¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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La barrera
Asha y yo volvemos a quedarnos a solas, rodeados por las canciones de los búhos, los murciélagos, y el resplandor de luciérnagas que, como pequeñas chispas, la acompañan a mover su motocicleta hasta el centro de la vía. Mientras, a mí solo me queda silbar y apretarme la punta de los dedos. Por alguna razón, siento la necesidad de romper el hielo que cubre la posibilidad de llevarnos bien, o de que ella se lleve bien conmigo. O sea, podríamos ser un mejor equipo si tan solo no quisiera matarme.
—Y... —Encomendándome a Dios, me atrevo a hablarle—: ¿Desde cuándo manejas motos?
—Desde que las manejo —escupe. Ella sí que me sabe ignorar.
Arrastra la moto y la acuesta sobre el pavimento mientras espanta a las luciérnagas.
—Eres muy bonita —digo sin medir las consecuencias.
—¿¡Qué!? —Ella detiene lo que está haciendo para intimidarme.
—La moto, —reacomodo la frase original—, es muy bonita.
—Mejor siéntate por ahí y sigue silbando.
¡Oh!, ¡es la primera orden de Asha que recibo!
—¿Es importante para la misión? Digo: silbar. —Es que me gusta verla enojada.
—Pensé que fingías ser un imbécil, pero resultaste ser peor que uno.
—Tu hermano piensa que soy un ángel —sonrío— Y tu hermana que soy guapo.
—Lástima que de todo eso, solo seas un imbécil —su tono burlón elimina la sonrisa de mi rostro, y con esta, las ganas de seguir hablando.
Ella se concentra en la motocicleta sobre la que comienza a esparcir... ¿Gasolina? Mis ganas de entablar una conversación con Asha me despistaron de lo que, en realidad, parece ser grave. ¿Qué hace la gemela atando una granada en donde se supone solo debe ir el volante?
—¡Te dije que silbaras! —me recuerda.
Nunca antes había silbado tan mal como lo estoy haciendo ahora. Asha se aleja lentamente de la motocicleta, deshilando una cuerda muy delgada que, fijándome bien, está atada al anillo de seguridad de la granada. Un solo halón y explotaremos en pedazos. Mirando la locura hecha mujer, la sigo, tratando de alejarme del sitio que terminará abrazado por el fuego. No quiero quedarme muy atrás porque, conociendo a Asha, es capaz explotarme sin clemencia.
Los juncos están muy crecidos; los apartamos para tener una perspectiva de rendijas a través de la visión nocturna de nuestras máscaras. Puedo ver la carretera y la moto atravesada en medio de ella, también veo a Asha de reojo porque simplemente no puedo resistirme. La gemela saca su radiotransmisor del cinturón y lanza una transmisión.
—La barrera está en posición. Cambio —avisa ella.
—Supongo que con "barrera" te refieres a tu moto. —Y con moto seguramente se refiere a explosión. Lo que no me convence es su disposición a explotar una motocicleta demasiado genial—. ¿Por qué simplemente no dejas la granada en medio de la calle?
—¡Porque no habrá barrera, imbécil!
—Tu moto... la perderás. —Me duele el hecho de que algo tan cool se vaya al diablo.
—Si vas allá y te explotas con ella, no estaré tan triste.
Hubiera preferido no decir nada, pero como me gusta punzar en el fastidio, digo:
—Si el dios que rescataremos puede resucitarme, lo hago.
—El Doctor Oliver no hace milagros —espeta para mi asombro.
Si recuerdo bien, el tal doctor Oliver iba a ser trasladado a no sé donde, pero unos fulanos "ángeles callejeros" exigían que dicho traslado se suspendiera. ¡Nosotros somos esos ángeles! ¡Todo concuerda con el incendio de la armería! Aunque lo que más hace bulla en mi cerebro es:
—¿Un doctor es su dios? —Es la primera reacción que se me viene a la lengua.
—Y nuestra verdad.
—¿Cómo estás segura de que no terminarás explotando a tu dios?
Es que por el modo de ejecución del aparente plan, Asha intentará detener con fuego a la caravana militar que trasladará al Doctor por la vía pavimentada que se alarga frente a nosotros.
—Primero explotas tú que él —Ríe.
—Y Cuando lleguen... ¿Qué haré yo? —Si es que sigo vivo.
—Es la primera pregunta productiva que escucho de tu jeta. —Ella escudriña en su cinturón. Saca una videocámara, y me la pega por la cabeza en el lanzamiento—. Tú grabarás.
Tomo la cámara, y por suerte es sencilla de usar. ¿O no? Bueno, parece un modelo muy sofisticado. Me quito la máscara y la enciendo, y apunto a la carretera buscando el mejor plano para la toma. Vale, todo se ve oscuro, así que registro las configuraciones para darle a la imagen una mejor iluminación. Asha, que desde que encendí la cámara no me quita la vista de encima, me regala una de sus más dulces sugerencias:
—Pon el modo nocturno, imbécil.
Ay, qué torpe soy. Asiento a su regaño y busco en las configuraciones del aparato la visión nocturna, y rayos, no entendiendo nada. La bendita cámara está codificada en otro idioma, o sea, ¡qué mala suerte! Aprieto todos los botones y simulo saber lo que hago, y hasta le sonrío a la gemela para persuadirla. Sin embargo, ella se da cuenta de mis torpezas, despoja a mis manos de la videocámara y hace el arreglo visual por su propia cuenta.
—Ve si haces algo productivo con esas manos —dice mientras me regresa la cámara de mala gana—. No solo sirven para traerlas colgadas.
Después de lo que dijo no me atrevo a mirarla. Vuelvo a enfocar mis ojos en la vía, y ahora la pantalla de la cámara muestra al mundo bañado de un verde visible. Grabo, atentamente, sin temblar, porque el plano se arruinará con las vibraciones. ¿Qué si estoy asustado? La verdad nunca pensé que un susto me gustaría tanto.