El fallecimiento de su padre desencadena que la verdad detrás de su rechazo salga a la luz y con el poder del dragón dentro de él termina con una era, pero siendo traicionado obtiene una nueva oportunidad.
— Los omegas no pueden entrar— dijo el guardia que custodia la puerta.
—No soy cualquier omega, mi nombre es Drayce Nytherion, príncipe de este reino— fueron esas últimas palabras cuando ellos se arrodillaron ante el.
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VIGILADOS
Tal y como había dicho Vhagar, y gracias al conocimiento de Drayce, habían logrado que los soldados que aún quedaban atrapados en sus propias prisiones mentales fueran finalmente liberados.
Los entrenamientos transcurrían con normalidad. El ambiente, aunque aún algo tenso, comenzaba a llenarse de un respeto mutuo que antes parecía imposible.
Muchos de los soldados habían aceptado por fin a los omegas, aunque eso no había sido tarea fácil. Hubo días en que Drayce pensó que perdería la voz de tanto gritar o la paciencia de tanto mediar entre egos demasiado grandes.
Aún recordaba lo sucedido días atrás… y todo había comenzado por una simple nimiedad.
—¡HE DICHO QUE LO HAGAS! —rugió el alfa líder del escuadrón, Hanz, con el rostro rojo de furia.
—¡Y YO TE HE DICHO QUE NO LO HARÉ! —respondió el omega líder con la misma intensidad, cruzándose de brazos—. ¡NO SOY TU SIRVIENTE NI TU ESCLAVO PARA QUE ME HABLES ASÍ!
Los soldados cercanos se habían detenido a mirar el espectáculo. Algunos contenían la risa, otros se preparaban para intervenir si las cosas se salían de control.
Fue entonces cuando la voz de Drayce retumbó desde la entrada del campo.
—¡¿AHORA QUÉ SUCEDE?! —preguntó, claramente cansado de tener que resolver otra pelea absurda.
—Este orangután quiere que le lave su ropa —dijo el omega, señalando con descaro al alfa, justo cuando este respondía al mismo tiempo:
—Le pedí a este escuálido que me hiciera el favor de lavar mi ropa.
Ambos se quedaron mirándose con odio… y luego volvieron a discutir al unísono.
—¡ORANGUTÁN!
—¡ESCUÁLIDO!
—Por los dioses… —murmuró Drayce, llevándose una mano a la frente antes de inspirar profundamente—. ¡YA BASTA!
Su voz, cargada de magia, retumbó como un trueno. Un leve destello dorado escapó de sus ojos, y el viento pareció contener la respiración por un instante.
Los soldados callaron al instante. Nadie se atrevió a moverse.
—Si los dos no están dispuestos a llevarse bien —continuó Drayce con tono firme— se quedarán aquí cuando partamos. Ninguno regresará al imperio si no aprenden a trabajar juntos.
—Pero… —dijeron ambos al mismo tiempo, intentando defenderse.
—¡Pero nada! —replicó Drayce sin perder la compostura—. Si tanto les cuesta entender el trabajo del otro, a partir de mañana harán el trabajo del contrario. Sin quejas. Sin objeciones. Y sin ayuda.
Dicho eso, se dio media vuelta y se marchó hacia su tienda, dejando tras de sí un silencio tan pesado que nadie se atrevió a reír.
—Sí, alteza… —respondieron ambos al unísono, cabizbajos.
Y cumplieron su orden.
Durante siete largos días, el alfa Hanz trató de cocinar sin envenenar a nadie, y el omega líder intentó cargar troncos de leña, terminando siempre lleno de raspones, cubierto de hojas y casi devorado por una criatura del bosque.
Para algunos soldados, aquello era un espectáculo cómico digno de recordar; para otros, un fastidio que duplicaba el trabajo diario.
Al tercer día, una delegación de soldados desesperados rogó frente a la tienda de Drayce.
—¡Alteza, por favor! —decía uno de los omegas, con un gesto de súplica—. ¡No soportamos otro día comiendo esa cosa que él llama “guiso”!
—Y nosotros tampoco queremos que el otro siga saliendo al bosque, ¡nos hace perder tiempo rescatándolo! —se quejaba un alfa con ojeras profundas.
Drayce los observó con los brazos cruzados y una media sonrisa.
—Tres días, ¿eh? Pensé que durarían al menos una semana.
Los soldados se miraron entre ellos, sin saber si eso era una burla o una prueba.
—Muy bien —continuó Drayce con tono solemne—. Tendrán su perdón… pero como rompieron la paz del campamento con sus ruegos, tendrán tres días más de castigo.
Los lamentos se escucharon por todo el lugar.
El castigo, aunque severo, tuvo su fruto. Los alfas y los omegas, obligados a cooperar, comenzaron a entenderse de verdad. Entre bromas, accidentes y platos quemados, aprendieron lo que Drayce había intentado enseñarles: que la fuerza no estaba en la jerarquía, sino en la unión.
Para Drayce, aquello era un alivio. A diferencia de los demás, él no necesitaba comer con frecuencia; Vhagar podía mantenerlo con energía mágica.
Pero lo que sí lo dejó sin palabras fue ver cómo los dos antiguos enemigos pasaron su celo y rut… juntos.
—Por los dioses… —había dicho Drayce, tapándose los ojos y girando la cabeza al escuchar los gemidos en la tienda de al lado—. Yo no necesitaba ver eso.
Los soldados, en cambio, reían discretamente. Parecía que la paz finalmente se había establecido… aunque a un precio bastante peculiar.
Al final de esa semana, Drayce se dejó caer sobre su cama improvisada, mirando el cielo estrellado.
—Gracias a los dioses —murmuró, dejando escapar una sonrisa cansada.
Los días habían salido mejor de lo que esperaba. Solo quedaba esperar el llamado de Vhagar.
—Vhagar, ¿aún no? —preguntó, con un tono que mezclaba paciencia y esperanza.
—Es hora —respondió la voz profunda del dragón dentro de su mente—. Pueden comenzar su caminata hacia Lorian, una ciudad regida por el padre de Christian.
—Gracias, Vhagar —dijo Drayce, pero su voz se tornó algo más seria—. Aún tengo un problema… ¿por qué debe Mikael viajar con nosotros?
El dragón guardó silencio unos segundos antes de responder.
—Eso no puedo decírtelo aún. Espera, y entenderás.
Drayce suspiró.
—Sabía que dirías eso.
«Ese dragón da mucho miedo», dijo una vocecita mental. Era Argo, el cachorro de pantera que se había quedado a su lado desde el rescate.
«Es un bribón, pero no te hará nada», respondió Drayce, acariciando sus orejitas con ternura.
Miró el cielo un momento más. No podía obligar a Vhagar a hablar, y aunque presentía las razones ocultas, decidió no insistir.
Cuando bajó la vista, se encontró con Mikael, dormido al otro lado del campamento. El fuego iluminaba su rostro sereno. Drayce no supo por qué, pero algo en su pecho se agitó.
—¿Por qué…? —susurró, apenas audible.
El joven alfa comenzó a despertar, estirándose lentamente antes de abrir los ojos.
—Buenos días, alteza Drayce —saludó con voz suave, intentando no parecer nervioso.
—Buenos días, alteza Mikael —respondió el omega, manteniendo la compostura.
Desde su conversación sobre Aethoria, no habían vuelto a hablar con verdadera cercanía. El aire entre ellos se llenó de un silencio incómodo, teñido de timidez y recuerdos que ninguno se atrevía a mencionar.
—¿El dragón le respondió? —preguntó Mikael, intentando romper el hielo.
—Sí. Viajaremos al norte, a la ciudad de Lorian, en los terrenos del ducado Olivos —dijo Drayce, aún mirando hacia el horizonte.
De repente, algo cambió. Una sombra fría recorrió su piel. Drayce se tensó y posó la mano sobre la empuñadura de su espada.
—Vhagar… —susurró con cautela.
—Tranquilo —respondió el dragón con tono grave—. Es una sombra menor. No les atacará; parece que no le dieron esas órdenes.
—¿Sabes cuál es su propósito? —preguntó en voz baja.
—Vigilar —contestó Vhagar—. Podríamos deshacernos de ella, pero si su creador nota que falta, enviará más tras ustedes.
Drayce apretó la mandíbula.
—Entonces… —murmuró, pensando rápido.
—Lo mejor sería marcarla —añadió el dragón—. Si lo haces bien, podremos ver lo mismo que su creador ve.
Drayce asintió apenas y recitó un breve encantamiento en voz baja. Su magia se extendió como un velo invisible, posándose sobre la sombra sin que esta lo notara.
Cuando el hechizo terminó, el sol comenzaba a despuntar sobre las montañas. Los soldados, ya despiertos, recibieron la orden de preparar todo para la partida.
—¡En marcha! —anunció Drayce con voz firme.
El campamento cobró vida. Carretas, armas, mochilas, y una fila perfectamente alineada de hombres y bestias de carga.
Y así, con la brisa matinal soplando a su favor y una sombra sigilosa siguiéndolos entre los árboles, el grupo partió en dirección a la Ciudad de Lorian.
Lo que ignoraban era que cada paso que daban… estaba siendo observado.