Ella creyó en el amor, pero fue descartada como si no fuera más que un montón de basura. Laura Moura, a sus 23 años, lleva una vida cercana a la miseria, pero no deja que falte lo básico para su pequeña hija, Maria Eduarda, de 3 años.
Fue mientras regresaba de la discoteca donde trabajaba que encontró a un hombre herido: Rodrigo Medeiros López, un español conocido en Madrid por su crueldad.
Así fue como la vida de Laura cambió por completo…
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Capítulo 10
En la pequeña cocina, el aroma de la sopa de verduras flotaba en el aire cuando los cuatro se acomodaron alrededor de la pequeña mesa de la cocina para comer la deliciosa sopa que Doña Zuleide había preparado.
Rodrigo, recostado con cierta dificultad en una de las sillas, esbozó una leve sonrisa, la primera en días. Todo parecía tan confuso, pero, al mismo tiempo, una extraña sensación de acogimiento lo envolvía. Se sentía fuera de lugar en ese escenario doméstico, pero al mismo tiempo, envuelto por una paz que hacía mucho tiempo desconocía.
Rodrigo prestaba atención a la forma en que la muchacha cuidaba de su hija. Se sintió en casa cuando la anciana partió con sus propias manos el pan y le dio un pedazo.
Rodrigo, aun herido y con un pasado oscuro, por primera vez en muchos días, sintió algo que hacía tiempo no experimentaba: paz.
Maria Eduarda era el sol de ese ambiente. La niña hablaba sin parar, mostrando al visitante los dibujos que había hecho durante el día, contando historias de princesas valientes y dragones que se hacían amigos al final. Rodrigo sonreía con la ternura y espontaneidad de la niña.
—Ella habla por los codos.— comentó Laura, colocando una servilleta en el regazo de Duda, con una sonrisa cansada.
Rodrigo rió levemente, mirando a ambas con admiración.
—Es encantadora.— dijo despacio, el acento aún arrastrado.
Doña Zuleide lanzó una mirada de complicidad a Laura.
—Él está mejor, todo saldrá bien, mi hija.— dijo con firmeza.— Necesitamos proveerle algunas ropas limpias al muchacho.
Después de la cena, la mesa fue limpiada y cada uno siguió su rumbo. Laura acostó a su hija en la cama y fue a tomar un baño antes de retirarse. Rodrigo volvió al colchón en el cuartito, sintiendo el cuerpo pesado, pero la fiebre ya no existía más, ya conseguía moverse con menos dolor.
Poco antes de la medianoche, oyó pasos leves y la puerta del cuartito abriéndose despacio. Una cabecita rizada surgió en la penumbra.
—¿Mozo?— llamó Maria Eduarda.
Rodrigo alzó un poco el cuerpo para que la niña pudiera ver su rostro.
—¿Sí?
—Solo vine a darte las buenas noches. Mamá no deja, pero tú estás malito. Que te mejores pronto, ¿sí?— dijo la niña, acercándose y apoyando los labios en la mejilla de él con un besito leve.
Antes de que él pudiera responder, ella salió corriendo, volviendo silenciosa a su cuarto. Rodrigo quedó inmóvil por largos segundos, tocando el rostro donde recibió el beso. Cerró los ojos y se permitió una sonrisa.
A la mañana siguiente, Laura se levantó temprano, preparó el café y dejó a su hija en el apartamento de Doña Zuleide con un beso demorado.
—Compórtate, ¿sí? Mamá vuelve después del almuerzo.— dijo ella, mientras la señora tomaba a Maria Eduarda en brazos.
—¿Vas a trabajar esta noche?— Zuleide quiso saber.
—Sí, ahora temprano iré a vender el restante de los dulces. Así que venda todos, compro más ingredientes.— Laura suspiró.— Pretendo hacer algunos brigadeiros antes de ir para la discoteca.
Laura se despidió de Doña Zuleide y bajó las escaleras rápidamente, no tenía tiempo que perder.
Rodrigo esperó hasta que el apartamento quedara en silencio y las voces del pasillo cesaran. Entonces, con esfuerzo, se levantó.
La pierna aún dolía, pero él ya conseguía apoyarla con cautela. Caminó por la sala observando el ambiente: no había ninguna televisión en el local, algunos pocos juguetes esparcidos, pero de forma ordenada, en nada se parecían con los juguetes lujosos de sus sobrinos.
La cortina descolorida, la alfombra raída, más limpia. Cada detalle revelaba el esfuerzo de la mujer, intentando dar dignidad a lo poco que poseía.
Entró en la cocina y abrió la nevera. Pocas cosas: huevos, una jarra con jugo, un pote con el resto de la papilla de la noche anterior. Ninguna fruta, apenas algunas verduras. Rodrigo cerró la puerta despacio. Sus ojos recorrieron las paredes, por la simplicidad tan opuesta a la opulencia en que siempre vivió.
Recordó la casa de la familia en Madrid... de su apartamento moderno, de ventanas amplias, de piso de mármol, los vinos carísimos, el silencio. Un silencio mucho más solitario que aquel de la mañana que vivía ahora.
Volvió despacio al cuartito y se sentó en el colchón. Antes de la emboscada, había dejado en el apartamento el celular y los documentos. Necesitaba sus cosas, pero no podía pedirle a Laura. Tal vez sus enemigos estuvieran al acecho en aquel hotel cinco estrellas...
Miró a través de la pequeña ventana. Pudo percibir que era un barrio pobre, diferente de todo lo que estaba acostumbrado. Jamás imaginaría que personas simples se arriesgaron por él. Eso definitivamente era nuevo para él.
Cogió una hoja de papel y una pluma que encontró encima de una cómoda allí cerca e intentó escribir algo, pero las palabras no venían. En vez de eso la pluma comenzó a deslizar en el papel y él acabó por dibujar el rostrito de Maria Eduarda, con lazos en los cabellos rizados.
En aquel instante, Rodrigo percibió que estaba más perdido de lo que imaginaba. No apenas en Brasil no apenas por la emboscada que sufrió. Estaba perdido de sí mismo, de su misión, de su historia. Pero, por primera vez, sentía que tal vez no fuera malo perderse un poco más allí.
—Tal vez haya encontrado un refugio.— susurró, encarando el dibujo.
Sentía la inocencia de aquella niña al entregarle su "trapito" color de rosa para calmarlo. Podía sentir el beso de buenas noches... ella no lo temía.
Él era un asesino y jamás pensó dos veces en eliminar un blanco. Sentía placer al ver una vida desvanecerse...