Al descubrir a su pareja en plena infidelidad, Ein Morlyng se sumerge en un torbellino de desesperación y alcohol, esperando que el dolor se disuelva con cada copa. Pero mientras la embriaguez la aleja de la realidad, una serie de eventos imprevistos la arrastra hacia una nueva vida. Entre una boda inesperada, un embarazo sorpresivo y una convivencia forzosa, Ein se encuentra atrapada en un destino que no había imaginado. Ahora, mientras enfrenta un cambio radical en su vida, una pregunta persiste en su mente: ¿Cómo llega el amor?
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Capítulo 23
El silencio que se extendió a nuestro alrededor era incluso palpable. Mientras tanto, yo sentía quebrar todo lo que estaba dentro de mí: era culpa. Los dos éramos egoístas; en cambio, el único que lo sufriría sería el más inocente. Dewin tenía razón: desde el principio debí haber abortado, debí borrarnos del mapa del otro. De haber sido así, ninguno de los dos tendría que vivir los malos ratos que, con toda certeza, no dejarían de darse. Hice todo porque no quería que el bebé pagara nuestros errores, pero recién me estaba dando cuenta de cuán imposible era eso. Quizás le hacía peor trayéndolo a la vida. No merecía tener cerca a Dewin. No merecía tenerme a mí. No merecía tenernos como padres.
Odiaba vender mi debilidad sin recompensas a reclamar, pero en serio me estaba doliendo todo el asunto. Y esto apenas iniciaba, desde luego lo sabía y no pretendía ser entusiasta, porque lo que nos llevó hasta aquí nos superaba en gravedad. Aun si compartiríamos la responsabilidad de criar a un hijo nuestro, el mayor problema era, mucho más para Dewin, aceptar que, aunque nunca seríamos una familia como tal, estaba condenado a ser enlazado conmigo por un mismo vínculo.
Empecé, sin prisa, a secarme las lágrimas que habían descendido por mi rostro sin permiso. La sonrisa que esbocé estuvo cargada de dolor, una mueca que avisaba que, por más que tratara de evitarlo, en cualquier momento me iba a romper.
—Soy una tonta —gimoteé—. Tienes razón, Dewin, en todo. Aun si por mi culpa empezamos mal, debemos... debemos resolver este asunto antes de llegar a un punto sin retorno. Hasta ahora, parece que hasta tu apellido pretendo robar. Vamos primero a divorciarnos. —Apreté los ojos en un intento fallido de frenar las lágrimas; al abrirlos, rojos por el esfuerzo sobrehumano de querer aún contener el llanto, lo miré—. En realidad, no sé si todavía se pueda. No sé si tengo alguna posibilidad de reparar todo este desastre, pero, si hay tiempo, lo aceptaré. Abortaré, tal y como me lo pediste.
No permanecí más allí. Caminé sin perder tiempo de regreso a la habitación donde dormía. Tras de mí, cerré la puerta, y mi cuerpo se desplomó en el frío piso en sincronización con el llanto que tanto había retenido, un llanto silencioso... amargo. Estaba siendo degollada por el inaguantable dolor que se había instalado en mi pecho, por la confusión, por no ser lo suficientemente cuerda para pensar en otra cosa que no fuera desaparecer de este planeta. Ya no tenía más positivismo; ya no podía, ya no quería continuar. Quería que el mundo me cayera encima y terminara conmigo de una vez. Todos los sucesos de los últimos meses, desde ese maldito crucero hasta ahora, pactaron junto a hundirme en un dolor que se me estaba haciendo insoportable.
—¿Señorita, me permite?
De a poco fui despertando, mientras César insistía detrás de la puerta.
No era consciente del tiempo, pero me había quedado dormida, eso sí lo sabía. Al abrir los ojos y despertar del piso, me azotó un fuerte dolor en la cabeza; se sentía como si acabaran de golpearme tres veces con un martillo.
César se disculpó brevemente cuando le abrí la puerta.
—Perdonará el atrevimiento, madame, pero vístase. Quisiera que me acompañe fuera de casa por un momento. Abríguese, que hace frío.
—Agradezco el detalle, pero no tengo ganas.
—Entiendo que no es un buen momento, pero, por favor, no se rehúse. Le gustará, créame, madame —insistió.
Sin obtener respuestas y sin mencionar nada, reverenció brevemente y retrocedió antes de perderse por el pasillo, dejándome con las palabras en la boca.
Suspiré sin ánimos mientras cerraba la puerta. Me metí en el baño y lavé mi rostro en el lavamanos. Retomando lugar en la recámara una vez más, abrí el guardarropas, elegí un vestido con unos dos centímetros debajo de mi rodilla y me calcé unos botines grises del color del vestido. Dejé caer mi cabello a mi espalda sin mucho ánimo de atarlo; además, podían proteger mi cuello del frío, ya que no tenía bufandas.
No sabía cuáles eran las intenciones de César, pero estaba decidida a decirle los pocos insultos que me sabía si se atrevía a sugerirme entablar conversaciones con su jefe una vez más.
Tomé un pequeño bolso, pero, al recordar que, aparte de no tener dinero, tampoco tenía teléfono, lo volví a dejar en su lugar. No valía la pena llevar un bolso vacío solo para aparentar.
Estaría vomitando arcoíris de la felicidad si fuera en otra ocasión, porque, después de mucho tiempo, al fin saldría de casa. Estaba teniendo la oportunidad de salir de aquellas cuatro paredes después de dos meses de asfixie que parecían eternos. Lo cierto era que no tenía ánimos para nada más que no fuera tumbarme en una cama y perderme como la Bella Durmiente, con la sola diferencia de no despertar nunca más. Y bueno, sí: sin príncipe y sin la belleza para ser llamada como tal.
Cerré la puerta de la habitación, estando fuera de esta, y caminé hacia la sala principal en busca de César, ignorando el terrible dolor de cabeza que tenía. Agradecí ubicarlo con la mirada sin tener que buscarlo por toda la casa, ya que, en serio, no quería encontrarme con quien no quería. Extendió los brazos y me señaló la puerta principal, que ya estaba abierta. Después de estar parada fuera de la casa, no se me ocurrió nada más que no fuera darle un fuerte golpe a César y luego huir a Marte, pero me parecía una idea demasiado fuerte para una debilucha como yo. Además, sería realmente injusto para César, quien solo quería ser amable. Me abrazó el frío de la tarde y sonreí ante la sensación. El viento removía mi cabello y golpeaba mi cara, dándome una sensación de tranquilidad y libertad, cosa que no tenía.
—Amo los días nublados.
—Suena a que es muy romántica —interpretó César.
Me reí.
—No voy a contradecirte; tampoco es que sea cierto.
Frente a nosotros se encontraba un auto. Solté una risa audible al ver que el coche era de un color gris, exactamente como iba vestida. Nos acercamos al coche, y César abrió el asiento trasero, dejándome ingresar, repitiendo él la misma acción al poco tiempo en el otro asiento.
—Espero servir para levantarle los ánimos. Iremos a dar un paseo.
Iba a preguntarle si el auto se pondría en marcha sin la ayuda de nadie, pero justo entró un hombre, aparentemente de unos treinta y ocho años de edad. Vestía con traje negro. Tomó asiento y le sonrió a César antes de verme a mí.
—Buenos días, señora Edwards —saludó.
En respuesta, solo asentí, y César captó la incomodidad que sentí cuando este me llamó de esa manera.
—Basta de tanta cortesía, solo conduce —mandó César.
Una vez que el auto estuvo en marcha, salió por entre el enorme patio delantero de la casa rumbo a la calle. Poco a poco empezaba a llover ligeramente, por lo que pequeñas gotas de lluvia caían entre los ventanales opacos del vehículo.
—Señorita, me gustaría que me hable de usted en este paseo. Quiero saber quién es usted antes de llegar al lugar al que planeo llevarla, antes de que conozca al señor Dewin. Cuénteme, por favor, si no le molesta.
El comentario de César me tomó por sorpresa. La súplica en su tono era suave, casi como si estuviera sinceramente interesado en saber más de mí, pero no podía evitar pensar que todo esto era parte de algún plan. ¿Por qué, de repente, quería conocerme mejor antes de llevarme a algún lugar? Y, más aún, ¿por qué mencionar a Dewin? El simple nombre me provocaba una mezcla de rabia y cansancio.
Suspiré, mirando por la ventana las gotas de lluvia que se deslizaban lentamente, como si quisieran acompañar mis lágrimas que hacía rato había secado.
—¿Qué te gustaría saber, César? —pregunté, sin ocultar mi apatía—. Soy solo una mujer atrapada en una situación que nunca quise y a la que no le veo salida. No hay mucho más que contar.
—Todos tenemos historias, madame —respondió César con una leve sonrisa, sin quitar la vista del camino—. A veces, son las pequeñas cosas las que hacen que una vida sea interesante. Me gustaría escuchar las suyas, si no le parece inoportuno.
Mis dedos jugueteaban nerviosamente con el borde de mi vestido mientras trataba de ordenar mis pensamientos. ¿Qué podía decirle? No quería abrirme demasiado, no confiaba en nadie, y menos ahora.
—Bueno, no soy tan interesante como crees —empecé, mi voz apenas un susurro—. Crecí en una familia humilde, en un pequeño pueblo donde todos se conocían. Mi vida era simple, tranquila, hasta que… todo cambió. Conocí a Dewin y todo fue cuesta abajo desde entonces. —Mi voz tembló un poco, pero mantuve la calma—. No soy la mujer que esperaba ser. La vida me ha dado giros inesperados, y no siempre he sabido cómo manejarlos.
César asintió en silencio, dejándome hablar sin interrumpirme, lo cual agradecí.
—Cuando me enteré de que estaba embarazada, pensé que podía con todo. Creí que el bebé nos uniría, pero ahora…