando dinero para el niño.
—Es verdad —dijo Raquel, aunque se sentía un poco mal por no contar toda la verdad. En ese lugar, si no tenías marido, la gente te veía de manera rara. Decir que su marido la había dejado sonaba mejor que confesar que era viuda.
Alán perdió interés en su cena y prefirió jugar en el suelo con su carrito de madera, dejando a Raquel terminar su comida en paz. Una vez que acabó, se levantó para lavar los platos, queriendo agradecer de alguna manera la hospitalidad.
Mario, el esposo de Margarita, aprovechó ese momento para acercarse a Raquel con un tono serio y preocupado.
—Raquel, recuerde tener cuidado. Los visitantes y los “guardias”vienen con malas intenciones, especialmente hacia las mujeres solas. —le dijo, mostrando una genuina preocupación por su bienestar.
Raquel asintió, agradeciendo el consejo. Las advertencias de Mario no eran exageradas. En el pueblo, todos conocían familias de mujeres que habían desaparecido sin dejar rastro. Era algo que se comentaba, especialmente cuando se veía a gente extraña rondando por ahí.
Raquel caminaba de vuelta a casa bajo el manto estrellado de la noche, con Alán dormido en sus brazos. El peso de su pequeño era un recordatorio tangible de su responsabilidad y amor incondicional. Mientras avanzaba por las calles silenciosas del pueblo, miró el rostro pacífico de su hijo.
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