Esta historia nos narra la vida cotidiana de tres pequeñas familias que viven en el mismo complejo de torres, luego de la llegada de Carolina al lugar.
Tras ser abandonada por sus padres, y por sus tíos, la pequeña se ve obligada a mudarse con su abuela. Ahí conoce a sus dos nuevos amigos, y a sus respectivos padres.
Al igual que ella, todos cargan con un pasado que se hace presente todos los días, y que condiciona sus decisiones, su manera de vivir, y las relaciones entre ellos. Sin proponérselo, la niña nueva provoca encuentros y conexiones entre estas familias, para bien y para mal.
Estas personas, que podrían ser los vecinos de cualquiera, tienen orígenes similares, pero estilos de vidas diferentes. Muy pronto estas diferencias crean pequeños conflictos, en los que tanto adultos como niños se ven involucrados.
Con un estilo reposado, crudo y directo, esta historia nos enfrenta con realidades que a veces preferimos ignorar.
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Capítulo 23: De generación en generación
—¿Cuánto falta para que vuelva mamá? —preguntó Silvina, luego de entrar a su casa, y de ver a Sabrina sentada, desnuda, frente al televisor.
—Hace poquito que salió —dijo esta última, sin saber exactamente a quién le estaba contestando, ya que no despegó la vista del aparato—. Hará cinco minutos que salió. Está con lo del tema del papá de Reyna.
—Entonces falta un rato largo para que vuelva.
Ya había empezado a sacarse la ropa cuando dijo esa última frase.
—Vos venís de lo de tu novio, ¿no? —le preguntó Rebeca, acercándose en aquel momento a sus medias hermanas, que también se encontraban ahí.
—Sí, me aburrí, así que le dije que tenía que hacer —le contestó, estando ya casi desnuda.
Al terminar de desvestirse, colocó su ropa en el lugar que le correspondía a ella, según la habían acordado las siete juntas. El tener un lugar asignado para la ropa de cada una de ellas les facilitaba vestirse apresuradamente. Nunca tuvieron que hacerlo, pues siempre supieron calcular bien el momento en el que su madre cruzaría nuevamente el umbral de la puerta, de manera que siempre las encontró a todas vestidas al regresar. Jamás dio la más mínima señal de sospechar algo, lo cual todas agradecían. No estaban seguras de si ella aprobaría, o no, que ellas anduvieran así por la casa, pero todas estaban de acuerdo en que los castigos que les aplicaba podían llegar a empeorar si se enteraba que disfrutaban hacer eso, aunque fuera únicamente en la privacidad de su hogar, aprovechando que eran todas mujeres en esa casa.
Además de aquel sentimiento liberador y de comodidad, las hermanas mayores veían eso como una especie de competencia. Algunas sentían que dejaban en claro que tenían un cuerpo más hermoso, y otras que mostraban que no les importaba que otra de ellas tuviera pechos, o caderas, más grandes.
—Yo voy a ver al mío dentro de un rato —le dijo Rebeca—. Rocío tampoco está, no sé si va a volver hoy de la casa del suyo, así que yo estoy a cargo.
—Sí, ya sé, ya sé —le restó importancia la recién llegada, convencida de que no necesitaba que sus hermanas estuvieran "a cargo" de ella, teniendo ya casi 14 años de edad.
Reyna desvió su atención del juego que estaba compartiendo con Soledad, para escuchar lo que decían Rebeca y Silvina. Creyó que volverían a mencionar a Rocío, pero no lo hicieron. Ambas dejaron de hablar, y cada una se fue por su lado, a hacer sus cosas. Sin embargo, lo que sí dijeron fue más que suficiente para la pequeña niña. Nuevamente la mayor de las siete podía llegar a quedarse en casa de su novio toda la noche. Según decían su mamá y el resto de sus hermanas, ya no faltaba mucho para que Rocío se fuera de la casa, a hacer su propia vida junto a Patricio, y ella solo podía pensar en lo mucho que la extrañaría. Con tan solo 6 años recién cumplidos, se había apegado mucho a su hermana de 20.
Con el tiempo lo superó, y fue volviéndose más fácil con cada una de sus hermanas, pero en aquella época, el miedo a los castigos de su madre eran lo único que evitaban que dijera en voz alta que no quería que Rocío se fuera. Más de una vez llegó a preguntarse si sería la única que pensaba así, o si tal vez todas tenían el mismo miedo que ella, pues siempre creyó percibir que todas disfrutaban compartir ese secreto a espaldas de su mamá, haciéndolas más unidas.
—Algún día ustedes también van a tener novio —les sonrió Romina, a Soledad y a Reyna, al ver que esta última prestaba atención a la corta charla de Rebeca y Silvina.
Las dos pequeñas están jugando en el piso con sus muñecas, herencias de Silvina y Sabrina, que a su vez las heredaron de las tres restantes, mientras eran observadas ocasionalmente por la joven de 15 años y medio, que alternaba su atención entre las niñas y el televisor. Igual que las otras, Romina les recordó a las menores lo que su madre siempre les dijo a cada una de ellas: que debían siempre tener presente la meta de conseguir una familia, para poder vivir felices, tal como ella hizo.
Susana ya les había referido su historia en más de una ocasión, la historia de su vida después de llegar a Argentina. No sabían casi nada de ella antes de eso, ya que les había referido poco de esa parte de su vida, de antes de haber cumplido 13 años de edad.
Su madre y ella viajaron a este país en busca de mejores condiciones de vida de las que tenían en su patria. Rápidamente, la joven viuda y su hija pusieron manos a la obra, instalándose en aquel terreno del que ya se habían informado con anterioridad. El día de su llegada, el improvisado cuchitril estaba casi listo. Sus contactos les aseguraron que el dueño de ese lugar no las descubriría en mucho tiempo, pues parecía tener olvidado ese sitio.
Susana siempre recordó con mucha nostalgia esa casa, el primer lugar que tuvo en ese país; pero no el único, ya que las circunstancias la llevaron a tener que mudarse en cinco ocasiones distintas (tres de esas cuando ya era madre ella también).
Sus siete hijas, a través de sus historias, absorbieron todo el odio, que ella a su vez había absorbido de su madre, hacia las personas que no les permitían seguir ocupando esos lugares. Nunca les importó el no ser las dueñas del lugar que habitaran, pues tenían la necesidad de habitar ahí, una propiedad que, a sus ojos, su dueño no necesitaba. Siempre lucharon con uñas y dientes, durante días, antes de ser sacadas a la fuerza, cuando la gente se cansaba de intentar convencerlas.
—Así son todos esos gorilas —le decía a Susana su mamá—. Nada más tienen odio. Son fachos que tienen, pero no quieren darle nada a los demás. Por eso este gobierno siempre va a contar con nosotras.
Hablaba por ambas, pues daba por sentado que su hija compartía el mismo fanatismo que ella. Susana había sido convencida, por su madre, de que si estaban vivas y con un techo sobre la cabeza, era gracias a las personas a cargo del país donde estaban viviendo, quienes se preocupaban por la gente más necesitada, como ellas.
—A los pocos días, mi mamá conoció a Ricardo —relataba Susana.
Ella podía quedar embarazada durante esa época, por lo que no iba a perder la oportunidad de cobrar todo ese dinero que recibiría del estado solo por ser madre desempleada.
Hallar un hombre no le resultó para nada difícil. Ricardo se encontraba en el primer boliche al que fue esa noche. Inmediatamente hubo química entre los dos. No tardó en comenzar a frecuentar la casa de su novia, y cuando el embarazo de ella ya fue algo oficial, se mudó ahí definitivamente.
—Igual que ustedes, yo me hice cargo de mis hermanas y hermanos —resaltaba Susana a sus hijas mayores en repetidos casos—. Mi mamá siempre me necesitó para eso, y siempre pudo contar conmigo.
No podía soportar el ver como el nacimiento de los gemelos deterioraba la relación de su madre con Ricardo. Gracias a la ayuda económica que los dos recibían, no necesitaban conseguir un trabajo estable para mantener a su familia, lo cual les permitía permanecer en la casa casi todo el día, sin alejarse mucho de Susana y los bebés. No obstante, pocos meses después de aquel doble parto, Ricardo no pudo seguir ocultando su disconformidad y su fastidio.
Aceptó ser padre de los bebés que tuvo con esa mujer que ya tenía una hija propia, y la responsabilidad de ganar dinero extra ocasionalmente, pero no tardó en darse cuenta de que eso no era algo sencillo. Los recién nacidos necesitaban muchos más cuidados de los que creyó. Le era cada vez más difícil de soportar el ser despertado a la mitad de la noche por los llantos de esas dos criaturas, y tener que compartir a su mujer con ellos, que consumían tanta de su atención.
—¡Tu hija es una inútil! —le había empezado a decir con cada vez más frecuencia— Podría ayudar un poco cuando no está en la escuela, en vez de quedarse sin hacer nada.
Necesito pocos días para convencerla, ya que ella también pensaba eso desde que los gemelos llegaron por primera vez a esa casa.
Sin dudarlo, Susana puso sobre sus hombros el peso de cuidar a sus dos hermanos, pues quería ayudar en todo lo que pudiera. Su madre le había comunicado el temor de que Ricardo las dejara, por lo que era su obligación aliviarles el peso, al ser la hermana mayor, y así poder evitar que algo así fuera a suceder.
Al igual que sus hijas mayores lo hicieron cuando fue su turno de ser madre, Susana empezó su nueva labor como niñera, la cual ejerció cada vez que fue necesario, sin reprochar en lo más mínimo.
Su madre siempre le agradeció por cuidar tan bien a sus dos hermanos, y a los que vinieron después, ya que era necesario aliviarles la carga, a ella y a su marido. No estaba dispuesto a permitir que sus hijas e hijos quedaran sin padre, aunque las medidas para eso interfirieran en los estudios de su hija mayor, al reducir el tiempo para enfocarse en ellos.
Tuvieron que suceder varias discusiones y reclamos, con cada docente que la muchacha tuvo, antes de que decidieran que Susana debía abandonar la escuela.
—¿Para qué le sirve eso? —exclamó Ricardo, mientras recibía el apoyo de su mujer, como casi siempre.
Coincidieron en que a Susana no le serviría para nada finalizar el ciclo escolar, por lo que pasó a estar disponible para cuidar a sus hermanas y hermanos tiempo completo.
Cuando ella tuvo sus propias hijas, también pudo pasarles esa responsabilidad tan importante a las mayores. No obstante, prefirió hacer que no abandonaran la escuela, ya que siempre se preguntó si sus padres habían tomado la decisión correcta al decidir que ella hiciera eso, y no lo creyó necesario.
No tardó en considerar que tal vez fue un error de su parte. El hecho de que fuese más de una no ayuda mucho, pues los trabajos escolares no paraban de interferir y dificultar las cosas. Al ver que los hombres que entraban en su vida siempre desaparecían sin dejar rastro, debido a lo difícil que resultaba ocuparse de las niñas, se dijo que su madre y Ricardo podrían haber tenido razón. Pero, a pesar de esto, permitió que cada una de sus hijas siguiera yendo a la escuela hasta terminar la educación de nivel secundario. Siempre se sintió humillada al no haber podido hacer eso mismo en su momento, a diferencia de la mayoría de sus hermanas y hermanos, y nunca contó con la suficiente determinación como para entrar a una escuela para adultos, por lo que buscaba evitar que sus hijas pasaran por lo mismo. Pero había nacido en ella un odio que la llevó a prohibirles a estas el continuar después de eso. No quería que tuvieran nada que ver con esa clase de gente, a la que veía como la responsable de haberse sentido inferior a los demás, al no haber podido finalizar la escuela secundaria. Además, reconoció que Ricardo y su madre tuvieron mucha razón en un punto: eso no le serviría para nada, a ninguna de ellas, pues todas seguirían sus pasos.
—¡Vístanse todas! ¡Mamá va a llegar en cualquier momento! —exclamó Rebeca un par de veces, luego de revisar la hora.
Lentamente sus cinco hermanas obedecieron la directiva.
—¿Cuándo volverá a salir por un rato largo? —preguntó la pequeña Reyna, a la vez que terminaba de ponerse la ropa, permitiendo así que cualquiera de sus hermanas acudiese a atar los cordones de sus zapatillas.
—Ya te va a dar uno de sus castigos, como a nosotras —le dijo Sabrina, mientras se ocupaba de esos cordones, sin haberse puesto aún el pantalón—. Después de eso, tal vez ya no estés tan ansioso por andar así.
Reyna sabía que su hermana solo jugaba al decir eso. Después de todo, ellas seguían disfrutando de andar desnudas por la casa, a pesar de los castigos, casi tanto como ella, quien lo hizo desde que tuvo memoria. Además, estaba convencida de que su mamá jamás la castigaría de esa manera, ya que ella nunca haría algo que la hiciera enfurecer. Y así lo siguió creyendo hasta que el castigo llegó, sin previo aviso, años después, como sus hermanas lo habían pronosticado.
—Depende cómo le haya ido hoy —comentó Rebeca, en respuesta a la pregunta de su hermanita de 6 años.
Todas sabían que, a pesar de la compañía de sus siete hijas, su madre se sentía aún muy sola. Siempre les juro que no hacía eso únicamente por el dinero, y que lo hacía pensando en todas ellas, en especial en las menores. Igual que su madre, Susana lucharía por evitar que todas siguieran sin una figura paterna, aunque para eso fuera necesario continuar equivocándose al elegir una.
Desgraciadamente, tenía que reconocer que no contaba con la misma suerte, ni con la misma fortaleza, que su madre. Su mamá había conseguido mantener a su segundo marido a su lado hasta el día de su muerte, a diferencia de ella. Ya había perdido al tercero, y el cuarto todavía brillaba por su ausencia, a pesar de sus intentos, y del paso del tiempo. No obstante, nunca perdió la esperanza, y siempre trataba de que sus hijas tampoco lo hicieran. Rocío era la única que no pudo mantener el optimismo respecto a eso. La edad de su madre, y la suerte que demostraba tener, la llevaron a dejar de esperar resultados, pero había decidido no comunicarle esto a ella. Lo único que hablaron, relacionado a eso, fue sobre el deseo de Susana de intentar volver a quedar embarazada. Sabía muy bien que su madre también buscaba eso al querer encontrar un hombre, así que aprovechó la oportunidad de decirle, no solo que lo más probable era que ya no pudiera quedar embarazada, también que no le gustaba la idea de que trajera otro bebé al mundo solamente para que recibieran más dinero, en cuanto se le presentó.
Susana no discutió el primer punto (no podía negar esa posibilidad), pero demoró unos días en perdonarle el segundo. Siendo madre de siete, exigía que alguien se hiciera cargo, y no dejó pasar el hecho de que una de sus hijas no pensara así, y que pusiera excusas para no aceptar su responsabilidades como hermana mayor.
Rocío nunca volvió a hacer eso, y sus hermanas siguieron su ejemplo. Cuando tuvieron hijos, se aseguraron, junto a su respectivas parejas, de que cada uno de estos también fueran así de responsables. La única que todavía no tenía la oportunidad de hacer algo así era Reyna, la menor de las siete, ya que abandonó a su marido cuando tenía solo una hija, llevándola con ella.
Desde entonces albergaba la ilusión de encontrar un mejor hombre que el anterior, y poder concebir más bebés con su ayuda, pero no resultaba tan sencillo como ella lo había esperado. Cada día le aterraba aún más la posibilidad de jamás dar con uno, y la de que tal vez le tocaría el mismo destino que su madre, el de solo dar con los equivocados para terminar sola al final.
Rezaba diariamente para tener eso que tanto deseaba, además del necesario dinero que recibiría luego de dar a luz a esos bebés.
Desde la llegada de aquel hombre con su hijo, no tardó en atribuir su mala suerte a la presencia de los dos en ese complejo de torres. Ese hombre tenía que ser lo que alejaba a cualquier posible candidato, el que hacía que ninguno de ellos deseara acercarse a ese lugar. Era el tipo de persona que sus conocidos preferían evitar siempre. Estaba segura de eso, pues ella también quería alejarse de él, pero lamentablemente no tenía lección, ambos vivían ahí. El nene de ese tipo, y la nieta de aquella vieja, pasaban tiempo con su hija de vez en cuando.
La niña y su abuela la molestaban menos que los otros dos, pero no era ese suficiente consuelo, aún no le agradaba esa anciana. Esto empeoró la noche en que esa mujer fue a golpear la puerta de su casa.
Reyna escuchó como Argelia le relató que la pequeña Carolina descubrió que uno de sus juguetes favoritos no aparecía por ningún lado, a pesar de que su nieta buscó más de una vez en todos los lugares posibles antes de solicitar la ayuda de su tutora. Ella no perdió tiempo, y se dirigió a la casa de la amiga de Carolina, donde le planteó a la madre de la niña la posibilidad de que su nena se hubiese llevado por error el juguete entre los suyos.
Pese al evidente fastidio e indignación que Argelia logró percibir en Reyna (ya que esta no hizo un buen trabajo ocultándolos), no encontró mayor obstáculo en su búsqueda.
Luego de que Sofía afirmó segura, más de una vez, que ese objeto no se encontraba en su poder, Argelia tuvo que retirarse a su casa.