Esther renace en un mundo mágico, donde antes era una villana condenada, pero cambiará su destino... a su manera...
El mundo mágico también incluye las novelas
1) Cambiaré tu historia
2) Una nueva vida para Lilith
3) La identidad secreta del duque
4) Revancha de época
5) Una asistente de otra vida
6) Ariadne una reencarnada diferente
7) Ahora soy una maga sanadora
8) La duquesa odia los clichés
9) Freya, renacida para luchar
10) Volver a vivir
11) Reviví para salvarte
12) Mi Héroe Malvado
13) Hazel elige ser feliz
14) Negocios con el destino
15) Las memorias de Arely
16) La Legión de las sombras y el Reesplandor del Chi
17) Quiero el divorcio
18) Una princesa sin fronteras
19) La noche inolvidable de la marquesa
** Todas novelas independientes **
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Imperio de Oro
Durante las semanas siguientes, Esther no volvió a cruzarse con Fabio en persona, por lo que continúo actuando desde las sombras. Lo primero que hizo fue redirigir contratos. A comerciantes medianos, siempre marginados por los grandes tratos, les ofreció facilidades: menores impuestos por un tiempo, créditos suaves, apoyo logístico de la guardia. Era un gesto pequeño en apariencia, pero con ello empezó a atraer a quienes antes dependían de Doyle. Luego, instruyó en secreto a los escribanos para que los registros de aduanas y caravanas fueran revisados con más detalle. No prohibía nada aún, pero de pronto los cargamentos asociados al hombre se retrasaban por controles “de rutina”, los costos aumentaban y las demoras irritaban a sus clientes. En paralelo, comenzó a trabajar la opinión de los nobles jóvenes, esos que recién heredaban tierras y buscaban distinción. Durante cenas discretas y charlas en los jardines, dejaba caer frases calculadas:
—El futuro está en los cultivos de especias, no en cadenas. —o bien— La riqueza que se sostiene sobre la desgracia de otros siempre termina volviéndose contra su dueño.
Algunos asentían con cautela, otros callaban… pero la semilla ya estaba plantada.
Mientras tanto, los rumores se movían como serpientes en el pueblo. Esther no los alimentaba directamente, pero sabía quién debía murmurarlos: mercaderes agradecidos por el apoyo de la corona, sirvientes que repetían lo que oían en pasillos, clérigos a quienes había apoyado en pequeñas obras de caridad. Y así comenzó a circular la idea de que el comercio de Doyle traía miseria y que “nuevos tiempos” se estaban gestando bajo la joven señora.
Fabio, al principio, no sospechó. Solo notó un leve descenso en sus ganancias y algún retraso molesto. Pero con el paso de las semanas, sus socios más nerviosos empezaron a preguntar demasiado, y él comprendió que algo invisible estaba agitando sus cimientos.
Una noche, en su despacho, Esther hojeó un nuevo informe: las rutas de Doyle habían perdido casi un tercio de su flujo en menos de un mes. No lo había enfrentado de frente, pero ya lo estaba obligando a retroceder.
Con un brillo frío en los ojos, murmuró para sí:
—Que sienta cómo la tierra tiembla bajo sus pies… y todavía no he mostrado mis cartas.
Esther se sentía satisfecha. Los informes mostraban que el poder de Fabio Doyle comenzaba a resquebrajarse; socios que dudaban, rutas que se ralentizaban, rumores que circulaban. Creía que había obrado con la discreción suficiente.
Pero lo que ignoraba era que, desde hacía meses, la guardia imperial la seguía en silencio.
No los guardias que ella veía a diario —esos estaban bajo su mando—, sino una unidad distinta, leal únicamente al trono. Espías que se mezclaban con la servidumbre, soldados que se disfrazaban de viajeros en las rutas, escribanos que copiaban cada documento que pasaba por sus manos.
Cada movimiento que Esther había hecho quedaba registrado:
• Las reuniones discretas con jóvenes nobles en los jardines.
• Las cartas enviadas a los comerciantes medianos.
• Los controles de aduana “de rutina” que golpeaban a Doyle.
Para ella era un plan secreto; para la guardia, era un tablero descubierto.
En una cámara oculta del palacio, el comandante imperial colocaba esos informes sobre una mesa. Su expresión era impenetrable mientras leía las notas.
—La joven no es ingenua —comentó a sus hombres—. Sabe moverse con astucia… pero también está desafiando intereses establecidos.
Algunos oficiales murmuraban que aquello podía significar problemas: si una mujer de la familia empezaba a socavar redes de poder tan antiguas, ¿qué impediría que intentara mover los equilibrios dentro del propio imperio?
El comandante no respondió. Se limitó a mirar el último informe, donde se señalaba que Fabio Doyle había empezado a sospechar y que pronto buscaría enfrentarse a quien movía los hilos.
—Será cuestión de tiempo para que sus caminos se crucen —dijo finalmente—. Y cuando ocurra… el emperador debe decidir si la protege, o si la deja a merced del enemigo que ella misma provocó.
Mientras tanto, Esther, en su inocencia, creía que trabajaba en la sombra. No sabía que cada una de sus jugadas estaba siendo observada, y que su verdadero examen aún estaba por empezar…
Es que en la Isla de Oro, nada escapaba al ojo vigilante de la familia imperial Volt. Cada transacción, cada pacto entre comerciantes, cada murmullo en las plazas… todo era registrado de una u otra manera. El control no era solo un hábito, sino una cicatriz.
Años atrás, los Volt habían sufrido como pocos podían imaginar. Una traición de los nobles —esa alianza secreta que pretendió despojar a la familia imperial de su poder— la fracturó el imperio desde dentro. Fue una herida tan profunda que el emperador nunca volvió a confiar plenamente en sus vasallos. Desde entonces, la guardia imperial no solo protegía las murallas: espiaba, registraba, vigilaba.
Por eso, aunque Esther pensaba que obraba con cautela, cada movimiento suyo estaba dentro del tablero de la familia. Los informes sobre sus maniobras contra Fabio Doyle no eran simples curiosidades: eran parte de un rompecabezas mayor, porque cualquier cambio en el flujo del comercio podía interpretarse como un germen de rebelión.
En los salones más privados del palacio, el emperador escuchaba los reportes en silencio. Su rostro, endurecido por los años y la desconfianza, no mostraba emoción alguna. Sin embargo, en su interior había un dilema:
¿Estaba la hija de los duques Spencer mostrando una peligrosa independencia que podía arrastrarla al mismo destino de los nobles traidores?
¿O estaba demostrando la misma astucia férrea que alguna vez había salvado a los Volt de la ruina?
El emperador no respondió de inmediato. Solo cerró los informes y dijo en voz baja:
—Nada se mueve en la Isla de Oro sin que los Volt lo sepan.
El emperador Vitorio Volt no dejaba nada al azar. Sabía que los nobles podían jugar a la lealtad mientras urdían traiciones, y aunque apreciaba la astucia de Esther, no confiaba del todo en una hija de duques que de pronto comenzaba a mover piezas en un terreno tan peligroso como el comercio.
—El juego de poder no admite ingenuidades —murmuró en su consejo privado—. Y no voy a permitir que los errores del pasado se repitan.
Por eso, no confió la vigilancia solo a la guardia imperial. Envió a alguien de su propia sangre: Arturo Volt, su hijo mayor de los gemelos.
Arturo era distinto a su hermano Leandro. Mientras Leandro había demostrado ser un inicialmente un mujeriego, sin embargo, ahora era un hombre familiar, recién casado y padre de dos pequeños, Arturo era tímido, pero muy inteligente. Leal hasta la médula, era conocido por observar en silencio hasta descubrir las grietas en el corazón de sus enemigos.
—Padre —dijo Arturo, inclinándose ante Vitorio—, ¿debo actuar o solo mirar?
—Mira, escucha y aprende lo que pretende —respondió el emperador con voz grave—. No interfieras… a menos que cruce un límite.
Así, Arturo partió bajo el pretexto de acompañar a la nobleza joven en las labores de supervisión del comercio. Nadie sospecharía de su verdadera misión: vigilar personalmente a Esther.
En la mansión, su llegada fue recibida con respeto y cierta incomodidad. Todos sabían que donde Arturo Volt aparecía, significaba que el emperador deseaba ojos directos en un asunto delicado.
La familia imperial seguía su vida pública: la emperatriz Emma Volt mantenía las ceremonias y obras de caridad; Leandro disfrutaba de sus hijos pequeños; y las gemelas, Bella y Elena, brillaban en los salones. Elena, en particular, estaba próxima a casarse, y cada banquete se convertía en una muestra de que estaba felizmente enamorada.
Pero en la sombra, todo giraba ahora en torno a Esther. Ella aún ignoraba que no solo Fabio Doyle la había notado, sino que la mirada más penetrante del imperio se había posado sobre ella.
Y esa mirada pertenecía a Arturo Volt.