Ella creyó en el amor, pero fue descartada como si no fuera más que un montón de basura. Laura Moura, a sus 23 años, lleva una vida cercana a la miseria, pero no deja que falte lo básico para su pequeña hija, Maria Eduarda, de 3 años.
Fue mientras regresaba de la discoteca donde trabajaba que encontró a un hombre herido: Rodrigo Medeiros López, un español conocido en Madrid por su crueldad.
Así fue como la vida de Laura cambió por completo…
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Capítulo 21
El convoy de coches negros avanzaba por las calles anchas e imponentes de Madrid, llamando la atención por donde pasaba. Era imposible ignorar el lujo discreto de aquellos vehículos de vidrios oscuros y placas diplomáticas.
En el coche de adelante, Rodrigo conducía con manos firmes y mirada atenta, la mandíbula tensa ante lo que sabía que vendría en las próximas semanas.
Al lado, en el asiento del copiloto, Laura observaba la ciudad nueva con una mezcla de recelo y curiosidad. En el asiento de atrás, Zuleide sonreía como una niña, encantada con cada avenida, con cada construcción histórica y, a su lado, Duda dormitaba con la cabeza apoyada en su abuela postiza.
Tan pronto como los portones del ático de Rodrigo se abrieron, los ojos de Laura se agrandaron, el edificio tenía el patrón de una fortaleza urbana, con guardias de seguridad en trajes discretos, recepción privada, ascensor exclusivo y un jardín suspendido que parecía un pedazo robado de la Toscana.
Al llegar, Rodrigo se aseguró de abrir la puerta y ayudar a cada una a salir. Los guardias de seguridad se dispersaron en silencio, estaban entrenados para no perturbar la privacidad de la familia.
Ya en el interior del ático, dos empleadas esperaban en la amplia sala de estar, al lado del mayordomo silencioso que Rodrigo mantenía desde los tiempos en que vivía allí solo.
—A partir de ahora —dijo en castellano fluido—. Es a mi esposa a quien deben responder. La señora Laura López es la nueva dueña de esta casa.
El impacto de la frase pareció congelar el aire por un segundo. Las dos mujeres, Mercedes, la cocinera de mediana edad y de ojos atentos, e Inés, la limpiadora de manos ágiles, intercambiaron una breve mirada, pero luego inclinaron la cabeza respetuosamente.
—Bienvenida, señora —dijo Mercedes con una sonrisa en el rostro—. Esta es su casa.
Laura se quedó sin reacción. No sabía si debía agradecer, sonreír o simplemente fingir naturalidad ante la escena que parecía sacada de una película. La palabra "esposa" dicha así, en voz alta, resonó dentro de ella con un peso inesperado.
Duda, despertando en medio de las alfombras afelpadas, miró al padre postizo y preguntó, aún medio somnolienta:
—¿Vivimos aquí ahora?
Rodrigo sonrió y la tomó en brazos:
—Sí, mi flor. Esa es nuestra casa ahora.
Zuleide, aún encantada, le dio un leve golpe en el hombro a Laura:
—¡Ay, niña, si esto es fachada, quiero vivir en un teatro de estos hasta morir!
—Quiero que se sientan en casa. Este lugar es de ustedes ahora —y, con una sonrisa gentil, completó—. Cualquier cosa que necesiten, solo tienen que llamarme.
Laura observó, aún atónita. La ficha aún no había caído por completo. Pero una cosa era cierta: estaba lejos de casa, en un nuevo lugar, donde nada sería como antes.
Las empleadas fueron rápidas en mostrar las habitaciones. Laura se quedó con la suite al lado de la de Rodrigo, espaciosa y con un balcón desde donde se veía todo Madrid.
Duda tendría una habitación propia, que pronto sería adaptada con juguetes y colores que ella quisiera. Doña Zuleide ganó una habitación cómoda, con sillones para lectura y un balcón con plantas. Rodrigo parecía haber pensado en todo.
Pronto las maletas ya estaban deshechas y la ropa en sus debidos lugares. Laura miró su baño, donde la encimera del lavabo estaba repleta de botes de cremas de marcas conocidas y carísimas. Ella miraba todo sin creerlo, parecía haber vuelto a sus dieciocho años... cuando sus padres aún estaban vivos y ella podía vivir una vida despreocupada.
Se lavó el rostro y aplicó una de sus cremas favoritas, que creía que nunca más tendría la oportunidad de usar. Estaba distraída cuando escuchó pasos en la habitación. Se asustó, Rodrigo estaba allí.
—Puerta de comunicación —dijo simplemente, haciendo un movimiento corto con la cabeza, indicando la puerta.
Laura abrió los ojos. "Era un matrimonio de fachada, ¿cierto?"
—No se preocupe, no la usaré... a menos que quiera —dijo con los ojos fijos en la boca de Laura—. Mi abuela no es tonta, ella investigará la veracidad de nuestro matrimonio, por ese motivo tendremos que mantener las apariencias.
Y se dirigió a la puerta de comunicación, que estaba entreabierta, hablando sin mirar atrás:
—La cena será servida en breve... —cerró la puerta, dejando su olor amaderado atrás.
La primera noche llegó con ligereza. Mercedes preparó una cena ligera con sabores mediterráneos, y todos se reunieron a la mesa, como una familia de verdad. Duda sonreía, probando quesos nuevos y pan fresco. Laura, aún confusa, comenzaba a ver que tal vez la vida podría ser más gentil.
Rodrigo mantenía los ojos en ella más que en la comida, observando cada reacción, cada sonrisa tímida, cada gesto contenido. Él sabía que aquel comienzo era solo la superficie de un mar profundo que aún vendrían a enfrentar.
Más tarde, mientras Laura acostaba a Duda para dormir, Rodrigo observaba desde el pasillo. Cuando ella salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado, él se acercó, aún sin invadir su espacio:
—Mañana Carlos nos acompañará a la clínica que encontré. Es una de las mejores de Europa. Ya están preparados para recibir a Duda.
Laura asintió. Sus ojos demostraban cansancio pero también gratitud.
—Gracias por todo, Rodrigo. Aún estoy intentando entender si todo esto es real...
Él suspiró apartando un mechón del cabello de ella con delicadeza. Lo que causó un breve escalofrío en Laura.
—Es real, Laura. Mucho más de lo que parece.
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A la mañana siguiente, el sol invadió el ático con un brillo suave. Mercedes ya estaba en la cocina preparando el desayuno, mientras el mayordomo organizaba los compromisos del día e Inés organizaba la casa.
Se vistió con elegancia habitual: camisa blanca impecable, pantalón de sastrería oscuro y un reloj suizo que brillaba discretamente en la muñeca. Parecía calmo, pero Carlos, siempre atento, notó el leve fruncir entre las cejas del jefe.
—Necesito organizar las cosas. Avisar a la familia sobre mi esposa...
—Sabe que tendrá problemas, jefe —Carlos le alertó, tenía intimidad suficiente para eso.
—De eso estoy seguro. Mañana iré a ver a mi abuela.
—Eso me gustaría estar presente para ver cómo mi aprendiz se las arreglará...