Cristina es una excéntrica chica cuya carrera musical fue vetada por Mireya Carmona la hija del presidente del país y que se encuentra en medio de una situación difícil debido a una mala decisión que tomo, Cristina debe encontrar su camino para alcanzar sus sueños y su felicidad
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Capítulo VI: ¿Quién es Leo?
Karim e Ibrahim Palacios eran reconocidos productores musicales. Con años de esfuerzo, convirtieron su empresa en una de las más exitosas del país. El crecimiento fue tal, que abrieron sucursales en Ciudad de México y Miami, siendo esta última la más importante. A pesar de mudarse al extranjero, nunca descuidaron la sede original, pues creían en el talento local y seguían impulsando las carreras de muchos artistas.
Paradójicamente, no querían que ninguno de sus hijos se convirtiera en artista.
El hijo mayor, Larry, tenía un don natural para los negocios. Tras graduarse en Administración, asumió la dirección de la oficina de Miami. Su hermana, Lorena, también se integró a la industria: se convirtió en una respetada mánager de talentos. Pero el menor, Leonardo, desde pequeño mostró una sensibilidad musical excepcional.
Al principio, sus padres se negaron. No querían que siguiera ese camino. Sin embargo, ante su determinación, llegaron a un acuerdo: solo podría ser artista si cumplía dos condiciones. Primero, debía terminar la secundaria. Segundo, no podía hacerlo bajo su amparo; el apellido Palacios, en vez de ayudarlo, lo expondría a críticas y favoritismos. Tenía que demostrar que su talento se sostenía por sí solo.
Leo aceptó. Era su sueño. Pero abrirse paso no resultó fácil. A pesar de su habilidad, aún no conseguía que ninguna discográfica apostara por él. No por falta de méritos, sino porque no era el único talentoso en la escena.
Cuando Carmona llegó al poder, los negocios de la familia Palacios comenzaron a tambalearse. La situación económica del país deterioró su empresa, y muchos activos dejaron de ser rentables. Karim regresó temporalmente al país natal con el objetivo de vender lo que aún podía salvarse.
Esto generó otro problema.
Leo, con apenas 16 años, se negaba rotundamente a mudarse. No quería dejar Ciudad de México ni sus proyectos musicales. Mucho menos regresar a un país que no sentía suyo.
—Mamá, no me gusta esa ciudad. ¿Por qué no puedo quedarme con Lorena?
—Porque con tu hermana no vas a estudiar, Leo —respondió ella con severidad—. Y tu padre fue claro: debes terminar la secundaria, o no hay trato.
—Pero en ese país la educación es pésima...
—Eres menor de edad y vas a hacer lo que yo diga.
Leo hacía sus maletas con fastidio. A lo largo de su vida había cambiado de ciudad tantas veces que ya había perdido la cuenta. Sin embargo, los dos últimos años en Ciudad de México le habían dado algo que no había tenido antes: estabilidad, amistades sólidas… incluso una novia. Ahora debía dejarlo todo para regresar a su país natal, del que no tenía recuerdos claros, ya que se había marchado siendo apenas un niño.
Pero un trato era un trato: si no terminaba la secundaria, sus padres no apoyarían su sueño de ser cantante de heavy metal. Y Leo lo sabía. Lo que no imaginaba… era que regresar cambiaría su vida de una forma que pondría a prueba todos sus planes.
Desde pequeño, Leonardo Palacios demostró un talento excepcional para la música. De piel trigueña, ojos intensamente oscuros, nariz perfilada y labios carnosos, su estampa no pasaba desapercibida. Con 1,83 metros de estatura, su imagen de “rock star” ya estaba formada. Su cabello negro y rizado tuvo que cortarlo antes de su nuevo ingreso, porque la escuela católica a la que asistiría no permitía peinados largos.
Leo proyectaba rebeldía… pero por dentro era todo lo contrario. Noble. Familiar. Honesto. Esa dualidad era parte de su encanto.
Su cultura era amplia gracias a las ciudades que había conocido por el trabajo de sus padres. En los últimos años, Ciudad de México había sido su refugio. Pero la empresa familiar enfrentaba serios problemas en su país de origen debido a las decisiones del nuevo gobierno. Talentos eran censurados por no alinearse con el régimen, y mediocridades eran premiadas por obediencia. Karim, su madre, viajó de regreso con la intención de vender los últimos activos rentables. Y Leo, con dieciséis años, tuvo que acompañar a su madre.
Con tristeza, se despidió de sus amigos. Terminó su relación. Sabía que las relaciones a distancia rara vez sobrevivían.
Cuando aterrizaron, observó por la ventanilla el paisaje. Reconocía que era hermoso, pero no podía sentir entusiasmo. Desde el aeropuerto hasta la ciudad capital había más de una hora de recorrido, y Leo ya estaba emocionalmente agotado.
—Mamá, ¿cuándo empiezan las clases?
—Ya comenzaron hace dos semanas. Mañana debes integrarte para ponerte al día.
—Genial —dijo con sarcasmo—. Además de ser “el nuevo”, ahora también llego tarde. Esto mejora por segundos…
—Leo, por favor, no causes problemas con tus compañeros —le advirtió su madre en el trayecto.
Leo no era problemático. Pero su apariencia de chico rebelde —sumada a sus tatuajes, su voz grave, y esa forma silenciosa de caminar por la vida— lo convertía en blanco fácil para los prejuicios. En cada escuela a la que asistía, siempre terminaba enfrentando a los abusivos.
—Otra cosa: es una escuela católica. No puedes mostrar los tatuajes. Y quítate el piercing —añadió su madre.
—¿De verdad no había una secundaria más “normal”? —replicó Leo con sarcasmo adolescente.
—Este país no es tan seguro como antes, y me preocupa tu integridad. Además, es la mejor institución. Y tienen un club de música. Te va a gustar.
—¿En serio, mamá? —repitió, con una ceja arqueada y el desdén en los labios.
Ya en la residencia, se encontró con que Ana, la asistente de su madre, lo había preparado todo. Era cómoda. Elegante. Impersonal.
—¿Puedo al menos ir en auto a clases?
—Sí, tu auto está en el garaje.
Fue a verlo y, por primera vez en días, sonrió. Era el rústico que llevaba meses pidiendo: amplio, resistente, y con un sistema de sonido brutal. Ideal para transportar sus instrumentos. Por un momento, se olvidó de lo molesto que estaba.
Esa noche durmió temprano. El viaje lo había agotado. Al día siguiente comenzaría el cuarto año de secundaria. Nunca fue un gran estudiante. Todo lo que no tuviera que ver con música lo aburría. Y ahora, además, debía usar uniforme. Algo que jamás le habían exigido antes.
Después de una breve orientación, llegó sin dificultad al colegio. Tras varios controles de seguridad, le indicaron dónde estacionar. Luego lo enviaron directo a la dirección.
“Qué curioso… ya estoy entrando en la oficina de la directora. ¿Cuánto tiempo me tardaré en volver?”, pensó con ironía, recordando sus expedientes escolares anteriores.
Golpeó la puerta.
—Adelante.
—Buenos días. Mi nombre es Leonardo Palacios.
—Te estaba esperando, Leo. Toma asiento.
Para su sorpresa, la directora no se escandalizó por su apariencia. Ni siquiera mencionó el piercing.
—Has llegado justo a tiempo —dijo ella—. El club de música necesita integrantes.
Leo frunció el ceño. No estaba interesado. Necesitaba practicar, y no perder el tiempo con un grupo lleno de aficionados que solo querían lucirse.
—Mi madre me comentó que habló con usted sobre mi caso —respondió con frialdad.
—Precisamente por eso creo que el club te va a interesar. Solo dale una oportunidad. Si no cumple con tus expectativas, eres libre de dejarlo.
A regañadientes, aceptó y le entregaron su horario, y le informaron que asistiría a su primer día formal al día siguiente. Sin embargo, debía presentarse hoy mismo en el club. Al parecer, estaban atravesando “problemas creativos”. Aquello le hizo soltar una sonrisa discreta, en su experiencia, ese era el eufemismo para “nadie se pone de acuerdo”.
Cuando llegó a la sede del club, Leo notó algo inesperado, los instrumentos eran de primer nivel. Profesionales. No eran juguetes escolares, ni piezas maltratadas. Y a medida que los integrantes fueron llegando, notó algo más: estos chicos no eran novatos, de verdad tenían talento.
Se tomaban el club con seriedad y por primera vez desde que bajó del avión, Leo sintió un latido distinto. Un ritmo familiar, algo —muy dentro de sí— empezaba a cambiar.
Una chica rubia, muy linda, pero antipática, se presentó y le dijo que era la segunda voz, Leo pensó que si esta chica era la segunda voz como sería la solista porque era muy buena.
-¿Estamos todos? – Preguntó Leo
-No falta Cristina, la solista – Respondió la rubia con rechazo.
Leo se ofreció para ir a buscarla a su salón de clases porque sentía curiosidad a excepción de la rubia, todos los demás se expresaban bien de la solista, se dirigió hasta el salón de tercer año de secundaria, tocó a la puerta y la profesora se acercó a abrirle y preguntarle qué quería, Leo le explicó y acto seguido llamó a la chica, Leo la esperó mientras ella salía y cuándo la miró quedó impactado y entendió el motivo por el cual la directora no se sorprendió al verlo, frente a él se encontraba una bella pelirroja un poco despeinada, de baja estatura y aunque llevaba el uniforme de la escuela era obvio que era amante de la cultura gótica y de inmediato le agradó.
—Hola, mi nombre es Leo
—Hola, soy Cristina — respondió ella con timidez.
Y Leo finalmente pensó que tal vez no sería tan mala esta nueva escuela y el club de música.
o sea que siempre están en condiciones de violencia, maltrato e injusticia??? ya sobrepasa la inmoralidad y la ignorancia de los ciudadanos, así sea los que más tienen dinero... ya que son los que mantienen al país y a su presidente!!!! 🥱🤢🤮