Kaela Norwyn nunca buscó la verdad. Pero la verdad la encontró a ella.
Tras la muerte de su madre, Kaela inicia un viaje hacia lo desconocido, acompañada por un joven soldado llamado Lioran, comprometido a protegerla… y a proteger lo poco que queda de un apellido que muchos creían extinto. Lo que comienza como un viaje de descubrimiento personal, pronto se transforma en una carrera por la supervivencia: antiguos enemigos han regresado, y no todos respiran.
Perseguidos por seres que alguna vez estuvieron muertos —y no por decisión propia—, Kaela y Lioran desentrañan un legado marcado por pactos silenciosos, invocaciones prohibidas y una familia que hizo lo impensable para mantener a salvo aquello que debía permanecer oculto.
Entre la lealtad feroz de un abuelo que nunca se rindió, el instinto protector de un perro que gruñe antes de que el peligro se acerque, y el amor contenido de un joven
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Capitulo 24
La ciudad de Velkaris despertó inquieta. El amanecer estaba cubierto por un cielo de nubes pesadas, y el viento arrastraba un murmullo extraño, como si las calles mismas susurraran advertencias. No era un día normal; los habitantes lo sentían en los huesos.
El primer grito resonó en el mercado al romper la mañana. Un comerciante, conocido por su sensatez, comenzó a hablar solo, mirando al vacío con ojos enrojecidos. Juraba que escuchaba a su difunta esposa ordenarle que entregara todas sus ganancias a un hombre desconocido. Cuando los guardias intentaron detenerlo, el comerciante forcejeó con fuerza inhumana, hasta que cayó al suelo temblando, repitiendo una y otra vez:
—Ella me habló… ¡ella me habló!
El miedo se extendió como fuego.
Horas después, la plaza principal se oscureció de repente cuando una bandada de cuervos descendió en pleno mediodía. Las aves atacaron con violencia, desgarrando ropas, arañando rostros, haciendo huir a los niños entre llantos. En medio del caos, alguien —o algo— pintó sobre los muros la estrella de ocho puntas con una lágrima negra en su centro. La marca del Ojo Oscuro brillaba con un resplandor antinatural, como si la pintura misma respirara.
Los ciudadanos, desesperados, corrían entre plegarias y maldiciones. Algunos afirmaban haber visto sombras caminar entre la multitud; otros, que voces de familiares muertos los llamaban desde los callejones.
**
En la mansión Norwyn, Eldran escuchaba los reportes de los guardias con el rostro desencajado.
—Esto no es histeria —dijo con la voz temblando de furia—. ¡Es un ataque directo! Nos están probando. Quieren quebrar la voluntad de Velkaris antes de mostrarse.
Kaela, sentada al borde de la mesa, apretaba el pergamino de su abuela contra el pecho. Su voz era apenas un susurro:
—Ella lo advirtió… el dolor convertido en arma… y ahora está ocurriendo otra vez.
Lioran, que había llegado cubierto de polvo tras patrullar las murallas, dejó su espada sobre la mesa con un golpe seco.
—No son simples símbolos. Los santuarios debilitados les han abierto grietas. Y si no los cerramos pronto, esas sombras entrarán con todo.
Un silencio pesado cayó sobre ellos.
Fue Darel quien, rompiendo la tensión, dejó caer un libro enorme sobre la pila ya desordenada.
—Si alguien va a arrancarnos la esperanza, que al menos sepa que no lo harán en silencio. Porque pienso gritar más fuerte que todos sus cuervos juntos.
Eldran le lanzó una mirada dura, pero los labios de Kaela se curvaron en una sonrisa leve. Incluso Niebla, que estaba echado cerca de la puerta, levantó la cabeza y dejó escapar un gruñido breve, como un eco de aprobación.
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Pero más allá de los muros de la mansión, en las entrañas de la ciudad, otros ojos observaban.
Encapuchados se reunían en sótanos y templos olvidados, pintando símbolos con ceniza y sangre. Susurros invocaban al Ojo Oscuro, y en las piedras húmedas resonaban palabras que no pertenecían al mundo de los vivos.
No buscaban conquistar todavía.
Solo sembrar el terror.
Y lo estaban logrando.
Porque en cada calle, en cada plaza, la gente ya no veía sombras como simples juegos de la luz. Las veía como presagios. Como ojos observando desde la penumbra.
La guerra había comenzado.
No con espadas.
Sino con miedo.
**
La noche había caído sobre Velkaris con un silencio antinatural. Las calles, normalmente bulliciosas incluso después del ocaso, parecían contener la respiración. Solo algunas lámparas de aceite iluminaban los callejones, lanzando destellos inciertos sobre paredes manchadas de humedad.
Kaela y Lioran caminaban junto a un pequeño grupo de guardias, enviados por Eldran para inspeccionar los lugares donde se habían visto símbolos del Ojo Oscuro. Niebla trotaba a su lado, con las orejas erguidas y el cuerpo tenso.
—Algo no está bien —murmuró Lioran, su mano lista sobre la empuñadura de su espada.
Kaela asintió. Podía sentirlo también. Como si el aire mismo estuviera contaminado, como si cada sombra los observara.
De pronto, un grito.
Desde los tejados, figuras encapuchadas descendieron como cuervos, cayendo sobre ellos con cuchillos y cadenas.
—¡Emboscada! —rugió Lioran, desenvainando su espada con un destello de acero.
Niebla saltó de inmediato, derribando a uno de los atacantes contra el suelo y mostrando los dientes con un gruñido que helaba la sangre. Kaela retrocedió un paso, pero sus ojos se llenaron de fuego. Recordando las enseñanzas de su abuelo, levantó una daga corta y la sostuvo firme.
Los guardias resistieron el asalto, pero los encapuchados parecían moverse como sombras vivientes, multiplicándose con cada esquina.
—¡Van por ella! —gritó uno de los guardias, protegiendo a Kaela mientras un atacante intentaba sujetarla.
Lioran arremetió con furia, derribando al encapuchado antes de que pudiera tocarla.
—¡Atrás! —bramó, colocándose frente a Kaela, con la determinación de no dejar que nada ni nadie se acercara.
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La lucha se volvió caótica. El acero chocaba contra acero, y los gritos resonaban entre los muros. Kaela logró esquivar un golpe que casi le roza el hombro, y, con un movimiento desesperado, clavó la daga en el brazo de su atacante. El hombre gimió y cayó al suelo, pero en sus ojos brillaba un vacío perturbador, como si su mente ya no le perteneciera.
—No son simples fanáticos… —jadeó Kaela.
En ese instante, Niebla regresó corriendo, arrastrando en la boca un pedazo de tela desgarrada. Kaela lo tomó y, al desplegarlo bajo la luz de la lámpara más cercana, su corazón dio un vuelco.
Era un trozo de túnica negra, pero bordada con un símbolo: la estrella de ocho puntas con la lágrima negra… y debajo, cosido en hilo rojo, un sello más pequeño: la marca de un templo local de Velkaris.
Lioran la observó con el rostro endurecido.
—Eso significa… —dijo entre dientes.
Kaela lo completó, con voz tensa:
—Que no solo actúan desde las sombras. Están dentro de la ciudad. Dentro de los templos.
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Los últimos encapuchados huyeron tan rápido como habían llegado, dejando atrás solo cuerpos inconscientes y símbolos pintados apresuradamente en las paredes. Los guardias, jadeando, se reagruparon, mientras la tensión seguía colgando en el aire.
Lioran se acercó a Kaela, tocando su hombro con suavidad.
—No volverás a caminar por estas calles sin mí —le dijo, con una mezcla de ternura y firmeza.
Ella, todavía respirando con dificultad, apretó el pedazo de tela en sus manos.
—Ahora sabemos dónde buscar. El enemigo ya no está tan oculto como creía.
Niebla ladró, como si confirmara sus palabras, y todos comprendieron lo mismo:
La verdadera guerra en Velkaris había comenzado.