Pia es vendida por sus padres al clan enemigo para salvar sus vidas. Podrá ser felíz en su nuevo hogar?
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capítulo 23
El silencio era casi absoluto en el ala sur de la mansión De Santi. La mañana había llegado con una luz suave que atravesaba los ventanales, iluminando con timidez los muebles antiguos, las alfombras gruesas y el cuerpo adormecido de Leonardo, recostado aún en la cama. Había dormido poco, otra vez. Las palabras de Pia seguían resonando en su cabeza como un eco interminable.
“No lo sé.”
Eso le había respondido ella cuando él le preguntó si lo seguía odiando. No había ira en su voz, pero tampoco cariño. Solo esa frialdad ambigua que dolía más que el desprecio. Porque lo dejaba en el limbo, sin saber si había esperanza o si ya estaba todo perdido.
Y él, por primera vez en mucho tiempo, no tenía la fuerza para seguir empujando. No así. No con ella huyendo cada vez que sus ojos se cruzaban. No con ese abismo en medio de los dos.
Se sentó con dificultad, apoyando los codos en las rodillas. Respiró hondo. Cada movimiento le recordaba que seguía vivo, sí, pero también que algo dentro suyo se había roto desde aquel disparo. No era solo su cuerpo. Era su orgullo. Era su lógica implacable. Era esa coraza que Pia había atravesado sin siquiera intentarlo.
Cuando Francesco entró, una hora después, lo encontró pensativo, con la mirada clavada en el suelo.
—Buen día, capo —saludó con tono más relajado del habitual—. ¿Cómo dormiste?
—No dormí —respondió Leonardo sin levantar la vista.
Francesco se acercó a la mesa y dejó una carpeta con papeles. Venía a hablar de negocios, como siempre, pero algo en el ambiente le indicó que ese no sería el tema de conversación esa mañana.
—¿Pasa algo?
Leonardo tardó en responder. Finalmente, alzó la vista. Sus ojos celestes estaban apagados, más tristes de lo que Francesco recordaba haber visto jamás.
—Estoy pensando en dejarla ir.
El silencio fue inmediato.
Francesco frunció el ceño.
—¿A Pia?
Leonardo asintió.
—Ya no quiero obligarla a estar acá. Ni cerca mío. Ni bajo este techo. Ya no.
Francesco se sentó frente a él, en el sillón de cuero que había en la habitación. Sabía que no podía tomar esa frase a la ligera. Leonardo no era un hombre que se diera por vencido. Y menos aún cuando se trataba de algo —o alguien— que le importaba.
—¿Qué pasó?
Leonardo suspiró.
—Estuvo acá. Me trajo el desayuno ayer. Me dijo que se alegraba de que esté vivo. Pero su voz… no había nada. Ni rencor, ni ternura. Solo un vacío… uno que yo mismo provoqué.
Francesco bajó la mirada. No dijo nada. Porque sabía que era verdad. Pia había cambiado. Ya no era la chica que temblaba al verlo ni la que respondía con furia. Ahora era otra versión de sí misma. Una más fuerte. Más fría. Más inaccesible.
—¿Y si solo necesita tiempo?
Leonardo negó.
—No puedo seguir manteniéndola aquí, esperando que algún día me mire distinto. Eso sería egoísta. Tal vez quiera volver con su familia, tal vez empezar de cero. Yo… la lastimé demasiado.
Francesco tragó saliva.
—Vos la salvaste también.
—¿Y eso borra lo que le hice a Vittorio? ¿Las amenazas? ¿El miedo que sintió al vivir encerrada en esta casa?
—No —admitió Francesco—. Pero eso no te impide intentar reparar algo.
Leonardo apoyó la cabeza en el respaldo.
—Tal vez reparar sea justamente dejarla ir.
Hubo un largo silencio.
Francesco lo observó durante unos segundos, con esa mezcla de respeto y compasión que solo se tiene por alguien al que se ha visto caer de pie demasiadas veces.
—¿Querés que me encargue yo?
Leonardo asintió.
—Decile que puede elegir. Si quiere volver con los Moretti… yo no voy a impedírselo. Puede quedarse si quiere. Pero esta vez, será su decisión.
—¿Y si te dice que se va?
—Entonces la dejo ir.
Francesco lo miró. Sabía que no era una amenaza ni un acto teatral. Era sincero. Dolorosamente sincero.
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Esa tarde, mientras Pia caminaba por el jardín, encontró a Francesco esperándola en la galería. Estaba apoyado en la baranda, fumando un cigarrillo con aire pensativo.
—¿Podemos hablar? —le preguntó apenas la vio.
Pia asintió con un leve movimiento de cabeza.
Caminaron hasta el banco bajo los rosales. Se sentaron sin decir palabra durante unos segundos. El silencio era pesado, pero no incómodo.
—Estuve con Leonardo hace un rato —empezó Francesco—. Me pidió que te diga algo.
Ella no respondió. Solo desvió la mirada.
—Dice que no va a obligarte a quedarte acá. Que si querés volver con tu familia, o hacer tu vida lejos de los De Santi, podés hacerlo. Nadie va a detenerte.
Pia frunció levemente el ceño.
—¿Eso te dijo?
—Eso mismo.
Ella asintió, como si intentara procesar la información.
—¿Y por qué ahora?
—Porque cree que te hizo daño. Y que ya no tiene derecho a tenerte cerca.
Pia clavó la vista en las flores que se mecían con el viento. Por dentro, una emoción desconocida le recorría el cuerpo, pero por fuera permanecía serena.
—¿Y si me voy?
—No te va a buscar.
—¿Y si me quedo?
Francesco la miró.
—Entonces va a saber que fue tu decisión.
Pia se puso de pie. Caminó unos pasos. El cielo empezaba a cubrirse de nubes.
—¿Sabés una cosa, Francesco?
—Decime.
—Nunca pensé que él sería capaz de… rendirse. Nunca.
—Quizá no se está rindiendo. Quizá está aprendiendo.
Ella asintió sin decir nada más y volvió a caminar hacia la mansión. Tenía el corazón hecho un lío. La cabeza también.
Podía irse.
Pero no estaba segura de querer hacerlo.
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Esa noche, Leonardo no durmió. Otra vez. Pero esta vez no era por dolor, ni por insomnio. Era porque esperaba una respuesta. Una señal.
Una puerta que se abriese.
Un paso en el pasillo.
Pero nada llegó.
Solo el silencio.
Solo la noche.
Solo la certeza de que había hecho lo correcto, aunque doliera como nunca.
Autora te felicito eres una persona elocuente en tus escritos cada frase bien formulada y sutil al narrar estos capitulos