Desde un balcón teñido de rojo, una mujer observa el mundo con la certeza de quien ya lo domina.
No necesita tronos ni coronas. Su reino se construye con secretos, lealtades quebradas y pactos sin retorno.
Quien cruza su camino no sale ileso. Porque esta no es una historia de amor, sino de tentación, herencia y cicatrices que arden en silencio.
En un imperio tejido de sombras, el amor es una debilidad.
La venganza, un motor.
Y el poder… siempre cobra su precio.
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CAPITULO 22:"Castigo, el silencio".
En la biblioteca de la mansión.
Al llegar ellas a la biblioteca.
El sonido de las pisadas sobre la alfombra antigua apenas se percibe.
El mayordomo camina con precisión detrás de la mujer y de Mireya, quien, aunque intenta parecer segura, no logra disimular la rigidez en sus hombros.
La biblioteca está intacta. No hay polvo.
No hay libros fuera de lugar. Solo un leve aroma a cuero envejecido, a madera antigua y a secretos bien conservados. Una lámpara de luz cálida, pende del techo artesonado, iluminando el centro de la sala, donde hay una única mesa de roble espera.
—Será aquí —dice la mujer, sin girarse.
El mayordomo asiente con una leve inclinación.
Luego, sin decir palabra, se retira, pero no por completo.
Dobla discretamente por un pasillo adyacente y regresa sobre sus pasos por el corredor norte de la mansión.
Minutos antes.
Antes del desayuno, la señora Elyrah se había detenido frente al mayordomo. Le había hablado en voz baja:
—Cuando Mireya me pida hablar a solas —porque sabía que lo haría—, guía los. A los dos. No deben interferir, pero sí ver.
Él no hizo preguntas. Solo ejecutó.
El mayordomo se acerca a los jóvenes para que lo sigan. Ahora, Iker y Ailenys lo siguen. Con cautela, sin hablar.
Llegan a un corredor estrecho detrás de la biblioteca.
A simple vista, parece un simple panel de madera oscura, pero al presionar suavemente una figura tallada —una rosa con espinas en bajorrelieve—, una parte del muro se desliza sin hacer ruido. Dentro, un pasaje angosto, cubierto de terciopelo y silencio.
—Por aquí —susurra el mayordomo.
Los guía hasta una sala pequeña, secreta. Una cámara de observación construida hace décadas, parte del diseño original de la casa, cuando la discreción valía más que la verdad.
En la pared principal, un cuadro antiguo: una dama vestida de rojo oscuro, idéntica a un retrato que cuelga también en el salón principal. Pero aquí, sus ojos parecen tener vida.
El mayordomo toca un mecanismo oculto en el marco. El lienzo se vuelve ligeramente translúcido.
No es pintura. Es un vidrio pintado desde el otro lado.
Desde allí se ve la biblioteca.
Y se escucha.
—No deben tocar nada. Ni hablar. —dice el mayordomo. Luego desaparece.
La biblioteca está siendo observada.
Mireya está de pie. Elyrah ya ha tomado asiento frente a la mesa.
—Te escucho —dice ella, con voz calmada, entrelazando los dedos sobre su regazo.
Mireya no se sienta de inmediato.
Del otro lado del vidrio oculto, Iker y Ailenys observan en silencio.
Ella lo sabe. Lo planeó así. No por crueldad. Por estrategia. Porque toda verdad tiene capas. Y algunas deben ser vistas, no dichas.
Desde ese ángulo oculto, la joven puede ver los verdaderos matices: el leve temblor en las manos de Mireya, la tensión en la mandíbula de la mujer que tanto la desafió.
Iker, en cambio, no parpadea. Intuye que lo que se revelará allí definirá más que una lealtad. Definirá un destino.
Adentro, la conversación empieza. Pero el poder ya habló antes de que se diga la primera palabra.
Dentro de la biblioteca.
Mireya debía esforzarse por sostenerse en un terreno que cree conocer, apelando a un supuesto pacto cumplido. O sabe que deberá desaparecer.
Ya no bajo la protección de la red, ¿o sí?
El sonido del reloj antiguo en la pared marca cada segundo como si golpeara un tambor sordo.
Elyrah está sentada, erguida, impecable.
Su postura, como su silencio, pesa más que cualquier palabra.
Mireya permanece de pie, con la espalda recta, pero los nudillos le tiemblan apenas cuando apoya una mano sobre el respaldo de una de las sillas.
—No me voy a justificar —comienza—. Usted no pidió eso.
Ella no responde. Solo la observa. Levemente ladeada, como si evaluara una obra aún inconclusa.
—Cumplí lo que me pidió —continúa Mireya, con una mezcla de firmeza y súplica velada—. Sembré la duda. La inseguridad. En ambos. Tal como me indicó.
Los hice mirar se distinto. Preguntarse. Dudar hasta de sus propios reflejos.
Hace una pausa.
—Lo hice con precisión. No improvisé. No me excedí. Solo sembré lo necesario para que la incertidumbre hiciera su trabajo. Usted misma dijo que los verdaderos herederos deben enfrentarse primero a sí mismos.
La mujer no pestañea. No asiente. No la detiene.
Solo la escucha con ese gesto sereno, congelado, de quien está por dictar sentencia.
—No merezco estar fuera del juego —insiste Mireya, sintiendo que el suelo comienza a inclinarse bajo sus pies—. No, después de todo lo que hice por usted.
No ahora.
Un leve silencio cae como una hoja pesada.
Elyrah, entonces, se inclina apenas hacia adelante. Cruza las manos sobre la mesa.
—¿"Por mí"? —dice, en un tono tan suave que hiela. ¿Qué presuntuoso modo de nombrar lo que hiciste por ti?
Mireya palidece.
Prosigue, sin alterar el ritmo de su voz:
—No sembraste duda. Sembraste veneno. Porque no supiste distinguir entre tensión y traición.
De la habitación oculta, Ailenys contiene el aliento.
Iker entrecierra los ojos. Cada palabra cala.
—Les clavaste preguntas —prosigue la mujer—, no para fortalecerlos, sino para debilitar su unión. Para insertarte entre ellos. Para ganar tiempo. Porque sabías que el tiempo ya no estaba de tu lado.
Mireya aprieta los labios. Quiere replicar. Pero no encuentra dónde apoyarse.
—Yo no pedí desorden. Pedí revelación. Y tú elegiste el caos.
Mientras se pone de pie.
—La incertidumbre bien sembrada florece en verdad. La tuya solo dejó sombra.
Camina lentamente hacia uno de los estantes. Toma un libro, lo hojea sin interés real. Solo para marcar distancia.
—Te escuché, Mireya. Como se escucha a quien ya ha dicho todo lo que podía decir. Sin novedad. Sin profundidad.
Vuelve a colocar el libro con delicadeza, como si nada en ella pudiera hacerse con violencia.
—Tu tiempo, como tu papel, ha llegado a su cierre.
No porque fallaste. Si no, ¿por qué pensaste que podías negociar conmigo?
Mireya se queda inmóvil. Y por primera vez, la máscara se le resquebraja apenas en los ojos. Un destello de miedo. No al castigo. Al olvido.
Elyrah gira levemente el rostro hacia la puerta.
—El mayordomo te mostrará la salida. Aún hay puertas que puedes atravesar con dignidad.
Pero ya no son las mías. No la mira más. Para ella, Mireya ha dejado de estar en la sala.
Del otro lado del vidrio oculto, Ailenys comprende algo que no se puede enseñar: Su abuela no castiga con furia. Castiga con silencio.
Y Mireya, que tanto buscó ser vista, termina siendo invisible.
Continuará...