Lila, una médica moderna, pierde la vida en un ataque violento y reencarna en el cuerpo de Magdalena, la institutriz de una obra que solía leer. Consciente de que su destino es ser ejecutada por un crimen del que es inocente, decide tomar las riendas de su futuro y proteger a Penélope, la hija del viudo conde Frederick Arlington.
Evangelina, la antagonista original del relato, aparece antes de lo esperado y da un giro inesperado a la historia. Consigue persuadir al conde para que la lleve a vivir al castillo tras simular un asalto. Sus padres, llenos de ambición, buscan forzar un matrimonio mediante amenazas de escándalo y deshonor.
Magdalena, gracias a su astucia, competencia médica y capacidad de empatía, logra ganar la confianza tanto del conde como de Penélope. Mientras Evangelina urde sus planes para escalar al poder, Magdalena elabora una estrategia para desenmascararla y garantizar su propia supervivencia.
El conde se encuentra en un dilema entre las responsabilidades y sus s
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Capítulo 4: Como una madre.
Penélope se encontraba sentada al lado de la ventana, con las piernas cruzadas sobre el sofá y el mentón apoyado en sus manos. La luz del sol por la tarde entraba con fuerza a través de los altos cristales, iluminando el estudio con un resplandor dorado. Las partículas de polvo flotaban en el aire, pareciendo pequeñas hadas en el ambiente, y el único ruido que rompía la calma era el canto de los pájaros en el bosque cercano.
—¡Galletas! —exclamó la niña con emoción al verme entrar con la bandeja—. ¿Son de canela?
—Las que te gustan —dije sonriendo mientras me acercaba.
Me senté a su lado. Ella tomó una galleta con ambas manos y le dio un gran mordisco, cerrando los ojos como si fuera lo mejor que le había ocurrido en semanas. Sentí una cálida alegría en el pecho. Esa pequeña y solitaria criatura encontraba consuelo en una galleta y una voz amable. ¿Cuánto amor le faltaba?
Pasamos la tarde llenos de suaves risas y sencillas enseñanzas. Practicamos lectura y escritura, sumas con botones, y luego sacamos papeles para pintar. Tenía un don. Sus pequeñas manos se movían con soltura sobre el papel y sus dibujos mostraban un mundo interior lleno de luces y sombras.
En algunos momentos, se detenía de repente y se quedaba mirando al vacío, con una expresión melancólica. Otras veces se reía de cualquier cosa, como si necesitara aferrarse a la alegría. Era una niña delicada, pero también muy perceptiva.
Cuando terminamos con las tareas, corrimos hacia la sala de música. Allí bailó entre las sillas como un cisne sin dirección, improvisando sus propios pasos sin restricciones. Me hizo girar, saltar y trotar… me faltaba el aliento, pero verla tan llena de vida me llenaba de energía. Se reía, y eso era lo único que importaba.
El sol comenzó a ponerse, tiñendo el castillo con un color ámbar. La llevé de la mano hacia su dormitorio. La habitación era amplia y acogedora. Las paredes estaban pintadas de un azul claro, con molduras blancas. Había una cama de madera clara con dosel, con peluches alineados al pie, y una repisa con cuentos ilustrados.
—¿Me leerás algo esta noche? —preguntó, acurrucándose bajo las mantas con las manos aún cálidas de jugar.
—Por supuesto. ¿El de siempre?
Asintió con entusiasmo. Busqué la vieja copia de La Cenicienta, con el lomo desgastado y algunas páginas manchadas de chocolate. Me senté a su lado y comencé a leer en una voz suave. Mientras leía, la observaba. Su respiración se iba volviendo más lenta, y sus ojos se cerraban poco a poco.
De repente, con un susurro, me sorprendió:
—Magdalena… ¿crees que tú podrías ser una princesa?
Me detuve.
—¿Una princesa? ¿Yo?
—Sí. Porque. . . si fueras una princesa, tal vez podrías ser mi madre.
El tiempo parece haberse congelado. Sentí un nudo en la garganta, ardiente. Sus ojos, aún semiabiertos, me observaban con la inocente esperanza de alguien que no comprende el rechazo, pero sí conoce la pérdida. No lo vi venir. Sabía que la cuidadora anterior, la auténtica Magdalena, amaba a esta niña. Pero nunca pensé que Penélope sentiría tanto como para desear que ella fuera su madre.
Y entonces comprendí todo.
Evangelina no necesito grandes celos o envidia para despreciar a Magdalena. Solo tenía que notar esto: el verdadero lazo entre dos almas inocentes. Ese amor incondicional era más amenazante para sus planes que cualquier noble o promesa de riqueza.
—No hace falta ser una princesa para ser tu madre —le contesté, acariciándole el cabello con ternura—. A veces, las personas más significativas no usan coronas, sino delantales.
Ella sonrió un poco y cerró los ojos.
Me quedé un momento allí, oyendo cómo su respiración se volvía más profunda y rítmica. Su tranquilidad me llenaba de determinación. No permitiría que nadie la pusiera en riesgo. No esta vez.
Salí en silencio de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Regresé a mi cuarto, encendí una vela, tomé papel y lápiz y me senté a escribir. Anoté todo lo que recordaba de la historia original. Detalles. Secuencias. Nombres importantes. Evangelina aún no había llegado. El tiempo avanzaba, pero aún podía hacer un cambio.
Sin embargo, proteger a Penélope no solo necesitaba información… sino preparación.
Miré mis manos. Delgadas y suaves. Este cuerpo no sabía cómo defenderse. En mi vida anterior había lidiado con bisturíes, pero no con armas. Hubo violencia a mi alrededor, sí, pero nunca aprendí a luchar. Y este castillo, aislado entre los árboles, rodeado de bosques y muros, podía ser tan peligroso como cualquier callejón actual.
Me puse un abrigo sobre el vestido y salí, guiándome por la débil luz de las velas encendidas en las paredes de piedra. En el vestíbulo lo vi.
Era un guardia: alto, robusto, con barba recortada y porte militar. Creo que se llamaba Marcos. Caminaba con seguridad haciendo su ronda nocturna.
—¿Puedo ayudarle, señorita Belmonte? —preguntó con una voz profunda pero respetuosa al verme acercarme.
—Sí —respondí tras tomar una respiración profunda—. Me gustaría pedirle un favor.
Se detuvo. Frunció el ceño, intrigado.
—¿Un favor?
—Quisiera aprender defensa personal. Sé que usted entrena con los otros guardias.
Su expresión cambió de sorpresa a incredulidad.
—Eso no es habitual, señorita. Las damas no hacen esas cosas. No es bien visto.
—Lo sé. Pero este castillo está en medio de un bosque. Y no quiero estar desprotegida si algo sucede. No quiero ser una carga.
Me observó durante unos instantes. Después soltó un suspiro y habló en un tono más bajo.
—El castillo tiene buenas defensas. Sin embargo. . . tienes razón. Siempre es útil saber cómo protegerse.
—Le compensaré, si hace falta —reiteré, con determinación.
—No será necesario que me pague. Solo debe ser cuidadosa.
—Lo seré —afirmé, sintiéndome aliviada.
—Está bien. La esperaré a medianoche. Venga vestida apropiadamente. Y traiga café. La noche será larga.
Asentí, tratando de esconder mi emoción.
Esa noche, al volver a mi habitación, me sentía diferente. Ya no solo era una mujer en una historia triste. Era algo más. Me estaba transformando en la guardiana de una niña. . . y en la oponente callada de una mujer que aún no ha llegado. Me estaba alistando. Y cuando Evangelina entre a este castillo, no sabrá la tormenta que le espera.
Porque esta vez, la niñera no será una víctima.
Se convertirá en la cazadora.