Santiago es el director ejecutivo de su propia empresa. Un ceo frío y calculador.
Alva es una joven que siempre ha tenido todo en la vida, el amor de sus padre, estatus y riquezas es a lo que Santiago considera hija de papi.
Que ocurrirá cuando las circunstancias los llevan a casarse por un contrato de dos años,por azares del destino se ven en un enredo de odio, amor, y obsesión. Dos personas totalmente distintas unidos por un mismo fin.
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La invitación.
—Yo… lo siento —le digo nerviosa.
—¿Me puedes decir si este vestido está bien para la ocasión?
—¿No ibas a fiestas con tu padre?
—No.
—Lleva varios, y luego eliges —me dice, saliendo.
Siento que por fin puedo respirar. Su perfume queda en el aire y eso, lejos de tranquilizarme, me incomoda. Estuvo demasiado cerca. Una trabajadora se acerca y me ayuda a quitarme el vestido. Me pruebo dos más y salgo, justo cuando veo a Santiago en la puerta.
Mete las bolsas al carro y caminamos hacia una tienda de calzado. Él pide varios pares sin siquiera probarlos; yo elijo unas zapatillas que combinen con los vestidos. Ya en la caja, saco mi tarjeta, pero la mirada que me lanza Santiago me hace desistir.
Salimos de la tienda y subimos al carro que nos lleva de regreso a su casa. Al llegar, Jorge se acerca a mí para tomar las bolsas. Le sonrío.
—Gracias, Jorge.
—No es nada, señorita. Su padre le mandó decir si lo puede acompañar a una comida hoy.
Miro a Santiago, que camina evidentemente molesto.
—Avísale que esta noche saldré a cenar con Santiago —respondo.
Jorge asiente y subo las cosas a mi habitación. Al entrar, noto que mis cosas ya están acomodadas en el tocador y la ropa está doblada en el ropero.
Me meto a bañar y salgo en bata. Me maquillo y me peino frente al espejo. Justo cuando termino, la puerta se abre y entra Santiago con una corbata en la mano.
—No menciones lo del contrato. No todos tienen que enterarse de eso.
—Estoy de acuerdo —le digo, aunque su mirada me pone nerviosa.
—¿Puedo? —pregunto, señalando la corbata.
Él duda por un segundo, pero termina dándomela. Me pongo de puntas para colocársela y ajustar el nudo.
—Ya quedó —digo, y nuestras miradas se encuentran por un instante. Pero él sale sin decir nada.
Me pongo el vestido y las zapatillas.
—Hay que irnos —escucho que dicen afuera.
Salgo y lo veo. Se ve increíble con ese traje. Aun en estas ocasiones, no utiliza chofer. Subimos a su carro y llegamos a la cena, donde varios reporteros están afuera. Entramos tomados del brazo.
—Santiago, no creí que vinieras. Y esta señorita es… —pregunta un hombre elegante, sonriendo.
—René Castro, ella es Alva Rínaldi, mi esposa —responde Santiago.
Siento que floto. Solo de escucharlo decir "mi esposa", todo dentro de mí se revoluciona.
—Mucho gusto. Cuando lo vi en la nota no creí que fuera cierto. La gente inventa de todo con tal de tener atención.
Lo observo bien. Ahora recuerdo su nombre: lo vi en una revista. Es uno de los empresarios más codiciados del país.
—¿Qué dices, Alva? —me preguntan.
—Lo siento… no escuché.
—Hay unos socios que quieren hablar con Santiago. ¿Qué te parece si te doy un recorrido? Mira que el anfitrión te dé un paseo no se ve todos los días —dice René.
Asiento, viendo a Santiago alejarse hacia un salón.
—No me digas que Santiago será padre.
—Claro que no.
—¿Por qué no invitaron a la boda?
—Fue algo discreto. Solo la familia.
—Bien, bien… ¿y qué planes hay para la luna de miel?
—Ahora Santiago tiene mucho trabajo.
—Eso suena a puro pretexto.
—Claro que no —respondo, sonriendo. Él toma dos copas de una charola y me ofrece una. La tomo solo por no parecer grosera.
—¿Cuándo se conocieron?
—Mi padre hace negocios con su abuela. Me disculpas, voy al baño.
Él me indica por dónde ir. Entro, hago mis necesidades y al salir, me lavo las manos. Camino por un pasillo de regreso y, al llegar al área principal, veo a una pelirroja conversando con Santiago.
—René dijo socios, no socia —murmuro para mí, sintiendo una punzada en el pecho.
—Es una socia… que todos, me incluyo, creímos que terminaría con él —dice René, que me alcanza.
Camino a la mesa de bocadillos.
—No están tan ricos como los del restaurante de mis padres —me dice una voz familiar.
Miro. Es Patricio, quien llega con los brazos extendidos. Lo abrazo: es la única cara conocida.
—Hola, Pato.
—Hola. Lamento lo de la mañana. Yo habría preferido que te hubieras ido lejos antes que casarte con ese imbécil.
—Pato… tengo algo que decirte —le digo. Caminamos hasta un pasillo apartado.
—Hace rato que llamaste… Santiago escuchó lo que dijiste.
—¿Te dijo algo?
—No. Solo quería que lo supieras.
—Por mí no te preocupes. Es más, puedo decírselo en su cara.
—¿Qué esperás? —escuchamos a nuestras espaldas.
Me giro. Santiago está ahí. Siento como si me arrojaran una cubetada de agua fría.
—Eres un desgraciado. Poco hombre. Que con tal de conseguir lo que quieres, pasas por encima de cualquiera.
—¿Y qué tiene?
—Todavía lo aceptas. ¿Lo estás escuchando, Alva? Este es el hombre del que…
Lo detengo, sujetándolo del brazo y rogándole con la mirada que no lo diga.
—Con el que te casaron. Tú necesitas un hombre que te quiera, que te consienta… un buen hombre. Que tenga todo. Como yo.
—Todo… menos a la mujer que dices amar —le responde Santiago con frialdad.
Patricio aprieta los puños.
—Me basta con que ella lo sepa.
—No me interesa discutir con hijos de papi —dice Santiago, dándonos la espalda.
—Pero sí te importaría si voy y les digo que tu abuela te compró a tu esposa.
—Por mí, haz lo que quieras —le responde sin voltearse.
—A chantajear a tus padres —dice, mirándonos por encima del hombro, y se aleja.
—No entiendo cómo las mujeres andan detrás de él —susurra Patricio.
Suspiro. Mi pulso se normaliza.
—Hay que regresar —le digo, y volvemos a la fiesta. La mayoría ya se ha ido. Solo quedan el anfitrión y algunos camareros.
Santiago sale de una habitación con la pelirroja y otros dos hombres, acompañados de sus respectivas parejas.
—Te veo mañana —le dice la mujer, dándole un beso en la mejilla. Los hombres se despiden de él. Santiago busca algo en su saco y su mirada se cruza con la mía. Camina directo hacia mí.
—¿Por qué no te fuiste?
—¿En qué se suponía que me iría?
—Con tu amigo —responde, pidiendo sus llaves. Se despide de René y salimos, subiendo a su carro.
Todo el camino transcurre en silencio. Llegamos a su casa. Los enormes portones se abren, y noto que a los lados hay pequeños vecindarios.
Bajo quitándome las zapatillas: me lastimaron los pies. Subo a mi cuarto. Es tarde y mañana tengo que ir a la universidad.
—No vuelvas a hacer lo que hiciste —me dice, apareciendo de repente y empujándome contra la puerta.
Huele a alcohol. Siento sus labios aproximarse a los míos. Cierro los ojos… esperando el beso.