“Lo expuse al mundo… y ahora él quiere exponerme a mí.”
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Capitulo 22:Un sábado fuera de lugar
_Después de la escuela _
Isabella llegó a casa y dejó caer la mochila en la mesa de la cocina casi sin querer. El día había sido una montaña rusa: recados, miradas, la humillación disfrazada de órdenes y la sensación pegajosa de que todas las miradas y la etiquetaban. Se quitó la chaqueta y, sin pensar demasiado, murmuró para sí:
—¿Y ahora qué querrá ese hombre? ¿Una reunión de emergencia a primera hora? Si es una trampa, lo sabré resolver… o al menos intentaré no perder la dignidad en el intento.
Clara, su madre, la miró con esa mezcla de celo y ternura que tenía para las cosas pequeñas.
—¿Estás bien, Isa? —preguntó.
—Sí, mamá. Solo… cosas del colegio —respondió Isabella, porque no quería contarlo—. Voy a ponerme a hacer las tareas, que ya voy atrasada un montón. Mañana será un día largo.
Se encerró en el cuarto con los libros encima y la cabeza aún zumbando por el mensajito de Damián en la tarde. “Mañana a las 7. Ven bien vestida. Ni un minuto tarde.” Lo había leído, lo había odiado, lo había contestado con aquella rabia que se siente cuando alguien te trata como propiedad. Y ahora la idea de madrugar para ir a verlo la nerviosizaba: no debería, pero tal vez es mejor enfrentarlo que esconderse...
Decidió que iría. Pensó mil escenarios, preparó mentalmente excusas y, contra todo pronóstico, al final se dejó arrastrar por la sensación de que si no iba, tendría algo que lamentar. Se prometió a sí misma: “Si es una trampa, salgo corriendo; si es una humillación pública, me río y fin.” Cerró libros, dejó la tarea para después y se acostó con la alarma puesta.
La alarma sonó. Pero sonó una, dos, tres veces… y Isabella, exhausta, apretó el botón de repetición. Cerró los ojos con la intención de levantarse, y el tiempo la traicionó: se quedó dormida. Cuando abrió los ojos, el reloj marcaba las 7:05. ¡Aaaah! saltó de la cama como un resorte.
—¡No puede ser! —gritó, viendo la hora en su celular—. ¡Las siete! ¡Me citó a las siete!
Saltó de la cama, enredándose con las sábanas, y corrió al baño a lavarse la cara.
El espejo le devolvió una imagen de cabello revuelto y ojeras marcadas.
—Perfecto, Isabella… genial. Justo hoy, que prometiste dormir hasta tarde.
Se puso lo primero que encontró: una blusa arrugada, jeans y una chaqueta del colegio.
Ni siquiera tuvo tiempo de peinarse bien; se amarró el cabello en un moño apurado, tomó su mochila y salió corriendo, casi olvidando las llaves.
Mientras caminaba rápido hacia la parada del bus, su mente no dejaba de girar.
“¿Y si es una trampa? ¿Qué quiere de mí ese tipo? Soy su asistente, no su amiga… ni su mascota. Pero claro, el hace lo que se le da la gana.”
Suspiró hondo, apretando los labios.
“No quiero pensarlo más. Haré lo que deba hacer y ya. Que sea lo que Dios quiera.”
El reloj marcaba las ocho.
Cuando Isabella llegó al punto de encuentro, el estacionamiento estaba vacío.
Miró a su alrededor, cansada.
—Genial, no está. —Suspiró con alivio—. Tal vez se aburrió y se fue… qué suerte.
Pero justo cuando dio media vuelta, una voz conocida retumbó detrás de ella:
—Tarde, Fernández.
Isabella se giró sobresaltada.
Ahí estaba Damián Montenegro, de pie junto a su auto negro, impecable, con ese aire arrogante que parecía imposible de ignorar.
—Una hora —dijo él, mirando su reloj—. No cinco minutos. Una hora completa.
Mi tiempo vale más de lo que puedes imaginar, y tú lo haces perder.
Isabella cruzó los brazos, alzando una ceja.
—Bueno, lamento no tener una alarma hecha de diamantes como tú. No todos vivimos con un chofer y una agenda perfecta.
Damián entrecerró los ojos, sin perder la calma.
—¿Sabes? Todos darían lo que fuera por un minuto de mi tiempo. Y tú… lo malgastas.
—Pues qué triste —respondió con sarcasmo—, si todos quieren tu tiempo y tú no sabes qué hacer con él.
Él sonrió de lado, molesto y divertido a la vez.
Sin más, le tomó la muñeca con firmeza.
—¡Oye! ¿Qué haces? ¡Suéltame!
—Sube al auto.
—¡Esto es secuestro! —exclamó, forcejeando.
—Estás aquí porque quisiste venir —replicó él con voz baja y controlada—. Así que no dramatices.
Isabella lo fulminó con la mirada.
—Eres insoportable.
—Y tú demasiado ruidosa —respondió, abriendo la puerta.
Ella bufó, se cruzó de brazos y entró al coche con un golpe seco de la puerta.
“Perfecto, Isabella. Secuestrada un sábado. Ni en mis pesadillas pasa esto.”
El auto se detuvo frente a una boutique lujosa. Isabella lo miró confundida.
—¿Qué hacemos aquí?
Damián bajó sin responder, dándole una mirada de arriba abajo.
—No puedo dejar que me vean con alguien vestida así.
—¿Qué? —dijo ella, indignada—. Esto es acoso de clase, Montenegro.
dijo mientras miraba la tienda que se veía muy costosa.
Él siguió caminando, indiferente.
—Relájate. No te lo voy a cobrar. ¿Qué clase de miserable crees que soy?
—No dije que fueras un miserable… —murmuró ella, siguiéndolo a regañadientes—. eso sería un halago para ti.
_En la tienda _
El interior del lugar brillaba como un museo: luces cálidas, maniquíes con trajes perfectos, música suave.
Las vendedoras casi se inclinaron cuando Damián entró.
—Señor Montenegro, qué gusto tenerlo de nuevo —saludó una de ellas.
—Necesito algo decente para ella —dijo él, señalando a Isabella sin mirarla.
—¿Decente? —repitió ella, entre dientes.
Una de las empleadas la condujo hasta un probador, entregándole varios vestidos.
El primero era hermoso… pero al intentar ponérselo, la cremallera se atascó.
Tiró una, dos, tres veces. Nada.
Se movió un poco, perdió el equilibrio y cayó de espaldas con un golpe seco contra el piso.
—¡Ay, no! —dijo, entre frustrada y dolorida—. ¡Perfecto! Ahora parezco un saco de papas.
Damián, que esperaba sentado, se levantó al escuchar el ruido y se asomó por la cortina.
—¿Ensayando una caída dramática?
Isabella lo miró horrorizada.
—¡Vete! ¡Este es el probador! ¡Privacidad, por favor!
—Tranquila —dijo él, apoyándose en el marco—. Nadie se atrevería a hacerme nada aquí.
—¡Tú eres el peligro aquí, Montenegro! —gritó ella, roja como un tomate.
Él sonrió apenas y se acercó.
—¿Qué crees que te voy a hacer, eh? —susurró con voz baja—. Deja de tener pensamientos de pervertida. Voltéate.
—¡No! ¡Yo puedo sola! —insistió, jalando la cremallera con desesperación.
—Claro, hasta que destruyas un vestido de tres mil dólares —murmuró él, rodeándola con calma—. No querrás arruinar algo tan caro.
—¡No toques—! —intentó decir, pero ya la había girado suavemente.
Su respiración rozó su cuello mientras liberaba la cremallera atascada.
El contacto le erizó la piel, y su corazón empezó a latir con fuerza.
—Listo —dijo él, apartándose como si nada.
Ella permaneció quieta, con el rostro encendido, intentando recuperar el aliento.
En ese momento, entraron las vendedoras con una nueva selección de vestidos.
_señor Montenegro, llegaron los modelos nuevos de la bodega.
—Bien. Quiero verlos todos. —Se giró hacia Isabella—. Pruébate estos dos.
—¿Y si no quiero?
—No pregunté si querías —respondió, seco.
Ella lo miró con fastidio, pero obedeció.
El segundo vestido, un tono azul profundo, le quedó perfecto.
Cuando salió, Damián la observó en silencio unos segundos.
—Ese —dijo por fin.
—¿Qué? —preguntó ella, incómoda.
—Ese. Es el correcto.
Isabella lo miró confundida, sin entender por qué su tono había cambiado por un instante… tan breve, tan imperceptible, que parecía un error en su máscara de frialdad.......