Un Salto Al Futuro

Punto de vista de Katerine

Dante me había entregado los documentos. Dos años de disciplina, entrenamiento y aprendizaje se resumían en esa delgada carpeta. La deuda de la abuela, que había sido una pequeña gotera, se había convertido en un torrente que arrastraría a toda la familia.

—Excelente. Que empiece el juego.

Dante me observó con una intensidad que casi me hizo sonreír. Él me veía como una amenaza, y eso era un triunfo más grande que cualquier joya que hubiera robado en mi vida pasada.

No volvería a esa casa sucia para enfrentar a mi abuela a solas. Dante había conseguido invitaciones para la velada anual de la familia, un evento social insípido donde exhibían su patético estatus a los pocos que aún se dignaban a asistirles.

El día de mi regreso, Dante me vistió no como una princesa, sino como una arma de diseño. Llevaba un vestido de seda negro que se ceñía a mi nueva figura, enfatizando la fuerza que había ganado, no la debilidad que había perdido. Mi cabello estaba recogido con una elegancia austera, y los escasos diamantes que usaba eran fríos y cortantes.

Me miré en el espejo por última vez. Los ojos grises brillaban, no con la luz del sol, sino con el fuego lento de la paciencia satisfecha.

—Estoy lista.

Salimos en el auto —uno de esos "carruajes sin caballos" que ahora entendía que eran símbolos de velocidad y poder— y nos detuvimos frente a la mansión. No la casa grande que recordaba, sino la residencia familiar de la anciana, adornada con luces baratas y el hedor de la falsa grandeza.

Dante deslizó su mano sobre mi cintura, una caricia fría y firme que no era romántica, sino una marca de propiedad y alianza. Sin embargo, su tacto me hizo erizar la piel. Él era un hombre muy atractivo y eso me inquietaba un poco, ya que no estaba en este mundo para volver a caer en las redes de un hombre que luego me acabaría.

Hice a un lado esos pensamientos y continue mi camino a su lado solo con los recuerdos de mi vida pasada y los pocos recuerdos desgarradores que había podido obtener de la frágil dueña de este cuerpo.

Cruzamos el umbral. El murmullo de los pocos invitados se apagó tan pronto como nos vieron.

Busqué a mi padre, Henry, un hombre cuyo rostro gordo siempre había estado marcado por el desprecio hacia su hija "inútil", y a mi hermana, Clarisa, que siempre había disfrutado verme humillada. Los encontré junto a la ponchera, sus bocas abiertas en una mezcla de shock e incredulidad.

Di mi mejor sonrisa de princesa, esa que prometía el cielo con la mirada y la tortura con el corazón.

—Buenas noches —anuncié, mi voz clara y fuerte, resonando en el silencio—. Lamento la tardanza. La tonta ha vuelto.

El shock se hizo terror. La abuela fue la primera en recuperarse, caminando hacia mí con la misma arrogancia que usaba para golpear.

—¡¿Tú?! ¿Qué haces aquí, mendiga malagradecida? ¿Cómo te atreves a entrar?

Antes de que pudiera acercarse, Dante dio un paso adelante. No levantó la voz, pero su presencia detuvo a la anciana.

—Ella está aquí como mi invitada —intervino Dante, su voz tranquila cortando el aire como vidrio—. Y tiene todo el derecho de estar.

El silencio se hizo más denso. El nombre de Dante Viteri era conocido, pero no se pronunciaba en reuniones sociales a menos que algo muy malo estuviera sucediendo. Mi padre, Henry, palideció de inmediato, reconociendo el verdadero peligro.

Me limite a mantener una sonrisa mientras me recargaba en el brazo de Dante. La advertencia silenciosa estaba hecha: no solo había escapado, sino que me había unido al mayor depredador de su círculo.

Que duerman tranquilos esta noche, pensé, saboreando el pánico en sus ojos. Es la última vez que lo harán.

La tensión en el salón era asfixiante. Todos los ojos estaban fijos en mí y en el brazo de Dante. Sentí una profunda satisfacción. Había regresado, no como la carga, sino como la amenaza.

Para respirar y alejarme del mal olor de la hipocresía familiar, me excusé y me dirigí al jardín. Las luces de la fiesta apenas alcanzaban los setos, dejando el área en una penumbra acogedora. Justo aquí, años atrás, la Katerine original había llorado después de ser humillada. Yo, en cambio, solo sentía el frío placer de la venganza inminente.

—No pensé que tendrías el descaro de volver —dijo una voz ácida detrás de mí.

Me giré lentamente. Era Clarisa, mi hermana. Estaba vestida con un traje demasiado brillante y una sonrisa forzada que no llegaba a sus ojos, llenos de celos mordaces.

—Qué gusto verte, Clarisa. Y no te preocupes, el descaro es mi única especialidad.

Clarisa ignoró el tono. Se acercó, su voz bajando a un susurro que creía íntimo.

—Admito que lograste lo que nadie había podido: acercarte a Dante Viteri. Es un hombre con un poder increíble, ¿no es así? Pero déjame aclararte algo, Katerine —escupió mi nombre con veneno—. No te equivoques.

Su rostro se acercó, sus ojos fijos en los míos.

—Ese hombre es mío. Siempre lo ha sido. Solo te está utilizando a ti para vengarse de Padre y Abuela por no permitir nuestra relación en el pasado. Eres un simple peón, la carnada que usará para que la familia pague.

El jardín se inundó de silencio, roto solo por el murmullo distante de la fiesta.

La Katerine de antes se habría derrumbado ante esa información. Yo sentí un ligero temblor, pero no de miedo; era la anticipación de la pelea.

—Qué conmovedor, Clarisa. ¿Estás diciendo que estoy siendo usada? —Mi voz era un hilo frío de seda—. ¿Y tú crees que eso cambia algo para mí?

Di un paso adelante, acortando la distancia que ella había creado.

—Escúchame bien. Que Dante me use o no, no te incumbe. Tú perdiste el juego hace mucho tiempo. Pasaste años disfrutando de la miseria de la tonta que fui. Ahora, yo soy la que tiene la atención de Dante, yo soy la que está en la mansión y yo soy la que está viva para ver cómo se derrumba este patético imperio.

Clavé mis ojos en los suyos, sin parpadear.

—Te guste o no, estamos aliadas. Y yo no juego a ser el peón, Clarisa. Yo soy la mano que mueve el tablero. Ahora, vuelve adentro. La próxima vez que me hables, asegúrate de que sea para suplicarme.

Clarisa se quedó helada, sin saber qué hacer con la furia y la incredulidad. Había venido a sembrar miedo, pero se iba con la semilla del terror plantada en su propio corazón.