Soy Eros Montalbán. A simple vista, un estudiante brillante de medicina. Pero por dentro, soy otra cosa. Algo que no encaja. Algo que no se puede domar.
Desde niño he sentido esa pulsión: el cosquilleo en los dedos, la sed, la oscuridad. Mi madre me enseñó a mantenerla bajo control, a domar la bestia… pero incluso ella sabe que es cuestión de tiempo. Porque la sangre de Lucas Santori corre por mis venas, y su legado me pertenece.
Mientras el mundo celebra mi genialidad, yo observo desde la sombra. No busco amor, ni redención. Busco respuestas. Y si el precio es desatar lo que llevo dentro… entonces que el mundo arda.
NovelToon tiene autorización de DayMarJ para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPITULO 23
LUCAS.
El agua cae, tibia, casi agradable, pero no logra borrar el color. Mis manos están manchadas de sangre. Otra vez. Se cuela entre los dedos, se escurre por las palmas, baja hasta el sifón y desaparece como si nunca hubiera existido. Como si él nunca hubiera existido.
Jeremy White ya no respira. Sus gritos se apagaron hace unos minutos, quizás segundos, no lo sé con exactitud. Cuando se grita con tanta desesperación, el tiempo se distorsiona. Se estira. Se corta. Se vuelve irrelevante.
No hay culpa en mí. Ni una pizca. ¿Por qué habría de sentirla? Se lo merecía.
Cada maldito gramo de dolor que sintió. Cada suplica estéril que murmuró antes de que le arrancara el aliento de golpe.
Estoy tranquilo. No hay temblores en mis dedos. No hay sudor frío. Solo una calma densa, casi sagrada. Como después de una tormenta. Solo que esta vez, la tormenta la hice yo… y me gustó.
Miro mis manos limpias. Ya no hay rastros visibles de él, pero yo los siento aún. No con remordimiento, sino con satisfacción. Una marca invisible que me dice: hiciste lo correcto.
Jeremy era escoria. Uno de esos que se arrastran por la vida lastimando a los más débiles. Niños. Mujeres. Gente rota. Pensaba que el mundo era suyo, que nunca nadie le pasaría factura.
Hasta hoy. Hoy yo fui la factura, y su sangre... su asquerosa sangre... ya no está, igual que él, tal y como debía ser.
Ojalá la sangre pudiera borrar tambien los recuerdos.
Pienso en eso mientras me quedo quieto, con la mirada fija en el techo, sintiendo aún el sudor secarse sobre mi piel. Ojalá pudiera arrancarme de la memoria el momento exacto en el que entré a esa maldita oficina. O el instante en que la tuve contra el escritorio, gimiendo, jadeando, con su cuerpo temblando y mi respiración clavada en su cuello.
Valeria.
Solo pensar en ella hace que la polla se me endurezca otra vez, como un maldito reflejo condicionado. Al principio creí que era eso, solo deseo. Una respuesta física, animal, como las muchas otras veces que me follé a alguien solo para vaciar la cabeza. Pero no. Esta vez fue diferente.
Quería matar ese deseo. Aplastarlo. Librarme de él como si fuera una debilidad. Así que la tomé como un salvaje. La embestí como si quisiera desgarrarla, borrar su existencia a punta de fuerza. Pero no lo logré. Parte de mí se quedó atrapada en las paredes frías de esa morgue, justo donde sus uñas me arañaron la espalda.
Después de poseerla ya no era yo. Algo se rompió. O peor: algo despertó. Algo que ella se llevó consigo y que ahora me obsesiona como una maldita enfermedad.
Ella me miró a los ojos mientras se recomponía la ropa, y hubo un instante —uno maldito y fugaz— donde sentí miedo, porque supe que si me volvía a mirar así... no podría detenerme. Supe que, de algún modo, ella tenía el poder de arrancarme la piel y dejarme vulnerable, humano, patético.
Y yo no soy eso. No puedo serlo.
Tengo que recuperarme. Recuperar eso que ella me quitó.
Y si tengo que volver a hacerla mía para conseguirlo… lo haré.
Aunque tenga que destruirla en el proceso.
Helena rompe mi distracción con su voz suave, pero firme.
—Tío… tenemos que hablar de algo importante.
No pregunto qué es. Sé exactamente a qué se refiere. Esa maldita curiosidad que hemos estado alimentando durante semanas. El rostro de un mentiroso que se burla en silencio de nuestra inteligencia. El impostor que se esconde a plena vista, creyéndose intocable.
—Hay que deshacernos de la basura —le digo sin rodeos señalando a Jeremy.
Ella asiente con una calma que solo alguien como nosotros puede sostener, y sube conmigo las escaleras hacia la sala de estar como si nada acabara de pasar en el sótano. Como si la oscuridad no se nos impregnara en la piel.
Dante está ahí. Sentado. Inquieto. Parece estar a punto de estallar, y yo lo noto. Lo conozco. Lo huelo. La tensión le sube por el cuello, y su respiración lo delata.
Una parte de mí se irrita. Sé que no soy fácil de digerir, pero lo suyo ya roza la repulsión. No hacia mí directamente, sino hacia lo que represento. Mi método. Mi forma de actuar. Lo que soy, lo que hago. Le cuesta, siempre le ha costado.
Y sin embargo, también entiendo su conflicto.
Dante limpió más de una escena, me cubrió la espalda tantas veces que ya no las cuento. Pero no lo hizo por convicción. Él nunca ensució sus manos de verdad. Nunca metió los dedos en la sangre hasta sentirla calentarle los huesos. No. Él fue criado en el otro extremo del infierno: rodeado de luz, de amor, de esa mierda que a algunos les hace creer que el mundo puede arreglarse.
Yo no. A mí me criaron los gritos. Los golpes. El abandono. A mí me moldeó la podredumbre.
La única razón por la que Dante sigue aquí… es por amor. O tal vez por culpa. Por haber sido el elegido, el privilegiado en la infancia, mientras yo me rompía los dientes aprendiendo a sobrevivir.
Y aun así, aquí estamos. Hermanos. Uno hecho de sombras, el otro de dudas. A punto de desenmascarar a un cabrón que no sabe con quién se metió.
Nos sentamos los tres alrededor de la mesa. Dante a un lado, como siempre con esa cara de intentar mantener todo bajo control, y Helena al otro, con esa mirada que parece ver más de lo que uno quiere mostrar. Durante unos segundos nadie dice nada. El silencio se siente denso, como si todos estuviéramos esperando una señal.
Entonces Helena alarga la mano y toma un sobre que hasta ese momento había pasado desapercibido. Lo desdobla con una precisión irritante, como si estuviera haciendo un maldito ritual. Ya sé lo que viene. Ese maldito TOC suyo. Tiene que alinear las fotos una por una, despacio, como si fueran piezas de un rompecabezas. Las coloca con cuidado sobre la mesa, acomodándolas perfectamente hasta que todas están alineadas, simetricas, sin una sola fuera de lugar.
No digo nada. Ya sé cómo funciona su mente. Igual que Dante. Esperamos.
Cuando termina, por fin habla.
—El tipo que estamos buscando no es cualquiera —dice con la voz tranquila, casi científica—. Es astuto. Sabe que vamos tras él. Su método... es parecido al nuestro. Justicia, sí. Pero más retorcida de lo que pensábamos.
Señala una de las fotos. La del traficante de menores. Me inclino ligeramente para verla mejor, aunque ya sé de qué se trata. Las paredes están manchadas de sangre, salpicadas hasta el techo. El cadáver... bueno, cadáver es poco decir. Es una obra de caos. Una firma de brutalidad. Pero no es mía.
—Este sujeto es peor que tú —suelta Helena, casi con desprecio.
Frunzo el ceño. Una mueca involuntaria, mezcla de asco y rabia, me tensa el rostro.
¿Peor que yo?
¿Peor?
No. Nadie puede ser comparado conmigo. Nadie entiende el arte de lo que hago. Los detalles, la precisión, la elección meticulosa de cada víctima. Cada corte tiene un propósito. Cada talón arrancado, un significado. No lo hago por diversión —aunque no voy a negar que hay placer en ello—, lo hago por justicia. Por principios.
Y sobre todo, por reconocimiento.
Me enferma profundamente pensar que hay alguien allá afuera jugando a ser yo. Como si mi nombre pudiera ponerse en duda, como si alguien más pudiera reclamar lo que me pertenece.
Detesto, con cada célula de mi cuerpo, la idea de que alguien reciba el crédito por una muerte que no ejecuté yo. Me repugna que un imitador crea que puede siquiera acercarse a lo que hago. No por modestia —porque no tengo ni una pizca de ella—, sino por orgullo. Por respeto a la obra.
Y si alguien está usurpando mi lugar… no voy a perdonarlo.
Lo voy a encontrar. Y le voy a hacer entender que en este juego, solo hay lugar para uno.
Y ese, soy yo.