Abril Ganoza Arias, un torbellino de arrogancia y dulzura. Heredera que siempre vivió rodeada de lujos, nunca imaginó que la vida la pondría frente a su mayor desafío: Alfonso Brescia, el CEO más temido y respetado de la ciudad. Entre miradas que hieren y palabras que arden, descubrirán que el amor no entiende de orgullo ni de barreras sociales… porque cuando dos corazones se encuentran, ni el destino puede detenerlos.
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CAPITULO 24: Crucero
Cuando Abril abrió los ojos, la luz blanca del cuarto la cegó por un momento. Al voltear, encontró a su abuelo sentado a su lado, sosteniendo su mano con fuerza.
El viejo la miraba con ternura.
—Mi pequeña hermosa… —dijo con voz temblorosa de emoción—. Me haces el abuelo más feliz del mundo. Ahora no solo tengo a una consentida, sino a dos. Las voy a amar y rezar todos los días para que esa criatura no se parezca a su padre.
Abril lo miró atónita, abriendo y cerrando la boca sin poder pronunciar palabra. Sus manos, casi de manera instintiva, se posaron sobre su vientre.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, y junto al miedo por el dolor reciente, una sonrisa dulce y tímida se dibujó en sus labios.
—¿Un… un hijo? —balbuceó entre lágrimas.
Orlando la abrazó con fuerza, como si quisiera protegerla del mundo entero.
—No te preocupes, mi niña, todo está bajo control. Pero debes mantenerte lejos del estrés, por eso ya decidí: nos iremos a un crucero, unos meses lejos de todo. Después, cuando estés lista, enfrentaremos juntos a tus padres.
Abril asintió en silencio. Le haría bien un cambio de aires, tal vez el viaje le ayudara a olvidar el doloroso recuerdo de Alfonso. Aunque sabía que no sería tan sencillo: llevaba en su vientre un hijo de ambos, un lazo eterno que no podría borrar.
Pero se prometió que, cuando regresara, hablaría primero con sus padres y luego con Alfonso. Él tenía derecho a saber que sería padre; si lo aceptaba o no, sería su problema. Ella cumpliría con decirle la verdad.
Por ahora, se sentía tranquila: si sus padres o Alfonso le daban la espalda, sabía que su abuelo siempre estaría a su lado. No permitiría que a su hijo o hija le faltara nada. Lo amaría por todos, sería su fuerza y su mayor amor.
—Mis pequeñas —dijo Orlando con entusiasmo, acariciando la mano de Abril—, por ahora descansaremos aquí. Mañana te llevaré a casa, y en unos días… recorreremos el mundo juntos.
Abril lo miró enternecida, aunque no pudo evitar reír ante la ocurrencia. Su abuelo siempre había sido un aventurero, un hombre que desaparecía del mapa sin dar explicaciones.
—Abuelo… ¿y por qué aseguras que será niña? Podría ser niño.
Orlando arqueó una ceja y sonrió con picardía.
—Es mi instinto, mi pequeña. Además, lo deseo con todo mi corazón. Si es niño, seguro se parecerá a los Brescia, y eso no lo puedo aceptar. Nosotros tenemos mejores genes. Pero si es niña, será como tú: tan linda, tan especial.
Abril rodó los ojos con ternura y le respondió:
—Sea lo que sea, niño o niña, lo voy a amar y a cuidar con todas mis fuerzas.
Aun así, en lo profundo de su corazón, la idea de tener una hija la llenaba de ilusión: imaginaba tardes de compras, días de spa, vestirse con prendas iguales, miles de planes que ya rondaban su mente. Aunque también sabía que, si era un niño, lo amaría con la misma intensidad, esforzándose por ser la mejor madre.
—Estoy seguro que será una niña —insistió Orlando con convicción—. Será tan bonita como tú… o como tu abuela. Mi hijo salió un poco feo, pero ni modo.
Abril estalló en risas, como hacía tiempo no lo hacía. Su abuelo tenía el don de arrancarle las sombras del corazón con solo una broma.
La semana pasó volando. Abuelo y nieta dejaron todo atrás y embarcaron juntos en un crucero de tres meses. Sin teléfonos, sin chismes, sin dolor. Solo ellos dos y un mundo de paisajes y aventuras por descubrir.
Para Abril, aquel viaje no solo era un respiro: era la oportunidad de renacer.
El mar se extendía infinito bajo el cielo estrellado, y el vaivén del crucero parecía arrullar a los pasajeros en un sueño sereno. Abril salió a la cubierta con un ligero vestido blanco que se movía con la brisa marina. Caminó hasta la baranda y se quedó contemplando el horizonte, donde el reflejo de la luna parecía dibujar un sendero de plata sobre el océano.
Sus manos se posaron suavemente en su vientre aún plano, pero que ella ya sentía distinto, como si allí palpitara una chispa de vida. Cerró los ojos y, con una voz casi susurrada, comenzó a hablarle a su bebé:
—No sé si serás niño o niña… pero quiero que sepas que ya te amo más de lo que imaginé amar a alguien. Serás mi fuerza, mi razón de vivir. Prometo cuidarte con todo lo que soy.
Una lágrima rodó por su mejilla, mezcla de miedo y felicidad. Recordó a Alfonso, al amor que sintió por él y al dolor que también la había desgarrado.
Pero en ese instante entendió que no estaba sola: llevaba consigo un pedacito de los dos, un lazo eterno que nada ni nadie podría romper.
A unos metros, Orlando la observaba en silencio, recargado en su bastón. Sus labios se curvaron en una sonrisa orgullosa. Para él, Abril era ahora también era símbolo de esperanza. Esa niña caprichosa y arrogante estaba aprendiendo a madurar a través de la maternidad, y él se juró a sí mismo protegerla a cualquier costo.
—Hablas como si ya pudieras escucharlo —dijo el anciano finalmente, acercándose despacio.
Abril se giró sorprendida, con las mejillas enrojecidas, como si la hubieran descubierto en un secreto íntimo.
Orlando le acarició el cabello y añadió con voz grave:
—No sabes lo feliz que me hace verte así, hija. Esta criatura será la luz que nos devuelva la alegría a todos.
Se quedaron abrazados bajo el cielo nocturno, con el rumor de las olas envolviéndolos. Abril apoyó la cabeza en el hombro de su abuelo, mientras él miraba hacia el horizonte, ya planeando el futuro.
En su mente maquinaba cuándo y cómo revelar la verdad: el regreso sería el momento perfecto para enfrentar al mundo, para limpiar el nombre de Abril y mostrar que la sangre Ganoza no se doblegaba ante nadie, ni siquiera ante los Brescia.
El viaje apenas comenzaba, pero Orlando sabía que este sería el capítulo más importante de la vida de su nieta.
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En la ciudad, Alfonso caminaba por la sala de su departamento como un alma en pena. Las cortinas cerradas mantenían el lugar en penumbras. Había pasado semanas intentando llenar con alcohol y trabajo el hueco que Abril había dejado en su vida, pero nada funcionaba.
Se dejó caer en el sofá, con el celular en la mano. Desbloqueó la pantalla y volvió, una vez más, a las fotos de ellos dos juntos: Abril sonriendo con ese gesto arrogante que tanto lo irritaba y, al mismo tiempo, lo volvía loco; Abril dormida sobre su escritorio, con las pestañas largas rozando sus mejillas; Abril abrazando aquel conejo gigante que le había regalado.
Un nudo le apretó la garganta.
—Maldita mocosa… ¿por qué tuviste que irte así? —susurró, con la voz quebrada.
Por primera vez en mucho tiempo, permitió que las lágrimas corrieran libres por su rostro. No le importaba parecer débil, no había nadie que lo viera. Cada rincón de su departamento le recordaba a ella, y esa ausencia lo estaba consumiendo.
Al día siguiente, trató de refugiarse en la oficina. Llegó impecable como siempre, con su traje planchado y el porte de un CEO indestructible. Pero Boris lo conocía demasiado bien; notaba en sus ojos el vacío, la rabia mal disimulada, y esa forma de fingir que todo seguía igual cuando, en realidad, se estaba desmoronando.
En un momento de soledad, Alfonso abrió su laptop y empezó a escribir un documento, pero lo único que escribió fueron tres palabras en la hoja en blanco: “Te extraño, Abril.”
Se quedó mirando la pantalla durante minutos, con el corazón hecho pedazos. El mundo podía creer que él había vuelto a ser el “CEO frío y arrogante”, pero por dentro, era un hombre roto.
Lo que Alfonso no sabía es que, en ese mismo instante, Abril estaba de pie en la cubierta de un crucero, acariciando su vientre con ternura y hablando con su bebé, recordándolo a él.
Dos corazones separados por la distancia, pero atados por un mismo lazo invisible que aún no sabían que seguía latiendo con más fuerza que nunca.