En el corazón vibrante de Corea del Sur, donde las luces de neón se mezclan con templos ancestrales y algoritmos invisibles controlan emociones, dos jóvenes se encuentran por accidente… o por destino.
Jiwoo Han, un hacker ético perseguido por una corporación tecnológica corrupta, vive entre sombras y códigos. Sora Kim, una apasionada estudiante de arquitectura y fotógrafa urbana, captura con su lente un secreto que podría cambiar el país. Unidos por el peligro y separados por verdades ocultas, se embarcan en una aventura que los lleva desde los callejones de Bukchon hasta los rascacielos de Songdo, pasando por trenes bala, mercados nocturnos, templos milenarios y festivales de linternas.
Entre persecuciones, traiciones, y escenas de amor que desafían la lógica, Jiwoo y Sora descubren que el mayor sistema a hackear es el del corazón. ¿Puede el amor sobrevivir cuando la memoria se borra y el deseo se convierte en código?
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El mercado de los espejos
—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó Jiwoo, deteniéndose frente a una tienda sin letrero, oculta entre puestos de luces LED y vapor de comida callejera.
—Porque aquí nadie grita la verdad. Solo la refleja —respondió Sora, sin mirarlo.
El mercado nocturno de Busan vibraba con una energía extraña. Las luces colgantes parpadeaban sobre espejos antiguos, máscaras talladas y relojes que no marcaban la hora. El aire olía a incienso, humedad y algo más: tensión.
Entraron en la tienda. Un hombre ciego, de cabello blanco y túnica gris, los recibió sin sorpresa. Sus ojos, opacos, pero atentos, se movían como si pudieran ver más allá de lo visible.
—Aquí todo se refleja. Incluso lo que no quieres admitir —dijo, guiándolos hacia una mesa baja.
Les sirvió té de jengibre en tazas de cerámica agrietada. Jiwoo se sentó con la espalda tensa, mientras Sora se acomodaba frente a un espejo fracturado. Su rostro se multiplicaba en fragmentos, cada uno con una expresión distinta.
Jiwoo desplegó el mapa sobre la mesa. Señaló una coordenada marcada en rojo.
—Este nodo está activo. Si lo interceptamos, podemos rastrear el núcleo del sistema.
Sora asintió, pero no dijo nada. Jiwoo la observó. Algo en su silencio lo inquietaba.
—¿Qué estás ocultando?
Sora levantó la vista. Su expresión era neutra, pero sus ojos no.
—Nada que no debas saber.
Jiwoo activó su tablet y deslizó una alerta sobre la mesa. El nombre brillaba en rojo.
“Sora Kim — acceso autorizado Daesan Tech. Nivel 4.”
—¿Nada que no deba saber? —repitió Jiwoo, con voz cortante.
Sora palideció. Su mano tembló al dejar la taza sobre la mesa.
—Yo… trabajé en Daesan. En un proyecto universitario. Me dijeron que era para mejorar la salud mental. Nunca supe que lo usarían para manipular.
Jiwoo se levantó. Su rostro estaba tenso, los ojos oscuros como el cielo sin luna.
—¿Y por qué lo ocultaste?
—Porque tenía miedo. De que me vieras como parte del problema. De que me dejaras fuera.
El silencio que siguió fue más cortante que cualquier palabra. Jiwoo se alejó, saliendo de la tienda sin mirar atrás. El mercado se volvió un laberinto de luces y espejos. Sora lo siguió, pero cada pasillo parecía llevarla a otro reflejo, otra versión de sí misma.
El dueño se acercó, guiado por el sonido de sus pasos.
—A veces, para encontrar la verdad, hay que romper el reflejo —dijo, entregándole un pequeño espejo de mano.
Sora lo miró. Su rostro estaba dividido. Entre amor y traición. Entre luz y sombra.
Lo encontró en un callejón lateral, sentado en una caja de madera, con la tablet apagada y la mirada perdida.
—No fue casualidad nuestro encuentro—asevero Jiwono—no fue una pregunta— dijo mientras levantaba la vista y la miraba
—No voy a justificar lo que hice —dijo ella, sin acercarse demasiado—. Pero tampoco voy a seguir huyendo de ello.
Jiwoo no respondió. Sora se sentó a su lado.
—Cuando entré a Daesan, creí que estaba ayudando. Nunca imaginé que lo que diseñé sería usado para controlar a millones.
—¿Y ahora?
—Ahora quiero destruirlo. Desde adentro.
Jiwoo la miró. Su expresión era dura, pero algo en sus ojos comenzaba a ceder.
—¿Sabes cómo entrar al núcleo del sistema?
Sora asintió.
—Sí. Y sé cómo desactivarlo sin colapsar la red. Pero necesito acceso físico. Y necesito que confíes en mí.
Jiwoo guardó silencio. Luego se levantó.
—Confianza no se pide. Se gana.
Sora lo siguió, pero él no la esperaba. Caminó entre los puestos sin mirar atrás. Ella se detuvo, sola entre espejos que la devolvían en pedazos.
La separación no fue ruidosa. No hubo gritos. Solo una distancia que se abrió como una grieta silenciosa.
El mercado quedó atrás. Y con él, la última versión de lo que habían sido juntos.