De un lado, Emílio D’Ângelo: un mafioso frío, calculador, con cicatrices en el rostro y en el alma. En su pasado, una niña le salvó la vida… y él jamás olvidó aquella mirada.
Del otro lado, Paola, la gemela buena: dulce, amable, ignorada por su padre y por su hermana, Pérla, su gemela egoísta y arrogante. Pérla había sido prometida al Don, pero al ver sus cicatrices huyó sin mirar atrás. Ahora, Paola deberá ocupar su lugar para salvar la vida de su familia.
¿Podrá soportar la frialdad y la crueldad del Don?
Descúbrelo en esta nueva historia, un romance dulce, sin escenas explícitas ni violencia extrema.
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Capítulo 15
Dos meses habían pasado desde el primer beso.
La mansión ya no era el mismo lugar sombrío para Paola. Ahora, los pasillos resonaban con risas, el jardín volvía a tener vida en las tardes soleadas con los niños, y las cenas en familia eran momentos de serenidad.
Emilio cumplió cada palabra. Nunca la presionó. Nunca la cobró. Se limitaba a estar presente, con gestos sutiles y constantes: la mano que se extendía para ayudarla a sentarse, la mirada de complicidad en la mesa, el beso casto de buenas noches. Paola, poco a poco, comenzaba a permitírselo. El corazón, que por tanto tiempo se mantuvo blindado, ahora se calentaba con su presencia.
Laura y su madre sonreían discretamente al notar el cambio. La madre de Paola, en silencio, se dejaba emocionar al ver a su hija florecer de nuevo. Incluso Katrina, en una de sus visitas, comentó:
— "Nunca te vi tan viva, Paola".
Aquella noche, después de acostar a los niños, Paola fue a bañarse. El agua caliente se deslizaba por su piel, relajando cada músculo, pero el corazón insistía en latir acelerado, como si presintiera algo. Envuelta en una toalla blanca, salió del baño y se detuvo, sorprendida, al ver a Emilio sentado en el sillón de la habitación, aguardando en silencio.
Sus ojos estaban fijos en ella: intensos, dominantes, pero al mismo tiempo vulnerables.
— "Emilio..." — murmuró, la voz temblorosa, el rostro enrojeciendo ante la intensidad de aquella mirada.
Él se levantó despacio, cada paso cargado de contención.
— "Te juro... intenté controlarme todos estos meses. Esperé tu tiempo. Pero ahora..." — su voz falló, como si él mismo luchara contra el deseo — "no consigo seguir lejos de ti".
El aire de la habitación pareció cambiar, más denso, más caliente. Paola sintió las piernas flaquear cuando él se acercó. La toalla se deslizó levemente por su hombro, revelando parte de su piel. Emilio cerró los ojos por un instante, respirando hondo, como si necesitara reunir toda su fuerza para no sucumbir de una vez.
Cuando sus ojos finalmente se encontraron, no hubo retorno. Él sujetó su rostro con ambas manos, y el beso llegó: ardiente, desesperado, cargado de años de amor reprimido.
La toalla se deslizó al suelo, pero Paola no retrocedió. Al contrario: enlazó su cuello, acercándolo más. Cada toque, cada caricia era una confesión muda. El cuerpo de ella, antes guardado por el miedo, ahora se entregaba sin reservas.
Entre susurros, promesas y besos calientes, la pasión finalmente explotó.
Aquella noche, por primera vez, se amaron verdaderamente. No había más sombras, ni rencores, ni fantasmas del pasado. Solo dos corazones que, después de tantas pruebas, al fin se reconocían como pertenecientes el uno al otro.
Más tarde, acostados lado a lado, aún entrelazados, la respiración calmada tras el éxtasis, Emilio pasaba los dedos por su cabello, como si quisiera grabar para siempre aquel momento.
— "Te prometo, Paola... esta es solo la primera de muchas noches en que te amaré como te mereces".
Ella sonrió, con lágrimas en los ojos, y apoyó el rostro contra su pecho, oyendo el compás firme del corazón que, de alguna forma, siempre fue su refugio.
— "Lo sé, Emilio... lo sé. Y por primera vez... quiero creer".
Y se durmió en sus brazos, serena, envuelta por la certeza de que, finalmente, estaba donde siempre perteneció.